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– Cuando un hombre está frente al aliado, el dador de secretos, tiene que reunir todo su valor y agarrarlo antes de que el otro lo agarre a él, o perseguirlo antes de que lo persiga. La persecución ha de ser sin tregua, y luego viene la lucha. El hombre debe derribar por tierra al espíritu y tenerlo allí hasta que le dé poder.

Le pregunté si estas fuerzas tenían sustancia, si era posible tocarlas realmente. Dije que la sola idea de un "espíritu" me refería a algo etéreo.

– No los llames espíritus -respondió-. Llámalos aliados; llámalos fuerzas inexplicables.

Quedó un rato en silencio, luego se acostó de espaldas y reclinó la cabeza en los brazos cruzados. Insistí en saber si esos seres tenían sustancia.

– Claro que tienen sustancia -dijo tras otro momento de silencio-. Cuando luchas con ellos son sólidos, pero esa sensación no dura más que un momento. Esos seres confían en el miedo de uno; por eso, si el que lucha con alguno de ellos es un guerrero, el ser pierde su tensión muy aprisa, mientras el hombre cobra más vigor. Uno puede, en verdad, absorber la tensión del espíritu.

– ¿Qué clase de tensión es? -pregunté.

– Poder. Cuando uno los toca, vibran como si estuvieran listos a rasgarlo a uno en pedazos. Pero es sólo un alarde. La tensión termina cuando uno mantiene firme la mano.

– ¿Qué pasa cuando pierden su tensión? ¿Se vuelven como aire?

– No, sólo se vuelven fláccidos. Todavía siguen teniendo sustancia, pero no es como nada que uno haya tocado jamás.

Más tarde, al anochecer, le dije que tal vez lo que vi la noche anterior pudo ser sólo una polilla. Rió y explicó con mucha paciencia que las polillas vuelan de un lado a otro solamente en torno de los focos de luz eléctrica, porque un foco no puede quemarles las alas. Un fuego, en cambio, las quemaría la primera vez que se le acercaran. También señaló que la sombra cubría todo el fuego. Cuando mencionó eso, recordé que en verdad la sombra era extremadamente grande y que durante un momento obstruyó la vista de la hoguera. Sin embargo, aquello sucedió tan rápido que no lo enfaticé en mi primer recuento.

Luego don Juan señaló que las chispas eran muy grandes y volaban hacia mi izquierda. Yo mismo había advertido eso. Dije que probablemente el viento soplaba en esa dirección. Don Juan repuso que no había ningún viento. Eso era verdad. Al rememorar mi experiencia pude recordar que la noche estaba quieta.

Otra cosa que pasé por alto fue un resplandor verdoso en las llamas, que detecté cuando don Juan me hizo seña de seguir mirando el fuego, después de que la sombra cruzó por vez primera mi campo de visión. Don Juan me lo recordó. También objetó que dijera yo sombra. Dijo que era redonda y que más bien parecía una burbuja.

Dos días después, el 17 de diciembre de 1969, don Juan dijo en tono muy casual que yo conocía todos los detalles y las técnicas necesarias para ir solo a los cerros y obtener un objeto de poder, el cazador de espíritus. Me instó a proceder por mí mismo y afirmó que su compañía sólo me serviría de estorbo.

Estaba listo para irme cuando él pareció cambiar de idea.

– No eres lo bastante fuerte -dijo-. Iré contigo hasta el pie de los cerros.

Cuando estuvimos en el vallecito donde vi al aliado, examinó desde cierta distancia la formación topográfica que yo había llamado un hoyo en los cerros, y dijo que teníamos que ir todavía más al sur, a las montañas distantes. La morada del aliado se hallaba en el punto más lejano que podíamos ver por el hoyo.

Miré la configuración y sólo pude discernir la masa anulosa de las montañas. Sin embargo, él me guió en una dirección hacia el sureste, y tras horas de camino llegamos a un punto que él consideró "bastante adentrado" en la morada del aliado.

Caía la tarde cuando nos detuvimos. Tomamos asiento en unas rocas. Yo estaba cansado y hambriento; en todo el día sólo había tomado agua y algunas tortillas. Don Juan se puso de pronto en pie, miró el cielo y me dijo en tono conminante que echara a andar en la dirección que era mejor para mí, cerciorándome de recordar el sitio donde estábamos en este momento, para volver allí cuando acabara. Dijo en tono tranquilizador que me esperaría así tardase yo toda la eternidad.

Pregunté con aprensión si creía que el asunto de obtener un cazador de espíritus tomaría mucho tiempo.

– Quién sabe -repuso, con una sonrisa misteriosa.

