Выбрать главу

Y ahora estaba dormida para siempre. Robert sintió que lo inundaba una oleada de pánico cuando se dio cuenta de que no había pedido que le dejaran verla, pero supuso que tendría la oportunidad de hacerlo más tarde. No había podido pensar en nada más que en la abrumadora pérdida que acababa de sufrir. Era como si en esos momentos sintiera que si rebobinaba la película en su cabeza las veces suficientes, podría hacer que acabara de forma diferente a como lo había hecho. Como si al mirarla de nuevo, pudiera ver que ella estaba más que cansada y fuera capaz de salvarla. Pero la tortura que había ideado no tenía sentido, todos lo sabían.

Tomó solo dos sorbos de café y ni tocó las tostadas que Diana les había preparado. No podía pensar en comer nada en absoluto; lo único que quería era ver a Anne y estrecharla entre sus brazos.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Amanda, sonándose con uno de los pañuelos de papel de la caja que Diana había dejado discretamente encima de la mesa.

Amanda tenía veinticinco años y nunca había experimentado ninguna pérdida como esta ni, en realidad, ninguna otra. La muerte le era totalmente desconocida. Sus abuelos habían muerto cuando era demasiado pequeña para recordarlo. Ni siquiera había perdido una mascota en toda su vida. Se trataba de una pérdida muy grande para empezar.

– Puedo encargarme de una parte por vosotros -dijo Eric amablemente-. Llamaré a Frank Campbell esta mañana.

Era una funeraria prestigiosa que, desde hacía muchos años, se cuidaba de los neoyorquinos, algunos tan famosos como Judy Garland.

– ¿Tienes alguna idea de qué quieres hacer, Robert? ¿Quieres que la incineren? -preguntó Eric.

La pregunta hizo que Robert se desmoronara en un instante. No quería que la incineraran, la quería viva de nuevo, en el salón de los Morrison, preguntándoles por qué estaban siendo tan tontos. Pero esto no era tonto. Era insoportable, impensable, intolerable, para su esposo, para sus hijos. En realidad, ellos lo estaban llevando mejor que él.

– ¿Puedo hacer algo para ayudar, papá? -ofreció Jeff suavemente y su hermano menor, Mike, trató de ponerse a la altura de las circunstancias.

Ambos habían llamado a sus esposas y les habían dado la noticia. Unos minutos después, Diana salió discretamente para llamar a Pascale y John, que quedaron anonadados cuando les dijo que Anne había muerto aquella mañana. Al principio, no podían entenderlo.

– ¿Anne? Pero si estaba perfectamente anoche -insistía Pascale, igual que habían hecho todos-. No puedo creerlo… ¿Qué ha pasado?

Diana le contó lo que sabía y Pascale, llorando, fue a decírselo a John, que estaba leyendo el periódico. Media hora más tarde, también ellos llegaban a casa de los Morrison y era más de la una cuando Robert fue finalmente a su casa a vestirse. Cuando vio las luces encendidas y, en el suelo del cuarto de baño, las toallas que había puesto allí para taparla y abrigarla, rompió a sollozar, angustiado, de nuevo, y cuando se dejó caer en la cama, olió su perfume en la almohada. Era más de lo que podía soportar.

Por la tarde, Eric fue a Campbell con él y le ayudó a cumplir con el insoportable martirio que se le imponía, tomando decisiones, encargando flores, eligiendo un ataúd. Escogió uno magnífico, de caoba con el interior de terciopelo blanco. Todo aquello era una pesadilla. Le dijeron que podría ver a su esposa más tarde cuando llegara del hospital. Y cuando la vio, con Diana de pie a un lado, se derrumbó por completo. Estrechó la forma inerte de Anne entre sus brazos, mientras Diana los miraba, llorando en silencio. Aquella noche, fue a casa de Jeff a cenar con sus hijos. Jeff y su esposa insistieron en que pasara la noche con ellos y él se sintió aliviado de hacerlo. Mandy se quedó con Mike y su esposa Susan en su piso. Ninguno de ellos quería estar solo y daban gracias por tenerse unos a otros.

Los Donnally y los Morrison cenaron juntos, todavía incapaces de comprender qué había pasado. Solo la noche antes Anne había estado con ellos y, ahora, estaba muerta y Robert, desquiciado.

