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Don Juan usó esta condición de inaplicabilidad de los estados de realidad no ordinaria para introducir una serie de nuevas "unidades de significado" preconcebidas. Las unidades de significado eran todos los elementos individuales pertinentes al conocimiento que don Juan se empeñaba en enseñarme. Las he llamado unidades de significado porque eran el conglomerado básico de datos sensoriales, y sus interpretaciones, sobre el cual se erigía un significado más complejo. Una de tales unidades era, por ejemplo, la forma en que se entendía el efecto fisiológico de la mezcla sicotrópica. Esta producía un entumecimiento y una pérdida de control motriz que en el sistema de don Juan se interpretaban como una acción realizada por el humo, que en este caso era el aliado, con el fin de "llevarse el cuerpo del practicante".

Las unidades de significado se agrupaban en forma específica, y cada bloque así creado integraba lo que llamo una "interpretación sensible". Obviamente, tiene que haber un número infinito de posibles interpretaciones sensibles que son pertinentes a la brujería y que un brujo debe aprender a realizar. En nuestra vida cotidiana, enfrentamos un número infinito de interpretaciones sensibles pertinentes a ella. Un ejemplo sencillo podría ser la interpretación, ya no deliberada, que hacemos veintenas de veces cada día, de la estructura que llamamos "cuarto". Es obvio que hemos aprendido a interpretar en términos de cuarto la estructura que llamamos cuarto; así, cuarto es una interpretación sensible porque requiere que en el momento de hacerla tengamos conocimiento, en una u otra forma, de todos los elementos que entran en su composición. Un sistema de interpretación sensible es, en otras palabras, el proceso por virtud del cual un practicante tiene conocimiento de todas las unidades de significado necesarias para realizar asunciones, deducciones, predicciones, etc., sobre todas las situaciones pertinentes a su actividad.

Al decir "practicante" me refiero a un participante que posee un conocimiento adecuado de todas, o casi todas, las unidades de significado implicadas en su sistema particular de interpretación sensible. Don Juan era un practicante; esto es, era un brujo que conocía todos los pasos de su brujería.

Como practicante, intentaba abrirme acceso a su sistema de interpretación sensible. Tal accesibilidad, en este caso, equivalía a un proceso de resocialización en el que se aprendían nuevas maneras de interpretar datos perceptuales.

Yo era el "extraño", el que carecía de la capacidad de realizar interpretaciones inteligentes y congruentes de las unidades de significado propias de la brujería.

La tarea de don Juan, como practicante ocupado en hacerme accesible su sistema, consistía en descomponer una certeza particular que yo comparto con todo el mundo: la certeza de que la perspectiva "de sentido común" que tenemos del mundo es definitiva. A través del uso de plantas sicotrópicas, y de contactos bien dirigidos entre su sistema extraño y mi persona, logró mostrarme que mi perspectiva del mundo no puede ser definitiva porque sólo es una interpretación.

Para el indio americano, acaso durante miles de años, el vago fenómeno que llamamos brujería ha sido una práctica, seria y auténtica, comparable a la de nuestra ciencia. Nuestra dificultad para comprenderla surge, sin duda, de las unidades de significado extrañas con las cuales trata.

Don Juan me dijo una vez que un hombre de conocimiento tiene predilecciones. Le pedí explicar este enunciado.

– Mi predilección es ver -dijo.

– ¿Qué quiere usted decir con eso?

– Me gusta ver -dijo- porque sólo viendo puede un hombre de conocimiento saber.

– ¿Qué clase de cosas ve usted.

– Todo.

– Pero yo también veo todo y no soy un hombre de conocimiento.

– No. Tú no ves.

– Por supuesto que sí,

– Te digo que no.

– ¿Por qué dice usted eso, don Juan?

– Tú solamente miras la superficie de las cosas.

– ¿Quiere usted decir que todo hombre de conocimiento ve a través de lo que mira?

