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La vida de Borges parece toda ella resumida en su escritura, en una bibliografía: su nacimiento en Buenos Aires, sus estudios en Europa, el culto de las memorias patrióticas y militares argentinas, su breve compromiso vanguardista pronto abandonado en favor de un escéptico clasicismo, la redacción de sus obras maestras dedicadas a los laberintos de la existencia, a las paradojas metafísicas, a la repetición circular del acaecer, a la épica de los suburbios bonaerenses. Pero su muerte nos impresiona, más que como un luto por la literatura, como la muerte de ese Cada Uno de las representaciones sagradas medievales. Nos lleva a pensar, como no ocurre con otros escritores, en nuestra vida, en nuestro amor y nuestra muerte.

Su desaparición no induce a escribir necrologías edificantes ni a atribuirle todas las virtudes. Tenía sus miopes y estrechas durezas de reaccionario, sus cerrazones, pecados y miserias de las que responder a sus dioses. Pero todo eso le hace ser hermano nuestro, espejo de nuestro destino. Hace algunos años, en Venecia, se sentía embarazado cuando le daban las gracias por lo que había escrito; sabía que no podía vanagloriarse de sus palabras y que la grandeza de su obra, misteriosa y tal vez casualmente conseguida por el otro, por el actor, formaba ya parte del mundo y no le pertenecía a él más que a mí o a cualquier otro. En sus últimos años, la gran libertad de la vejez le llevaba a disfrutar incluso con las chucherías de la vida, a haraganear por premios y congresos literarios incluso de escaso interés, regocijándose con los huecos de tiempo que le quedaban y persiguiendo esa cosa infinita e irrecuperable que todo hombre, como él había escrito, sabe que ha recibido y perdido.

1986

PARODIA Y NOSTALGIA

La parodia de Los novios, escrita por Piero Chiara y publicada póstumamente, ha provocado un pequeño alboroto en la sociedad literaria, ávida como Yago de todo aquello que pueda sembrar cizaña y hacer que se hable de ella. Se asocia a la parodia una idea de irreverencia o bien – como se suele decir con términos que suscitan una reverente fascinación – de algo transgresivo o desacralizador. Muy a menudo la desacralización es un conformismo enmascarado, porque se dirige no ya a valores dominantes y temidos cuyo rechazo comporta un alto precio que pagar, sino a valores que, por lo menos en la sociedad cultural en la que vive el autor y de la que deriva su sustento y su éxito, ya han sido socavados y constituyen objeto de escarnio.

Dejando a un lado el respeto debido a la gracia de Chiara, presentar a la Lucía manzoniana como una potencial y sustancial pelandusca es algo muy fácil, es una ocurrencia que cuenta de antemano con la certeza de que será aprobada por la sociedad cultural, es exactamente aquello que se espera. Un escritor auténticamente libertario – y rebelde a los ídolos del mundo hasta su propia autodestrucción – como fue Joseph Roth proclamó en distintas ocasiones la difícil y creativa originalidad inherente a la fidelidad a una ley vivida y hecha propia con todo el ser de una persona y el desprecio por el espíritu gregario, tan a menudo inherente a la transgresión realizada sin querer pagar las consecuencias y además dándoselas de mártir cuando provoca alguna crítica, como quien tira la basura a la calle y se indigna, sintiéndose perseguido y por lo tanto gratificado, si un guardia urbano le impone una multa.

Pero la parodia, contrariamente a lo que a menudo se quiere creer, tiene muy poco que ver con la desacralización o la irreverencia; es una forma de homenaje, no de ofensa. Cualquier libro que se convierta en un punto de referencia está fatalmente destinado a ser un objeto de parodia; hasta mi Danubio ha tenido cinco o seis, en distintos países y con distintos tonos.

No en vano los verdaderos objetos de parodia, los únicos que verdaderamente se la merecen, son los clásicos. Al compararse con ellos es cuando la parodia revela su verdadero carácter, el homenaje y el amor que se les tributa. Parodia significa canto al lado, canto que acompaña a otro, más grande, al centro de las cosas de la vida, que le responde, se hace eco de él, lo imita. Ese contrapunto lateral sabe que es menor, auxiliar respecto al canto firme que da el tono; quien hace una parodia sabe que no tiene la voz alta y fuerte para cantar como el autor de la obra de la que echa mano y modula en sordina, con alguna que otra variación y tal vez algún que otro gallo. La auténtica parodia no se burla del texto parodiado, de su grandeza inalcanzable, sino de sí misma, de su propia inferioridad y lejanía respecto al modelo, de su propia incapacidad – o de la incapacidad de toda su época – de elevarse por encima del canto alto y fuerte del poeta clásico.

La parodia de los clásicos quiere decir que ya no somos y ya no podemos ser clásicos, tener su grandeza, y que podemos hacer sentir la fuerza y la perfección de su canto a través del pobre eco de nuestra voz, que expresa nuestra pequeñez y nuestra nostalgia. Parodia es sobre todo nostalgia de algo perdido e inalcanzable, de algo que no podemos alcanzar y expresar directamente, sino que sólo podemos aludir y evocar indirectamente. La irrisión de la parodia es autoirrisión, confesión de la propia inadecuación respecto al gran texto que se intenta remedar y conciencia de que sólo de esa forma, subrayando con autoironía su distancia respecto a él, se puede hacer sentir su irrepetible grandeza.

En muchos de sus libros Thomas Mann hace una parodia de alguna obra maestra, pero también de los lenguajes, formas, estilos y sentimientos conectados con los hilos esenciales de la humanidad y la vida que, en caso contrario, permanecerían inaccesibles lo mismo para él que para cualquier otro escritor contemporáneo, o bien serían objeto de falsificación y falseamiento por parte de una pseudoliteratura que produce, como rosquillas, tranquilizadoras y torpes imitaciones del clasicismo para hacerse ilusiones e ilusionar con la idea de que la autenticidad y la poesía están al alcance de la mano.

En la parodia con la que Mann se acerca a la grandeza del arte y de la misma vida hay una conmoción y una reverencia que permiten volver a dar sentido a esa grandeza. El Ulises de Joyce es la parodia de Homero y da la posibilidad de comprender y sentir la perennidad y la intensidad de Homero; el Quijote expresa la poesía de la caballería a través de la representación de la imposibilidad de volverla a repetir sin degradarla. La parodia no destruye, sino que conserva y salva el texto – y el mundo – original que en ella resuena y se presenta modificado de forma burlesca. Italia, que no ha tenido un sistema feudal comparable al francés, carece prácticamente de la épica de las canciones de gesta y los soñadores encantamientos de la "materia de Bretaña", pero ha expresado y salvado ese mundo, desde el principio, por medio de la parodia. En los poemas de Boiardo y de Ariosto – en esas aventuras leves como el viento y acompañadas por la sonrisa de quien sabe que está lejos de la extraordinaria bondad de los caballeros antiguos y sólo puede volverla a narrar con una apasionada ironía – es donde vive todo el encanto del mundo caballeresco.

También Rabelais, en Gargantúa y Pantagruel, crea una épica deformando grotescamente el epos; e incluso el furor de Gadda, que se expresa en la deformación paródica, constituye una obra de salvamento de una narración de la vida que de otra forma sería imposible. Dietrich Bonhoeffer, el gran teólogo protestante muerto en un campo de exterminio hitleriano, habla del contrapunto que, en la polifonía de la existencia, las voces humanas hacen al canto de Dios, en una confirmación y enriquecimiento recíprocos. Toda expresión, en el fondo, es una parodia respecto a la vida que intenta expresar.