– Detesto tocar un tema tan poco diplomático en estas circunstancias, pero estaba pensando qué vamos a hacer con la casa de Saint-Tropez -dijo Diana con cautela, mientras contemplaban tristemente sus platos, con la comida china que habían comprado lista para comer y que apenas habían tocado.

Nadie tenía hambre y en casa de Jeff, Robert estaba, literalmente, dejándose morir de hambre. No había tocado comida alguna desde la noche antes y no quería hacerlo.

– Como estás siendo poco diplomática -dijo John con un aspecto tan deprimido como los demás-, yo también lo seré. La casa es demasiado cara dividida entre dos y no tres parejas. Tendremos que dejarla -dijo tajante.

Pascale miró incómoda a su marido.

– No creo que podamos hacerlo -dijo en un susurro.

– ¿Por qué no? Ni siquiera les hemos dicho que nos la quedábamos.

Habían acordado enviar un fax desde el despacho de Anne el lunes.

– Sí que se lo hemos dicho -dijo Pascale, con aire contrito.

– ¿Qué significa eso? -preguntó John, mirándola sin entender.

– Es una casa tan estupenda y yo tenía miedo de que alguien se la quedara, así que le pedí a mi madre que pagara el depósito en cuanto el agente me llamó. Estaba segura de que a todos nos encantaría.

– Espléndido -dijo John con los dientes apretados-. Tu madre no ha pagado ni un tubo de dentífrico durante años, sin hacer que se lo enviaras o lo pagaras, y ¿de repente hace un depósito para una casa? ¿Antes incluso de que estuviéramos de acuerdo? -Miró a Pascale severamente, incapaz de creer lo que acababa de oír.

– Le dije que le devolveríamos el dinero -dijo Pascale, en voz baja, mirando a su marido con aire de disculpa.

Pero la casa había resultado ser tan buena, en todo, como el agente había prometido y a todos les habían encantado las fotografías, o sea que no se había equivocado.

– Dile que pida que le devuelvan el dinero -dijo John con firmeza.

– No puedo. No es reembolsable; lo explicaron antes de que le dijera que pagara.

– Oh, por todos los santos, Pascale, ¿por qué diablos hiciste una cosa así? -John estaba furioso con ella, pero era evidente que estaba mucho más trastornado por la muerte de Anne y no sabía cómo expresarlo-. Bien, pues ya puedes pagarlo tú misma, con tu propio dinero. Nadie va a querer ir allí ahora y seguro que Robert no irá sin Anne. Se acabó. Olvídate de la casa.

– Quizá no -dijo Diana sosegadamente-. Faltan seis meses y medio hasta entonces. Puede que Robert se sienta mucho mejor para entonces y quizá le siente bien alejarse de aquí, ir a algún sitio donde nunca haya estado, con todos nosotros alrededor para hacerle compañía y consolarlo. Creo que tendríamos que hacerlo.

Eric la miró pensativamente y asintió.

– Creo que tienes razón -dijo apoyándola.

John no estuvo de acuerdo.

– ¿Y si no quiere ir? Entonces estamos atrapados; dos partes resultan muy caras. Yo no voy. Y no voy a pagar -dijo con una mirada encolerizada.

– Entonces lo haré yo -dijo Pascale, mirándolo furiosa-. Eres tan mezquino, John Donnally, que estás utilizando esto como excusa para no gastar dinero. Yo pagaré nuestra parte y tú puedes quedarte en casa, o ir a ver a tu madre a Boston.

– ¿Desde cuándo eres tan espléndida? -dijo en un tono que la disgustó profundamente.

Sin embargo, al igual que los demás, lo que la afligía era lo que había pasado con Anne, no las palabras de su marido.

– Creo que es necesario que estemos juntos y Robert nos necesitará más que nunca -insistió Pascale.

Los Morrison estuvieron de acuerdo con ella y trataron de convencer a John, pero era demasiado obstinado.

– Yo no voy a ir -insistió.

– Pues no vayas. Iremos nosotros cuatro -dijo Pascale con calma, sonriendo con tristeza a Eric y Diana-. Te enviaremos postales desde la Riviera.