– No. Eso no es lo que quiero decir. Dije que un hombre de conocimiento tiene sus propias predilecciones; la mía es sencillamente ver y saber; otros hacen otras cosas.

– ¿Qué otras cosas, por ejemplo?

– Ahí tienes a Sacateca: es un hombre de conocimiento y su predilección es bailar. Así que él baila y sabe.

– ¿Es la predilección de un hombre de conocimiento algo que él hace para saber?

– Sí, pues.

– ¿Pero cómo podría el baile ayudar a Sacateca a saber?

– Podríamos decir que Sacateca baila con todo lo que tiene.

– ¿Baila como yo bailo? Digo, ¿cómo se baila?

– Digamos que baila como yo veo y no como tú bailas.

– ¿También ve como usted ve?

– Sí, pero también baila.

– ¿Cómo baila Sacateca?

– Es difícil explicar eso. Es un baile muy especial que usa cuando quiere saber. Pero lo único que te puedo decir es que, a menos que entiendas los modos del que sabe, es imposible hablar de bailar o de ver.

– ¿Lo ha visto usted bailar?

– Sí. Pero no todo el que mira su baile puede ver que ésa es su forma especial de saber.

Yo conocía a Sacateca, o al menos sabía quién era. Nos habían presentado y una vez le invité una cerveza. Se portó con mucha cortesía y me dijo que fuera a su casa con entera libertad en cualquier momento que quisiese. Pensé largo tiempo en visitarlo, pero no se lo dije a don Juan.

La tarde del 14 de mayo de 1962, fui a casa de Sacateca; me había dado instrucciones para llegar y no tuve dificultad en hallarla. Estaba en una esquina y tenía una cerca en torno. La verja estaba cerrada. Di la vuelta para ver si podía atisbar el interior de la casa. Parecía desierta.

– Don Elías -llamé en voz alta. Las gallinas asustadas, se desparramaron por el patio cacareando con furia. Un perrito se llegó a la cerca. Esperé que me ladrara; en vez de ello, se sentó a mirarme. Grité de nuevo y las gallinas estallaron otra vez en cacareos.

Una vieja salió de la casa. Le pedí llamar a don Elías.

– No está -dijo.

– ¿Dónde puedo hallarlo?

– Está en el campo.

– ¿En qué parte del campo?

– No sé. Ven más tarde. El regresa como a las cinco.

– ¿Es usted la mujer de don Elías?

– Sí, soy su mujer -dijo y sonrió.

Traté de hacerle preguntas sobre Sacateca, pero se excusó y dijo que no hablaba bien el español. Subí en mi coche y me alejé.

Volví a la casa a eso de las seis. Me estacioné ante la verja y grité el nombre de Sacateca. Esta vez salió él de la casa. Encendí mi grabadora, que en su estuche de cuero café parecía una cámara colgada de mi hombro. Sacateca pareció reconocerme.

– Ah, eras tú -dijo sonriendo-. ¿Cómo está Juan?

– Muy bien. ¿Pero cómo está usted, don Elías?

No respondió. Parecía nervioso. Pese a su gran compostura exterior, sentí que se hallaba disgustado.

– ¿Te mandó Juan con algún recado?

– No. Vine yo solo.

– ¿Y para qué?

Su pregunta pareció traicionar su sorpresa genuina.

– Nada más quería hablar con usted -dijo, tratando de parecer lo más despreocupado posible-. Don Juan me ha contado cosas maravillosas de usted y me entró la curiosidad y quería hacerle unas cuantas preguntas.

Sacateca estaba de pie frente a mi. Su cuerpo era delgado y fuerte. Llevaba camisa y pantalones caqui. Tenía los ojos entrecerrados; parecía adormilado o quizá borracho. Su boca estaba entreabierta y el labio inferior colgaba. Noté su respiración profunda; casi parecía roncar. Se me ocurrió que Sacateca se hallaba sin duda borracho sin medida. Pero esa idea resultaba incongruente, porque apenas unos minutos antes, al salir de su casa, había estado muy alerta y muy consciente de mi presencia.