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– Tracey, por favor, ¡vuelve! -exclamó Julien angustiado.

Pero ella ya estaba subiendo las escaleras para encerrarse en el cuarto de baño de su dormitorio y mirarse en el espejo. El accidente que la había dejado en coma le había producido muchos cortes y heridas en las piernas y los brazos, de modo que no se había parado a preguntarse por las cicatrices que tenía bajo el ombligo.

– ¡Santo cielo! -exclamó al ver las líneas rosáceas de su vientre, trazadas por el escalpelo de algún médico. ¿Cómo era posible que fuera la madre de Valentine y no lo recordara?

Cuando, en el hospital, Louise le había dicho que le quedaban más cosas por recordar, que debía acordarse de ellas por su cuenta, Tracey no podía imaginarse que…

– ¿Tracey? -la llamó Julien desde el otro lado de la puerta-. Tracey, ya sé que tienes que estar muy impresionada… Déjame entrar. Tenemos que hablar.

Ahora entendía por qué había insistido tanto Julien en que fuera a vivir con éclass="underline" Julien sabía que el bebé estaba esperando a su madre en la residencia. Un bebé que jamás debía haber nacido. Un bebé que probablemente tendría problemas y deficiencias…

Las lágrimas arrasaron las mejillas de Tracey, que enterró la cara en una toalla para sofocar su llanto.

– Márchate, Julien -le rogó histérica.

– No puedo, amor mío. Ahora que sabes quién es Valentine, tienes que enterarte de todo para que no haya nuevas sorpresas.

– ¿Qué… qué quieres decir? ¿Cómo va a haber más sorpresas? -preguntó alarmada.

– Abre la puerta y lo descubrirás.

Estaba traumatizada por haber traído a una niña al mundo con Julien y no lograba reunir fuerzas para girar el pestillo. Pero entonces oyó el balbuceo de Valentine… y el de otro bebé, o al menos eso le pareció. Tal vez estaba alucinando. Escuchó con atención a través de la puerta mientras Julien la hablaba con una dulzura y una suavidad que le partían el corazón.

– No nos vamos a ir hasta que salgas, Tracey. Abre la puerta. Raoul y Jules quieren decirle hola a su mamá desde hace mucho tiempo.

¿Raoul?, ¿Jules? Los nombres rebullían en su cabeza y, de pronto, estalló un último relámpago de recuerdos: el llanto de sus bebés; tres bebés, nacidos un mes antes del accidente, a los que había bautizado sin consultar a Julien, pues pensaba que nunca se enteraría de su existencia. Bebés que nunca podrían ser normales.

– ¡Tracey!

En circunstancias normales, la angustia que revelaba el tono de voz de Julien habría bastado para que Tracey abriera la puerta; pero en ese momento no podía moverse. Había recuperado toda la memoria: el vuelo a Inglaterra, la impresión de saber que estaba embarazada de trillizos, los meses que pasó encerrada en California en la casa de un amigo de Rose, las complicaciones del parto, los días y las noches que pasó con los bebés en los brazos, alimentándolos, grabando en la memoria cada rasgo de su fisonomía y su carácter… toda la memoria.

Recordaba aquellas largas noches de vigilia cuidando, alimentando y amando a sus hijitos, cambiándoles los pañales, pensando como los educaría sin la ayuda de Julien.

«Mis bebés», pensó azotada por una ola de amor maternal. Llevaba un año separada de sus preciosos niños; cinco meses en los que otra mujer habría tenido que ocupar el lugar de la madre.

Pero no les habría faltado amor. Julien habría estado junto a ellos desde el principio, dedicándoles tanto cariño como sólo él, su maravilloso padre, podía ofrecer; mientras que ella…

«¡El taxi!», recordó el golpe. Recordaba el enfado que había tenido con Rose antes de salir del coche, porque su tía estaba del lado de Julien y pensaba que era inmoral que le pidiera el divorcio sin comunicarle que era el padre de sus tres hijos.

Recordó el portazo que dio al bajar del coche. Había salido a toda prisa y, entonces, se dio cuenta de que un taxi se le venía encima. Luego todo se volvió oscuro… tan oscuro como en ese mismo momento.

– ¡Louise!

