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Quizá a mí me ocurriese lo mismo. Pero, mientras tanto, podía permitirme estar orgullosa de mí misma. Me había portado bien la noche anterior, nada destacable, pero bien. Había salido airosa.

Pasé por la tediosa ceremonia de secarme la mata de pelo y me enfundé unos viejos vaqueros y un suéter. Bajé las escaleras con mis mocasines y me preparé una buena taza de café. Había sacado la mesa de cocina y las sillas al patio la semana anterior, cuando decidí que la primavera había llegado del todo, así que, después de recoger los periódicos de la entrada, salí con mi taza al patio. Podía sentirme sola allí, a pesar de que los Crandall, por un lado, y Robin Crusoe, por el otro, podían ver mi patio desde la primera planta de sus respectivas casas. El dormitorio trasero era pequeño y sabía que todo el mundo lo empleaba como cuarto de invitados, así que había muchas probabilidades de que nadie me estuviese mirando.

Sally no había conseguido colar la historia en el periódico local. Seguro que ya había entrado en imprenta antes siquiera de que comenzase la reunión. Pero el reportero local contratado por el periódico de la ciudad había tenido más suerte. «Mujer de Lawrenceton, asesinada», rezaba el soso titular de la sección local y estatal. El artículo iba acompañado por una fotografía de Mamie. Me sorprendió la diligencia del reportero. Ojeé el artículo rápidamente. Era necesariamente corto y no relataba nada que yo no supiese, salvo que la policía no había encontrado el bolso de Mamie. Eso me hizo fruncir el ceño. Algo parecía no encajar. Algo delataba que ese asesinato no se parecía en nada a otro cualquiera. Me preguntaba si la policía había censurado alguna información. Pero la noticia no tardaría en invadir todo Lawrenceton, de eso estaba segura. A pesar de haberse convertido en una ciudad dormitorio de Atlanta, Lawrenceton no dejaba de ser un pueblecito. Se mencionaba mi nombre: «La señorita Teagarden, nerviosa por la continuada ausencia de la señora Wright, registró el edificio y encontró su cadáver en la cocina». Me estremecí. Sonaba tan sencillo sobre el papel.

El teléfono se puso a sonar. Sería mi madre, por supuesto, pensé, y volví a la cocina. Cogí el auricular mientras me servía otro café.

– ¿Te encuentras bien? -me preguntó inmediatamente-. John Queensland se pasó por aquí anoche, cuando la policía lo dejó marchar, y me lo ha contado todo.

John se estaba esforzando mucho para que mi madre le cogiese cariño. Bueno, llevaba mucho tiempo sola (aunque no siempre fue así).

– Me encuentro muy bien -dije cautelosamente.

– Fue horrible, ¿verdad?

– Sí -respondí, y era verdad. Había sido horrible, pero emocionante, y cuantas más horas me separaban del acontecimiento, más emocionante y soportable se hacía. No quería perder el espanto; eso era lo que me mantenía en las lindes de lo civilizado.

– Lo siento -dijo ella, desesperada. Ninguna de las dos supo qué más decir a continuación-. Me ha llamado tu padre -soltó de la nada-. ¿Has tenido el teléfono desconectado?

– Sí.

– También estaba preocupado. Por ti. Dijo que cuidarías de Phillip la semana que viene, ¿no? Se preguntaba si podrías hacerlo; que si no te sentías con ganas que le llamases y él cambiaría los planes. -Mi madre hacía todo lo que podía para no llamar a su exmarido «bastardo egoísta» por sacar un tema como ese en un momento así.

Tenía un hermanastro, Phillip, de seis años, un muchacho asustadizo y maravilloso que podía soportar durante fines de semana enteros sin que me estallaran los nervios. Se me había olvidado por completo que mi padre y su segunda mujer, Betty Jo (todo un cambio con respecto a Aida Teagarden), iban a asistir a una convención en Chattanooga durante unos días.

– No pasa nada, le llamaré más tarde -dije.

– Bien. ¿Me llamarás si necesitas algo? Puedo llevarte algo de comer, o puedes venir a mi casa.

