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Don Juan me explicó que don Genaro era muy enérgico y no le gustaba andarse con boberías, y que sólo había estado tomándome el pelo con sus ojos. Dijo que, como de costumbre, yo sabía más de lo que yo mismo esperaba. Comentó que todo el que tuviera que ver con la brujería era terriblemente peligroso durante las horas de crepúsculo, y que brujos como don Genaro podían ejecutar maravillas en tales momentos.

Estuvimos callados unos minutos. Me sentí mejor. Hablar con don Juan me calmó y restauró mi confianza. Luego, él dijo que iba a comer algo y que saldríamos a caminar para que don Genaro me enseñase una técnica para esconderse.

Le pedí explicar a qué se refería con lo de técnica para esconderse. Dijo que ya no iba a explicarme nada, porque las explicaciones sólo me forzaban a ser indulgente.

Entramos en la casa. Don Genaro había encendido la lámpara de petróleo y masticaba un bocado de comida.

Después de comer, los tres salimos al espeso chaparral desértico. Don Juan iba casi junto a mí. Don Genaro caminaba al frente, unos metros por delante.

La noche era clara; había nubes densas, pero suficiente luz de luna para que los alrededores fueran visibles. En determinado momento, don Juan se detuvo y me dijo que siguiera adelante, sobre los pasos de don Genaro. Vacilé; él me empujó con suavidad y me aseguró que todo estaba bien. Dijo que siempre debía estar listo y que siempre debía confiar en mi propia fuerza.

Seguí a don Genaro y durante dos horas traté de alcanzarlo, pero por más que pugnaba no podía hacerlo. La silueta de don Genaro estaba siempre delante de mí. A veces desaparecía como si hubiera saltado a un lado del camino, sólo para reaparecer de nuevo ante mí. En lo que a mí tocaba, ésta parecía una extraña caminata nocturna sin sentido. Seguía adelante porque no sabía regresar a la casa. No podía comprender qué estaba haciendo don Genaro. Pensé que me guiaba a algún sitio recóndito del chaparral para enseñarme la técnica de que don Juan hablaba. En cierto momento, sin embargo, tuve la peculiar sensación de que don Genaro estaba a mis espaldas. Volviéndome, vislumbré a una persona atrás de mí, a cierta distancia. El efecto fue una sacudida. Me esforcé por ver en la oscuridad y creí discernir la silueta de un hombre parado a unos quince metros. La figura casi se confundía con los arbustos; era como si quisiera ocultarse. Miré fijamente por un momento y pude mantener la silueta del hombre dentro de mi campo de percepción, aunque el otro trataba de esconderse entre las formas oscuras de los arbustos. Entonces vino a mi mente una idea lógica. Se me ocurrió que el hombre tenía que ser don Juan, quien sin duda nos había venido siguiendo todo el tiempo. En el instante en que me convencí de que así era, también advertí que ya no podía aislar la silueta; frente a mí sólo había la masa oscura, indiferenciada, del chaparral.

Caminé hacia el sitio donde había visto al hombre, pero no encontré a nadie. Don Genaro tampoco estaba a la vista, y como ignoraba el camino me senté a esperar. Media hora después, don Juan y don Genaro sé acercaron. Gritaban mi nombre. Me levanté y me uní a ellos.

Regresamos a la casa en completo silencio. Me agradó ese interludio de quietud, pues me hallaba enteramente desconcertado. De hecho, me sentía desconocido de mí mismo. Don Genaro me estaba haciendo algo, algo que me impedía formular mis pensamientos en la forma en que acostumbro. Esto se me hizo evidente cuando me senté en el camino. Había mirado automáticamente a mi reloj, y luego permanecí en calma, como si mi mente estuviese desconectada. Pero me hallaba en un estado de alerta que jamás había experimentado. Era un estado de no pensar, acaso comparable a no preocuparse por nada. Durante ese tiempo, el mundo pareció hallarse en un extraño equilibrio; no había nada que yo pudiera añadirle y nada que pudiese restarle.

