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– …casarte conmigo -pronunció esas palabras con énfasis, enfadado-. ¿Qué es lo que te parece tan deshonroso?

– Que todo estaba estudiado. No puedo creerme que fuera tan boba como para caer en la trampa. Tus modales, el modo en el que te preocupabas por Aaron, que te sintieras tan atraído por mí sin conocerme, ese coche tan de hombre serio… Parecías salido de una «Guía del segundo marido ideal para viudas», ¿verdad? ¿Qué te hizo hacerlo?

– Te quiero.

Ella estiró los brazos delante de él como para prevenirlo.

– No… no te atrevas a usar tu labia conmigo -le espetó, pero sin levantar la voz para no asustar a Aaron.

– No es labia, Kyla. Estaba enamorado de ti y lo sigo estando.

– Eso es imposible.

Él movió la cabeza con obstinación.

– Hay una parte fundamental de la historia que todavía no sabes.

– Entonces te ruego que me la cuentes.

– Tus cartas.

Ella se quedó en silencio, como si lo que acababa de escuchar la hubiera dejado muda.

– ¿Mis cartas? -se limitó a repetir.

– Las cartas que escribiste a Richard.

Se hundió en el taburete y se quedó mirando fijamente al hombre que de amante esposo había pasado a convertirse de nuevo en un desconocido. Había sido tan repentino… Cuando había visto la foto, había tenido la sensación de que alguien hacía desaparecer de un tirón la alfombra bajo sus pies. En ese momento era como si el suelo hubiera desaparecido. ¿Cuándo tocaría fondo?

– ¿Las has leído? -preguntó en tono que indicaba claramente que aquél le parecía el crimen más nefando de los que había cometido hasta entonces.

– Me las enviaron a mí por equivocación cuando estaba convaleciente en el hospital -le habló de la caja de metal donde Richard le había preguntado si podía guardar las cartas-. Me mandaron todas mis cosas, entre ellas la caja. La abrí y leí las cartas de amor que le habías escrito a tu marido, lo reconozco -fue hasta la barra y cubrió las manos de Kyla con las suyas-. No espero que lo comprendas, pero te juro que creo que gracias a esas cartas estoy vivo. Cada una de las palabras que contenían me servían de cura, más que cualquier medicamento, que cualquier operación o que cualquier tratamiento. Gracias a ellas, recuperé las ganas de vivir, para poder conocer a la mujer que las había escrito. Las memoricé todas, puedo repetírtelas palabra por palabra. Las tengo grabadas en la memoria, mejor que el Padre Nuestro. Fueron…

– Por favor, guárdate el discurso para tu próxima víctima -retiró las manos de debajo de las de él-. No quiero oírlo. ¿Te parece que puedo volver a creer ni una sola palabra de lo que dices después de haberme engañado como lo has hecho?

– Yo no lo veía como un engaño, Kyla.

– ¿No? Las orquídeas, la casa… -se bajó del taburete y empezó a andar otra vez de un lado para otro-. Ahora lo entiendo, todo encaja. Parecía como si pudieras leerme el pensamiento, y lo que pasaba era que sabías tantas cosas de mí porque habías leído mis cartas.

– Y respondía a lo que decían.

– No me extraña que te haya resultado tan fácil manipularme.

– Te daba lo que estaba en mi mano darte.

– Me invitabas a salir, te hacías el encantador con mis padres y… -de repente, se puso alerta. Entrecerró sus ojos marrones y lo miró airadamente-. ¡Mis padres! Te las arreglaste para que cambiaran la calificación urbanística del barrio justo en el momento oportuno, ¿no?

Trevor cubrió con tres pasos el espacio que los separaba y le puso las manos encima de los hombros.

– Kyla, antes de…

Ella le retiró las manos.

– ¿Verdad?

– Está bien, ¡sí! -gritó el.

– ¿Y la venta de la casa? Estaban maravillados de haber conseguido venderla a tan buen precio. Todo el papeleo se hizo en tiempo récord, sin ninguna pega, justo a tiempo para nuestra boda. Lo arreglaste tú todo, ¿verdad?

La expresión de Trevor era dura, reservada… y culpable.

