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Para finales del siglo, el número de personas muertas violentamente a manos de sus congéneres aumentaría a más de cien millones. Serían muertes provocadas no solamente por las guerras entre las naciones, sino por los exterminios masivos y el genocidio, como el asesinato de 20 millones de "enemigos de clase, espías y traidores" en la Unión Soviética de Stalin, o los horrores innombrables del holocausto en la Alemania nazi. También hubo muertes acaecidas durante un sinnúmero de conflictos internos como la Guerra Civil Española o durante el régimen de los Khmer Rojos en Cambodia cuando fue asesinada una cuarta parte de la población de ese país.

Basta con ver las noticias de todos los días en la televisión para reconocer que la locura no solamente no ha menguado sino que todavía continúa en el siglo veintiuno. Otro aspecto de la disfunción colectiva de la mente humana es la violencia sin precedentes desatada contra otras formas de vida y contra el planeta mismo: la destrucción de los bosques productores de oxígeno y de otras formas de vida vegetal y animal, el tratamiento cruel de los animales en las granjas mecanizadas y la contaminación de los ríos, los océanos y el aire. Empujados por la codicia e ignorantes de su conexión con el todo, los seres humanos insisten en un comportamiento que, de continuar desbocado, provocará nuestra propia destrucción.

Las manifestaciones colectivas de la locura asentada en el corazón de la condición humana constituyen la mayor parte de la historia de la humanidad. Es, en gran medida, una historia de demencia. Si la historia de la humanidad fuera la historia clínica de un solo ser humano, el diagnóstico sería el siguiente: desórdenes crónicos de tipo paranoide, propensión patológica a cometer asesinato y actos de violencia y crueldad extremas contra sus supuestos "enemigos", su propia inconciencia proyectada hacia el exterior; demencia criminal, con unos pocos intervalos de lucidez.

El miedo, la codicia y el deseo de poder son las fuerzas psicológicas que no solamente inducen a la guerra y la violencia entre las naciones, las tribus, las religiones y las ideologías, sino que también son la causa del conflicto incesante en las relaciones personales. Hacen que tengamos una percepción distorsionada de nosotros mismos y de los demás. A través de ellas interpretamos equivocadamente todas las situaciones, llegando a actuaciones descarriadas encaminadas a eliminar el miedo y satisfacer la necesidad de tener más: ese abismo sin fondo que no se llena nunca.

Sin embargo, es importante reconocer que el miedo, la codicia y el deseo de poder no son la disfunción de la que venimos hablando sino que son productos de ella. La disfunción realmente es un delirio colectivo profundamente arraigado dentro de la mente de cada ser humano. Son varias las enseñanzas espirituales que nos aconsejan deshacernos del miedo y del deseo, pero esas prácticas espirituales por lo general no surten efecto porque no atacan la raíz de la disfunción. El miedo, la codicia y el deseo de poder no son los factores causales últimos. Si bien el anhelo de mejorar y de ser buenos es un propósito elevado y encomiable, es un empeño condenado al fracaso a menos de que haya un cambio de conciencia. Esto se debe a que sigue siendo parte de la misma disfunción, una forma más sutil y enrarecida de superación, un deseo de alcanzar algo más y de fortalecer nuestra identidad conceptual, nuestra propia imagen. No podemos llegar a ser buenos esforzándonos por serlo sino encontrando la bondad que mora en nosotros para dejarla salir. Pero ella podrá aflorar únicamente si se produce un cambio fundamental en el estado de conciencia.

La historia del comunismo, inspirado originalmente en ideales nobles, ilustra claramente lo que sucede cuando las personas tratan de cambiar la realidad externa, de crear una nueva tierra, sin un cambio previo de su realidad interior, de su estado de conciencia. Hacen planes sin tomar en cuenta la impronta de disfunción que todos los seres humanos llevamos dentro: el ego.

EL DESPERTAR DE UNA NUEVA CONCIENCIA

En la mayoría de las tradiciones religiosas y espirituales antiguas existe la noción común de que el estado "normal" de nuestra mente está marcado por un defecto fundamental. Sin embargo, de esta noción sobre la naturaleza de la condición humana (las malas noticias) se deriva una segunda noción: la buena nueva de una posible transformación radical de la conciencia humana. En las enseñanzas del hinduismo (y también en ocasiones del budismo), esa transformación se conoce como iluminación. En las enseñanzas de Jesús, es la salvación y en el budismo es el final del sufrimiento. Otros términos empleados para describir esta transformación son los de liberación y despertar.

El logro más grande de la humanidad no está en sus obras de arte, ciencia o tecnología, sino en reconocer su propia disfunción, su locura. Algunos individuos del pasado remoto tuvieron ese reconocimiento. Un hombre llamado Gautama Siddhartha, quien vivió en la India hace 2.600 años, fue quizás el primero en verlo con toda claridad. Más adelante se le confirió el título de Buda. Buda significa "el iluminado". Por la misma época vivió en China otro de los maestros iluminados de la humanidad. Su nombre era Lao Tse. Dejó el legado de sus enseñanzas en el Tao Te Ching, uno de los libros espirituales más profundos que haya sido escrito.

Reconocer la locura es, por su puesto, el comienzo de la sanación y la trascendencia. En el planeta había comenzado a surgir una nueva dimensión de conciencia, un primer asomo de florescencia. Esos maestros les hablaron a sus contemporáneos. Les hablaron del pecado, el sufrimiento o el desvarío. Les dijeron, "Examinen la manera cómo viven. Vean lo que están haciendo, el sufrimiento que están creando". Después les hablaron de la posibilidad de despertar de la pesadilla colectiva de la existencia humana "normal". Les mostraron el camino.

El mundo no estaba listo para ellos y, aún así, constituyeron un elemento fundamental y necesario del despertar de la humanidad. Era inevitable que la mayoría de sus contemporáneos y las generaciones posteriores no los comprendieran. Aunque sus enseñanzas eran a la vez sencillas y poderosas, terminaron distorsionadas y malinterpretadas incluso en el momento de ser registradas por sus discípulos. Con el correr de los siglos se añadieron muchas cosas que no tenían nada que ver con las enseñanzas originales sino que reflejaban un error fundamental de interpretación. Algunos de esos maestros fueron objeto de burlas, escarnio y hasta del martirio. Otros fueron endiosados. Las enseñanzas que señalaban un camino que estaba más allá de la disfunción de la mente humana, el camino para desprenderse de la locura colectiva, se distorsionaron hasta convertirse ellas mismas en parte de esa locura.

Fue así como las religiones se convirtieron en gran medida en un factor de división en lugar de unión. En lugar de poner fin a la violencia y el odio a través de la realización de la unicidad fundamental de todas las formas de vida, desataron más odio y violencia, más divisiones entre las personas y también al interior de ellas mismas. Se convirtieron en ideologías y credos con los cuales se pudieran identificar las personas y que pudieran usar para amplificar su falsa sensación de ser. A través de ellos podían "tener la razón" y juzgar "equivocados" a los demás y así definir su identidad por oposición a sus enemigos, esos "otros", los "no creyentes", cuya muerte no pocas veces consideraron justificada. El hombre hizo a "Dios" a su imagen y semejanza. Lo eterno, lo infinito y lo innombrable se redujo a un ídolo mental al cual había que venerar y en el cual había que creer como "mi dios" o "nuestro dios".