Cuando llegamos a la casa, don Genaro desenrolló un petate y se durmió. Me sentí compelido a transmitir a don Juan mis experiencias del día. No me dejó hablar.

18 de octubre, 1970

– Creo comprender lo que don Genaro trataba de hacer la otra noche -dije a don Juan.

Se lo dije para sacarle prenda. Su continua negación a hablar estaba destruyendo mis nervios.

Don Juan sonrió y asintió lentamente, como de acuerdo conmigo. Yo habría tomado su gesto como una afirmación, a no ser por el extraño brillo de sus ojos. Era como si sus ojos se rieran de mí.

– Usted no cree que comprendo, ¿verdad? -pregunté impulsivamente.

– Yo creo que sí… efectivamente sí. Comprendes que Genaro iba detrás de ti todo el tiempo. Sin embargo el truco no está en comprender.

La afirmación de que don Genaro estuvo a mis espaldas todo el tiempo me impresionó. Le supliqué explicarla.

– Tu mente está empeñada en buscar un solo lado a todo esto -dijo.

Tomó una vara y la movió en el aire. No dibujaba en el aire ni trazaba una figura; los movimientos recordaban a los que hace con los dedos al limpiar una pila de semillas. Parecía picar o rascar suavemente el aire con la vara.

Se volvió a mirarme y yo alcé los hombros automáticamente, en gesto de desconcierto. El se acercó y repitió sus movimientos, haciendo ocho puntos en el suelo. Encerró el primero en un círculo.

– Tú estás aquí -dijo-. Todos estamos aquí; éste punto es la razón, y nos movemos de aquí a aquí.

Circundó el segundo punto, que había puesto justo encima del número uno. Luego movió la vara de un punto a otro, imitando un tráfico intenso.

– Sólo que hay otros seis puntos que un hombre es capaz de manejar -dijo-. Casi nadie sabe de ellos.

Puso su vara entre los puntos uno y dos y picoteó con ella el suelo.

– Al acto de moverse entre estos dos puntos lo llamas entendimiento. En eso has andado toda tu vida. Si dices que entiendes mi conocimiento, no has hecho nada nuevo.

Luego trazó rayas uniendo algunos puntos con otros; el resultado fue un trapezoide alargado que tenía ocho centros de radiación dispareja.

– Cada uno de estos otros seis puntos es un mundo, igual que la razón y el entendimiento son dos mundos para ti -dijo

– ¿Por qué ocho puntos? ¿Por qué no un número infinito, como en un círculo? -pregunté.

Tracé un círculo en el suelo. Don Juan sonrió.

– Hasta donde yo sé, nada más hay ocho puntos que un hombre es capaz de manejar. Quizá los hombres no puedan pasar de ahí. Y dije manejar, no entender, ¿no?

Su tono fue tan gracioso que reí. Estaba imitando, o más bien remedando mi insistencia en el uso exacto de las palabras.

– Tu problema es que quieres entenderlo todo, y eso no es posible. Si insistes en entender, no estás tomando en cuenta todo lo que te corresponde como ser humano. La piedra en la que tropiezas sigue intacta. Así pues, no has hecho casi nada en todos estos años. Se te ha sacado de tu profundo sueño, cierto, pero eso podría haberse logrado de todos modos con otras circunstancias.

Tras una pausa, don Juan dijo que me levantara porque íbamos a la cañada. Cuando subíamos en mi coche, don Genaro salió de detrás de la casa y se nos unió. Manejé parte del camino y luego echamos a andar adentrándonos en una hondonada profunda. Don Juan eligió un sitio para descansar a la sombra de un árbol grande.

– Una vez mencionaste -empezó don Juan- que un amigo tuyo dijo, cuando los dos vieron una hoja caer desde la punta de un encino, que esa misma hoja no volverá a caer de ese mismo árbol nunca jamás en toda una eternidad, ¿te acuerdas?