– Buenos días, Tracey.

Cuando Tracey se percató de que no hablaba con Julien, se incorporó, apoyándose sobre la almohada.

Tracey se había negado a hablar o a ver a Julien la noche anterior y, por eso, su marido le habría pedido a Louise que hablara con ella, sabedor de la gran estima en que Tracey tenía a su doctora.

Louise entró en la habitación, cerró la puerta y, sin pedirle permiso a Tracey, arrimó una silla a su cama y se sentó.

– ¿Qué… qué haces aquí? -preguntó, aunque sabía muy bien la respuesta.

– Le diste un buen susto a tu marido cuando te encerraste en el cuarto de baño -contestó la doctora-. Según tengo entendido, tuvo que romper la puerta para rescatarte; pensaba que al desmayarte te habías vuelto a quedar en coma.

Tracey sintió un escalofrío de arrepentimiento que le recorrió toda la espalda.

– Según el doctor Simoness -prosiguió Louise-, cuando llegó a la residencia después de que Julien lo telefoneara, tu marido estaba en un estado de nervios preocupante.

– ¿Se encuentra bien ya? -preguntó con ansiedad.

– ¿Tú qué crees?

– ¡No puedo seguir aquí, Louise! -exclamó después de un terrible silencio-. Julien me sacó del hospital bajo la condición de que pasara con él treinta días; me dijo que si al final de ese plazo seguía queriendo el divorcio, entonces me lo concedería. Pensé que podría soportar los treinta días, pero…

– Pero tú nunca quisiste tener hijos, porque no eres de las que se casan; y ahora que has descubierto que eres madre de trillizos, la idea te resulta insoportable.

– ¡No! -exclamó Tracey, apenada por lo mal que estaba pensando de ella Louise, la cual en vez de sorprenderse por aquel grito, parecía incluso complacida. Sólo le había hecho esa acusación para averiguar sus verdaderos sentimientos.

– Pues eso es lo que tu marido empieza a pensar, ¿sabes? Me ha dicho que te has negado a mirar a tus hijos, que ni siquiera reconoces que son tuyos.

Louise sabía perfectamente qué fibras tocar para sensibilizar a Tracey, que decidió salir de la cama para mirar por la ventana. La vista era bonita, pero sólo podía «ver» la expresión atormentada de Julien al recuperarse de su desmayo. Se secó las mejillas, humedecidas por unas lágrimas irreprimibles, y se giró para mirar a Louise.

– Me da… miedo mirarlos -le confesó temblorosa al recordar lo mucho que Valentine se parecía a los Chapelle.

– ¿Porque se parecen mucho a tu marido y ya no quieres seguir viviendo con él?

– ¡No! -denegó con vigor. Louise no dijo nada, pero la invitó en silencio a que se sincerara. Después de un largo y tenso silencio, Tracey prosiguió-. No soporto mirarlos porque… me da miedo reconocer en ellos al padre de Julien.

– Pero es normal que se parezcan a su abuelo, ¿no crees?

– ¡No! No me entiendes: Henri Chapelle también es mi padre.

– Ah…

Louise no sabía qué decir y permaneció mirando a Tracey mientras intentaba asimilar el secreto que con tanto celo había guardado su paciente milagrosa.

– Dime una cosa, Tracey. ¿Henri Chapelle era un hombre alto y moreno de mirada penetrante?

– Sí, exactamente así. ¿Cómo lo sabes? ¿Has visto alguna foto de él?, ¿tanto se le parecen mis hijos? -preguntó desesperada.

– Nunca he visto a tus hijos, pero sí tengo un retrato suyo. El que tú me dibujaste anteayer -dijo con calma.

– ¿Qué?

– No era un animal lo que tú estabas dibujando. Era un hombre con forma de un ave de rapiña, de un águila, para ser exactos. Acabas de darme la pieza del puzzle que me faltaba: él, y no Julien como te dije, era la causa de las pesadillas que tanto te atormentaban -explicó mientras Tracey lloraba desconsolada-. Me extrañó que aquel retrato fuera el de tu marido, y estaba claro que no era el de tu padre, porque tu tía ya me había enseñado fotos suyas.

– Sólo que mi padre no es mi padre -susurró Tracey con tono patético.