– Ahora entiendo -dijo ella con una carcajada-. No me extraña que estuvieras convencido de que podías casarte conmigo y criar a Aaron. Al fin y al cabo, habías pagado para poder hacerlo, ¿no? -mientras decía aquello se frotaba los brazos vigorosamente arriba y abajo, como si quisiera desprenderse de una sensación de suciedad.

– No sigas. Maldita sea, te he dicho que te quiero.

– Te diré que eso no me alivia nada viniendo de un hombre con tu fama de conquistador.

– Eso se acabó.

– Sin duda. Pero querías acabar con una buena traca final, ¿no? Que tu última conquista fuera una mujer con pocas posibilidades de rechazarte, una pobre viuda con un hijo pequeño. Vamos, Trevor, confiesa. ¿No pensó esa mente tuya, tan manipuladora, que probablemente yo fuera a aceptarte mientras que otras mujeres te mandarían a paseo ahora que ya no eres tan atractivo? Las viudas están más desesperadas, ¿no? ¿No estaría la pobre Kyla Stroud tan ansiosa por encontrar marido que pasaría por alto el parche del ojo, la cojera y las cicatrices?

No iba a permitir que la expresión dolida de Trevor la hiciera sentirse avergonzada de sus palabras.

– Eso no es cierto.

– ¿Ah, no? Cuando estuvieras otra vez seguro de tu atractivo sexual, ¿cómo pensabas librarte de Aaron y de mí? ¿O creías que te estaría tan agradecida por los placeres que me habías proporcionado en la cama que no me importaría lo que hacías en otras?

Él dejó la cabeza hacia delante.

– ¿Qué quieres de mí, Kyla?

– Que me dejes sola -levantó a Aaron del suelo y lo abrazó protectoramente contra el pecho. Luego fue echando pestes hacia la puerta trasera-. Ya has hecho mucho por mí, Trevor. Me has mentido y me has manipulado. Te has casado conmigo por compasión y porque pensabas que era la única mujer que te aceptaría en tu estado. Pero aún puede hacer algo más, señor Rule: puede salir de mi vida y dejarme en paz.

Quince

– Eres una idiota integral, ¿lo sabías?

Babs había escuchado cautivada la historia que Kyla le había contado de un tirón. Ésta había llegado a casa de su amiga hacía una hora. Decir que estaba disgustada era poco. Entre las dos habían dado de cenar a Aaron un sandwich de queso para cenar, lo habían bañado, vestido con una camiseta de Babs y le habían puesto un pañal que tenía siempre listo para las visitas. Luego le habían vendido la historia de lo divertido que sería dormir en la cama de la tía Babs y lo habían acostado.

Babs estaba sentada en el suelo del saloncito de su apartamento con las piernas cruzadas. Kyla ocupaba uno de los extremos del sofá. Había dos vasos de vino blanco encima de la mesa de centro.

Kyla esperaba que a Babs el comportamiento de Trevor le pareciera tan infame y ultrajante como a ella, y que, si era necesario, estuviera dispuesta a tomar las armas para expulsarlo de la ciudad, como en el antiguo Oeste.

– ¿«Idiota»? -repitió, pensando que había oído mal.

– Idiota, tonta, una… Dejémoslo -dijo Babs, irritada, y se puso de pie-. Me voy a la cama.

– Espera un momento -exclamó Kyla-. ¿Has oído bien lo que te he dicho?

– Palabra por palabra.

– ¿Y no se te ocurre decir otra cosa?

– Es todo lo que tengo que decir. Si esperas que me quede aquí contigo dándole vueltas a lo canalla que es Trevor Rule, siento decepcionarte.

– ¡Pero si es un canalla! ¿No acabo de contarte que…?

– Sí, sí, me lo has contado todo. Lo de que se despertó en el hospital militar, medio ciego y medio paralítico, sin saber si iba a vivir o a morir, mucho menos si volvería a mover los brazos, a andar, a hacer el amor ni otras cosas que un hombre normal tiene el privilegio de hacer. Se despertó y averiguó que sus amigos habían pasado a mejor vida por obra de una pandilla de fanáticos pero que, milagrosamente, él se había salvado. Para alguien tan insensible como Trevor no creo que lo afectara demasiado.