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– ¿Qué tal la abuela? -pregunta Alfred.

Entonces le echo un vistazo a nuestra abuela, la madre de mi madre, Teodora Angelini, a la que han encajado en la mesa de la «demencia» para que pudiera sentarse con sus primos y su última hermana viva, mi tía abuela Feen. Mientras sus iguales se dedican a sus platos, seleccionando las nueces que coronan la ensalada, ella se sienta recta, en una postura militar. Mi abuela es esa solitaria rosa roja en un jardín de zarzas grises.

Con su brillante pintalabios rojo, un traje veraniego de dos piezas, confeccionado en lino rojo, el cabello blanco cubierto por un sombrero y grandes gafas octogonales de carey negro con motas pardas, parece una amable dama del Upper East que no ha trabajado un solo día de su vida. Pero la verdad es que lo único que tiene en común con esa sociedad de matronas es el traje sastre. La abuela es una mujer trabajadora que posee su propio negocio. Hemos fabricado zapatos tradicionales de boda en Greenwich Village desde 1903.

– La abuela está estupenda -respondo a Alfred.

– Apenas puede andar -comenta él.

– Necesita prótesis en las rodillas -le digo.

– Necesita más que eso.

– Alfred, excepto por las rodillas, está en excelentes condiciones.

– Contigo todo es siempre de color de rosa -suspira Alfred-. Estás en la negación. La abuela tiene casi ochenta años y está en declive.

– Eso es ridículo. Yo vivo con ella. Me da cien vueltas.

– Eso no es difícil.

Y allá vamos, éste es el primer golpe. No quiero pelear en la boda de mi hermana, así que lo dejo estar, pero él no.

– La abuela no andará por ahí siempre. Debería jubilarse y disfrutar de los niños. Hay un bonito lugar para ancianos en las afueras.

– Ella ama la ciudad, se moriría en los suburbios.

– Soy la única persona en esta familia que puede enfrentarse a la verdad. Ella necesita jubilarse. Deseo comprarle un apartamento.

– Qué generoso.

– No estoy pensando en mí.

– Sería la primera vez, Alfred.

La ley de la jungla entre los hermanos empieza a causar efecto. El tono de Alfred, su mirada, y el hecho de que hemos dejado de bailar envía una alarma silenciosa a mis hermanas. Tess, que presiente una riña, ha llegado al borde de la pista de baile e intercambia una mirada conmigo, me dispara un vistazo que significa «¿me necesitas?».

– Gracias por el baile. -Me giro para darle la espalda a Alfred y me encamino a la mesa de los «amigos», ahora vacía porque todos los mayores de sesenta han salido en estampida a la pista de baile gracias a la intemporal versión de "After Lovin".

Me abro camino en medio del gentío y paso junto a mis padres. «Es nuestra canción», grazna mi madre mientras levanta el brazo de mi padre como haría con una cinta en las fiestas del primero de mayo. Ambos tiran uno del otro hasta que mamá planta su mejilla en la de papá. Parecen dos siameses unidos por la línea del colorete. Engelbert Humperdinck solía ser el cantante favorito de mi madre hasta que Andrea Bocelli le provocó la primera catarsis emocional de su vida. Escucha a Bocelli en el automóvil, mientras conduce por Queens y llora. A través de sus lágrimas dice: «No necesito terapia porque Andrea hace fluir mis penas».

Me siento a la mesa vacía de los «amigos», levanto el tenedor y ataco mi ensalada. He perdido el apetito; dejo el tenedor e inspecciono la abarrotada pista de baile que, cuando entrecierro los ojos, parece una obra puntillista de lentejuelas, cuentas de azabache y cristales de Swarovski sobre un lienzo de lame.

– ¿Qué te ha dicho Alfred? -pregunta Tess, mientras se desliza en la silla vecina. Tess, mi hermana mayor por un año y medio, es una castaña pechugona y sin caderas. El traje de dama de honor le confiere la forma de una copa de champagne. A pesar de su físico explosivo, es la más sesuda de las tres hermanas, quizá porque ayudaba a Alfred con las tarjetas mnemotécnicas cuando ella tenía cuatro años de edad. El rostro de Tess tiene forma de corazón, como el de mamá, y posee la segunda mejor nariz de la familia. Su cabello negro ondulado hace juego con sus pestañas, tan tupidas que nunca ha tenido que usar rímel.

– Sugirió que yo era una perdedora. -Tiro hacia arriba del escote de mi vestido, con fuerza, como si tirara de una bolsa de basura Hefty repleta para sacarla del cubo.

– A mí me dijo que era una mala madre, porque no pongo límites a Charisma y a Chiara.

Echo un vistazo a la mesa veneciana donde Charisma, de siete años, hace un hoyo con el dedo en un cannoli y se lo pasa a Chiara, de cinco, que sopla y expulsa el relleno. Tess pone los ojos en blanco.

– Es una fiesta, dejemos que se diviertan un poco -dice Tess.

– Alfred quiere que la abuela se jubile.

– Está haciendo campaña. -Tess revisa el color de sus labios en el reflejo del cuchillo de la mantequilla-. Ya sabes, estas residencias de ancianos pueden ser agradables de verdad.

– ¡No me digas que estás de acuerdo con él!

– ¡Eh! Estoy de tu parte -dice Tess con amabilidad.

– Cada vez que Alfred saca el tema, es como si me apuñalara.

– Eso es porque te preocupas por la abuela. -Tess introduce el cuchillo en una rosa de mantequilla, después la extiende en lo que queda del panecillo de Bob Silverstein-. Y la compañía de zapatos es tu medio de vida.

Mi hermana parece aburrida, lo cual me indica que ella ha tenido la misma discusión con Alfred y no ha llegado a ningún lado. No quiero arruinar la fiesta, así que cambio de tema.

– ¿Qué tal tu mesa?

– ¿Por qué mamá nos ha dispersado como pacificadores de la ONU? ¿No entiende que nos gustamos de verdad y queremos sentarnos juntas? De acuerdo con poner a Alfred y a Clic-clac en la mesa de los «pedantes», pero…

– Llámala Pamela. ¿Quieres una guerra de parientes políticos?

Miro alrededor para asegurarme de que no estén cerca. Alfred lleva trece años casado con Pamela. Ella mide 1,48 y usa tacones de aguja de doce centímetros, incluso en la playa, y se rumorea que también cuando da a luz. La llamamos Clic-clac porque sus tacones hacen este sonido cuando camina rápido, con pasitos cortos.

– La pequeña herencia de la tierra. Nada es más atractivo para un hombre que una mujer que cabe en su billetera.

– Me gustaría ser alta como tú -dice Tess para consolarme-. Por lo menos tienes buen gusto, no como Pam. Sea como sea, ellos son el uno para el otro. Alfred es apático y está claro que Clic no tiene sangre en las venas. Esta cuchara -Tess la esgrime- tiene más personalidad.

Tess mira hacia Charisma y Chiara, que toman las aceitunas negras de los entremeses y las ponen sobre sus ojos. Las niñas se ríen mientras las aceitunas ruedan por sus caras y caen al suelo. Tess les indica con la mano que paren. Las niñas se van, correteando. Tess agita las manos hacia Charlie, su esposo, para que vigile a las niñas. Él está atrapado en la mesa de los «maleducados», escuchando a los invitados quejarse de sus pésimos lugares junto a la cocina.

– Mira a los hijos de Alfred -dice Tess.