Выбрать главу

– No sé qué me gusta más de todo. Lo que estás haciendo o la expresión de tu cara mientras lo haces.

– Mira cómo se enreda entre mis dedos. Tiene un color muy bonito. Y es suave. Y esto también.

– Trevor… ¿qué…?

– Relájate.

– Pero ¿qué…? ¡No!

– Quiero hacerlo.

– No, yo…

– Por favor, Kyla, deja que te demuestre mi amor.

– Pero…, ay, Dios mío… ¿Trevor?

– Sí, mi amor, sí. Eres dulce, muy dulce…

– No más, por favor… No puedo aguantar, me duele todo el cuerpo.

– Uno más. Éste es un hombre que entra en una tienda de mascotas para comprar un loro.

– Trevor, te lo digo en serio, deja de contar chistes verdes.

– Te estás riendo.

– Por eso precisamente. No debería, soy una señora.

– ¿Cómo puedes pretender ser una señora cuando estás sentada a horcajadas en mi regazo y te estoy comiendo los pezones?

– ¡Trevor!

– Ay, cariño. No te muevas o me dejarás más lisiado de lo que ya lo estoy. Aunque si quieres, adelante, sigue retorciéndote. Me encanta mirarlos cuando se menean así.

– Eres infame.

– Espera a oír el chiste.

– ¿No hay nada que te haga detenerte?

– No. Ahora pórtate bien y escucha. Este es un señor que entra en un tienda de mascotas y… Kyla, te he dicho que te estés quieta. El señor entra en la tienda y le dice el dependiente: «Tengo un loro extraordinario». «¿Sabe hablar?», pregunta el señor. Kyla, te la estás buscando. Para ahora mismo. «Claro que sabe hablar», contesta el dependiente, «pero tiene un problema». Kyla, te lo advierto. «¿Qué problema?», pregunta el señor. «El loro habla pero no tiene pies». Kyla… Y dice el señor: «Y ¿cómo se sujeta a la percha?». Y el dependiente contesta… Al diablo con el dependiente.

– ¿Ése es el chiste?

– No, pero se me ha ocurrido una gracia mejor.

– Eso fue lo más difícil de asumir. Los marines no me mandaron nada, ningún recuerdo, nada. Como si Richard nunca hubiera existido. Eso me hundió. Y los restos eran tan pocos que ni siquiera rellenaban el ataúd.

– No sigas, cariño.

– Se merecía morir de otra manera. Y hablar con los militares era frustrante. No podían o no querían contarnos nada por razones de seguridad. Todo era vago, impreciso…

– ¿Por ejemplo?

– Richard ni siquiera estaba durmiendo en su propia litera esa mañana. ¿Por qué? ¿Por qué no quedó ni rastro de ninguno de sus efectos personales? Yo quería algo tangible, algo suyo que pudiera tener entre las manos. Una maquinilla de afeitar, su reloj de muñeca, cualquier cosa…

– Chist, chist. Si esto te angustia, no sigamos hablando de ello.

– No es tan doloroso como parece. En realidad, me sienta bien poder hablar de ello. Y tú eres un cielo por escucharme.

– Te quiero, Kyla. Necesitábamos hablar de Richard. Quería que los dos nos sintiéramos libres de pronunciar su nombre en voz alta.

– Yo lo quería, Trevor.

– Ya lo sé.

– ¿Y sabes que te quiero a ti? Pensaba que nunca podría volver a querer a otro hombre, pero te quiero. Acabo de darme cuenta. ¡Te quiero! Trevor, ¿estás llorando?

– Te quiero tanto, Kyla.

– Tú nunca me abandonarás, ¿verdad?

– Ni pensarlo.

– Júramelo.

– Nunca.

– No me puedo creer que esté lloviendo.

– Es sólo un chaparrón. En seguida escampará, así que vamos a vestirnos para ir a buscar a Aaron.

– Todavía no. Vamos a disfrutar un poco de la lluvia.

– La lluvia es para compartirla con alguien.

– ¿Cómo lo haces?

– ¿Qué?

– Saber lo que estoy pensando.

– ¿Eso hago?

– Desde el principio, era como si supieras siempre lo que estaba pensando. ¿Cómo?

– Porque te quiero.

– Sí, pero…

– Date la vuelta, Kyla.