Me alejé hacia el sureste, volviéndome un par de veces para mirar a don Juan. El caminaba muy despacio en dirección opuesta. Trepé hasta la cima de un cerro grande y miré de nuevo a don Juan; se hallaba por lo menos a doscientos metros. No volteó a mirarme. Corrí cuesta abajo metiéndome en una pequeña depresión, como un cuenco entre los cerros, y de pronto me hallé solo. Me senté un momento y empecé a preguntarme que cosa hacía allí. Me sentí ridículo buscando un cazador de espíritus. Corrí de nuevo a la cumbre del cerro para tener una mejor visión de don Juan, pero no pude verlo en ninguna parte. Corrí cuesta abajo en la dirección en que lo vi por última vez. Quería suspender todo el asunto y regresar a casa. Me sentía enteramente estúpido y fatigado.

– ¡Don Juan! -grité una y otra vez.

No estaba en ningún sitio a la vista. Corriendo, escalé otro empinado cerro; tampoco desde allí pude verlo. Corrí un buen trecho buscándolo, pero había desaparecido. Desanduve mi camino y volví al lugar donde nos separamos. Tuve la absurda certeza de que iba a encontrarlo allí sentado, riendo de mis inconsistencias.

– ¿En qué demonios me he metido? -dije en voz alta.

Supe entonces que no había manera de parar lo que estaba haciendo allí, fuera lo que fuese. Realmente no sabía cómo regresar a mi coche. Don Juan había cambiado de dirección varias veces, y la orientación general de los cuatro puntos cardinales no era suficiente. Temí perderme en las montañas. Me senté, y por primera vez en mi vida tuve el extraño sentimiento de que en realidad nunca había manera de regresar a un punto original de partida. Don Juan decía que yo siempre insistía en empezar en un punto que llamaba el principio, cuando de hecho el principio no existía. Y allí entre esas montañas sentí comprender lo que quería decir. Era como si el punto de partida hubiese sido siempre yo mismo; como si don Juan nunca hubiera estado realmente allí; y cuando lo busqué se hizo lo que en verdad era: una imagen fugaz desvaneciéndose tras una colina.

Oí el suave crujir de las hojas y una fragancia extraña me envolvió. Sentía el viento como presión en los oídos, como un zumbido cauto. El sol estaba a punto de alcanzar unas nubes compactas sobre el horizonte, que parecían una banda naranja esmaltada, cuando desapareció tras una pesada cortina de nubes más bajas; apareció de nuevo un momento después, como una bola escarlata flotando en la niebla. Pareció luchar un rato por llegar a un trozo de cielo azul, pero era como si las nubes no le dieran tiempo al sol, y luego la banda naranja y la oscura silueta de las montañas parecieron devorarlo.

Me acosté sobre la espalda. El mundo en mi derredor era tan quieto, tan sereno y al mismo tiempo tan ajeno, que me sentí avasallado. No quería llorar, pero las lágrimas fluyeron sin impedimento.

Permanecí horas en esa postura. Levantarme era casi imposible. Las rocas bajo mi cuerpo eran duras, y allí donde me acosté apenas había vegetación, en contraste con los exuberantes arbustos verdes en todo el contorno. Desde donde me hallaba podía ver una orla de árboles altos en las colinas del este.

Finalmente oscureció bastante. Me sentí mejor; de hecho, casi experimentaba contento. Para mí, la semioscuridad era mucho más sustento y refugio que la dura luz del día.

Me puse en pie, trepé a la cima de un cerro pequeño y empecé a repetir los movimientos que don Juan me enseñó. Siete veces corrí hacia el este, y entonces noté un cambio de temperatura en la mano. Encendí el fuego e inicié una guardia cuidadosa, como don Juan había recomendado, observando cada detalle. Horas pasaron y comencé a sentir mucho frío y cansancio. Había juntado una buena pila de ramas secas; alimenté el fuego y me acerqué más a él. La vigilia era tan ardua e intensa que me agotó; empecé a cabecear. En dos ocasiones me quedé dormido y desperté sólo cuando mi cabeza cayó hacia un lado. Tenía tanto sueño que ya no podía vigilar el fuego. Bebí un poco de agua y rocié otro poco en mi cara para mantenerme despierto. Sólo por breves momentos lograba combatir la somnolencia. Sin saber cómo, me había desanimado e irritado; me sentía un perfecto estúpido por estar allí y eso me daba una sensación irracional de frustración y desaliento. Estaba fatigado, hambriento, con sueño, y absurdamente molesto conmigo mismo. Terminé por abandonar la lucha por mantenerme despierto. Añadí un montón de ramas secas a la hoguera y me acosté a dormir. La búsqueda de un aliado y un cazador de espíritus era en ese momento una empresa de lo más ridículo y extravagante. Tenía tanto sueño que ni siquiera podía pensar ni hablar solo. Me quedé dormido.