– No, estoy bien. -Un poco exagerado, pero bastante aproximado a la realidad. De repente sentí la necesidad de decirle algo de verdad, algo imborrable, a mi madre. Pero lo único que se me ocurría era algo que no podía soportar verbalizar. Deseaba decirle que me sentía más viva que en años; que por fin me había ocurrido algo que me trascendía. Ahora, en vez de leer acerca de un viejo asesinato, de conocer la pasión, la desesperación y la maldad en una página impresa, sabía que esas cosas anidaban en personas que me rodeaban. Y le repetí-: En serio, estoy bien. Y la policía vendrá a casa esta mañana, será mejor que me prepare.

– Está bien, Aurora. Pero llámame si sientes miedo por algo. Y ya sabes que puedes quedarte en casa.

Sentí un repentino aluvión de energía nerviosa nada más colgar. Miré a mi alrededor y decidí darle buen uso recogiendo. Primero fue la salita-comedor-cocina junto al patio y luego el salón formal que apenas utilizaba. Comprobé el pequeño cuarto de baño del piso inferior para asegurarme de que estaba surtido de papel higiénico y corrí escaleras arriba para hacer la cama. El cuarto de invitados estaba impoluto, como siempre. Reuní la ropa sucia y troté escaleras abajo con el montón, arrojándolo sin más ceremonias por las escaleras del sótano junto a la lavadora. Lawrenceton está lo bastante elevada como para poder permitirnos unos sótanos decentes.

Cuando miré el reloj y vi que me quedaba un cuarto de hora hasta la supuesta llegada de Arthur Smith, comprobé que quedaba suficiente café y volví arriba para ponerme un poco de maquillaje. Fue sencillo, ya que no suelo ponerme demasiado, y apenas tuve que mirarme al espejo para aplicármelo. Lo hice por la inercia de la costumbre, y no parecía más interesante o experimentada que el día anterior. Mi cara aún estaba pálida y redonda, la nariz corta y recta, adecuada para sostener mis gafas, los ojos ampliados tras las lentes, redondos y marrones. Mi pelo suelto revoloteó por toda mi cabeza en una ondulada masa marrón que me llegaba a media espalda. Y, por una vez, así la dejé. Se me interpondría y se me pegaría a las comisuras de los labios o se me enredaría en las patillas de las gafas, pero ¡qué demonios! Entonces oí el timbre doble de la entrada delantera y volé escaleras abajo.

La gente siempre llamaba a la puerta trasera, pero Arthur había aparcado en la calle en vez de en la zona reservada detrás de los apartamentos. Vestido con un traje nuevo, afeitado y con el pelo claro aún húmedo de la ducha, presentaba un aspecto cansado.

– ¿Te encuentras bien esta mañana? -preguntó.

– Mucho mejor. Adelante.

Miró a su alrededor, sin disimulo, cuando atravesó el salón sin perderse un solo detalle. Se detuvo un momento en la salita donde suelo hacer vida.

– Es bonito -dijo, impresionado. La soleada estancia con la gran ventana dominando el patio con sus rosales era muy atractiva. Las paredes de ladrillo visto y los libros suelen dar esa impresión de habitación intelectual, pensé mientras le indicaba que tomase asiento en el sofá de dos plazas marrón y le preguntaba si quería un café.

– Sí, solo -aceptó fervientemente-. No he dormido en casi toda la noche.

Al inclinarme para posar la taza sobre la mesa baja que tenía ante sí, me di cuenta, no sin cierto bochorno, de que no estaba mirándola.

Me senté frente a él, en mi sillón favorito, lo suficientemente bajo para que los pies toquen el suelo, lo bastante ancho como para hacerme un ovillo dentro, con una mesita al lado lo suficientemente grande como para albergar un libro o una taza de café.

Arthur sorbió de la suya, me echó otra mirada y me dijo que estaba muy bueno, antes de ir al grano.

– Tenías razón. Movieron el cadáver después de asesinarla para que apareciera en esa postura cuando la encontraste -explicó sin rodeos-. La mataron en la cocina. A Jack Burns le está costando asimilar la teoría de que la mataron para imitar el asesinato Wallace, pero voy a intentar convencerlo. Sin embargo, él está al mando y yo le estoy asesorando solo porque conozco a todos los implicados, pero la verdad es que mi especialidad son los allanamientos con robo.