– No entiendo cómo puedes…

– ¿Vamos a hacer el amor otra vez antes de ir a buscar a Aaron o no?

– Mmm, Trevor, no es justo. Sabes que en cuanto me tocas, me derrito.

– ¿Dónde? ¿Aquí?

– Sí, sí.

– ¿Y si te beso aquí?

– Me muero un poco.

– Entonces bésame tú también y nos moriremos un poco los dos juntos.

* * *

Huntsville, Alabama

Echó la carta al buzón.

Catorce

Kyla echó un vistazo al asado mientras tarareaba una canción. Incluso Meg Powers se sentiría orgullosa de aquel asado. Apagó el horno y volvió a meter dentro la fuente, para que se mantuviera caliente hasta que Trevor y Aaron volvieran a casa. Trevor se había llevado al niño de paseo, para que ella pudiera preparar la cena tranquilamente, una tarea con la que últimamente disfrutaba.

En realidad, aquellos días disfrutaba con todo. Desde el Día del Trabajo y la noche que lo había seguido, es decir, desde hacía tres semanas vivía en una burbuja de felicidad.

– ¡Estos días libres te han sentado de maravilla! -había exclamado Babs cuando Kyla había regresado al trabajo-. Estás resplandeciente. Y apostaría a que Trevor tiene algo que ver.

Kyla se rió.

– Tienes razón. Estoy enamorada.

– Bueno, me alegro de oírte decir eso, porque Trevor ya ha llamado dos veces para ver si habías llegado y me ha pedido que te dé un beso de su parte, a lo cual me he negado. ¿Qué ha pasado entre vosotros dos?

– Nada -Kyla mintió descaradamente mientras agarraba el teléfono para llamar a Trevor. Se había marchado de casa hacía media hora.

– Apuesto a que habéis alquilado unas películas porno para ver en el vídeo.

– De eso nada.

– Encargaste el kit de juguetes eróticos que te enseñé en Playgirl… ¿Qué le han parecido a Trevor las bragas que se comen?

– ¿Te quieres callar? -dijo Kyla riéndose-. No he hecho nada de eso -luego habló al teléfono-: Hola, cariño. ¿Me has llamado?

– ¿Estás tomando ginseng? -insistió Babs-. ¿O le das para cenar ostras todas las noches?

– ¡No! Lo siento, Trevor. Babs quiere saber si te doy de cenar ostras todas las noches. ¿Qué? No, no puedo decirle eso… No… Está bien. Babs, Trevor dice que te diga de su parte que si cenara ostras todas las noches, tendríamos que comprar un colchón nuevo. Y ahora cállate, por favor. Te he dicho que estoy enamorada y quiero hablar con mi marido.

«Y estoy enamorada», se dijo Kyla, feliz, camino del salón donde iba a recoger los juguetes que Aaron había dejado desperdigados. Se fijó en las cartas sin abrir que había sobre la mesa del recibidor, se las llevó a la cocina cuando regresó a ésta y se sentó en un taburete alto junto a la barra para abrirlas mientras esperaba a que sus hombres volvieran a casa.

Un sobre en particular captó su atención. Era del Cuerpo de Marines. Lo rajó y dentro encontró otro con un sello estampado que decía Reenviar. El nombre del remitente de ese segundo sobre, escrito a mano en el ángulo superior izquierdo, le resultaba familiar, pero no averiguó por qué hasta que vio que la carta venía de Huntsville, Alabama. ¿Uno de los amigos de Richard no era de allí, de Huntsville, Alabama? Con curiosidad, rasgó el segundo sobre y sacó una hoja de papel blanco. Una fotografía cayó sobre la barra.

La carta era breve. El que la remitía se presentaba y le daba el pésame por la muerte de Richard. Explicaba que hacía poco que había encontrado la foto y que había pensado que a ella le gustaría tenerla.

Terminaba expresándole sus mejores deseos de felicidad para el futuro.

Dejó a un lado la carta y levantó la fotografía. En el centro del trío de marines, sonriendo, estaba Richard Stroud, tal y como ella lo recordaba, con el corte de pelo militar por encima de las orejas y muy corto. Llevaba puesto el uniforme, pero se estaba riendo con ganas, como si alguien acabara de contar algo muy divertido justo antes de que les tomaran la foto. El objetivo había atrapado la sonrisa espontánea y simpática de Richard.