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– Ciao, papà -dijo el chico levantando la mirada de los papeles esparcidos sobre la mesa.

Tenía ante sí un libro de texto, apoyado en la rana de cerámica que Chiara le había regalado en Navidad. Brunetti saludó a su hijo e hizo una inspección ocular de la habitación, perfectamente profesional, según le pareció.

– Te lo he dejado encima de la cama -dijo Raffi, volviendo al trabajo.

– Oh, está bien. Muchas gracias.

Se lo puso para la cena y recibió las felicitaciones de Paola y de Chiara, que se lamentó de que los buenos jerséis siempre fueran de hombre, y que las chicas tuvieran que llevar angora color de rosa y otras chorradas por el estilo. Pero, por otra parte, al parecer, las chicas tenían preferencia cuando de servirse fondos de alcachofa fritos y chuletas de cerdo con polenta se trataba. Paola, sin la menor aprensión por el hecho de que acabaran de traerlo, había abierto el sangiovese, y a Brunetti le pareció un gran acierto.

Como había merendado dos pasteles, Brunetti rechazó la pera asada, con gran sorpresa del resto de los comensales. Nadie le preguntó por su salud, pero vio a Paola muy solícita, porque le dijo si querría tomar grappa en la sala y, quizá, café, mientras los chicos fregaban los cacharros.

Ella se reunió con él un poco después. Traía una bandeja, con dos cafés y dos buenos vasos de grappa, que dejó en la mesita, y se sentó a su lado.

– ¿Por qué te has duchado? -le preguntó.

Él echó azúcar en el café y dijo, mientras lo removía:

– He estado paseando, hacía más frío del que esperaba y he pensado que me vendría bien una ducha, para entrar en calor.

– ¿Y te ha ido bien? -preguntó ella, sorbiendo el café.

– Ajá. -Él terminó el café y levantó la grappa.

Ella dejó la taza, tomó el vasito y se arrellanó en el sofá.

– Buen día para pasear.

– Ajá -fue todo lo que le salió a Brunetti. Luego dijo-: Te lo contaré en otro momento, ¿vale?

Ella se acercó mínimamente, hasta rozarle el hombro y dijo:

– Claro que sí.

– A ti se te dan bien los crucigramas, ¿verdad? -preguntó él.

– Bastante bien.

– Me gustaría que vieras una cosa -dijo él poniéndose en pie.

Sin esperar respuesta, fue al recibidor a buscar las tres hojas de papel que tenía en la chaqueta y volvió a la sala con ellas en la mano.

Las desdobló, se sentó al lado de su mujer y se las dio.

– Las he encontrado en la habitación de un hombre que trabajaba en Murano. Creo que ha sido asesinado.

Ella miró los papeles sosteniéndolos a distancia. Brunetti volvió a levantarse, fue al estudio de su mujer y volvió con sus gafas. Ella se las puso y estudió los papeles más de cerca. Trató de sostenerlos uno al lado del otro, no pudo, se inclinó hacia delante y los extendió encima de la mesa, después de apartar la bandeja hacia un lado, para hacer sitio.

– He pensado que podían ser códigos de cuentas bancarias -apunto Brunetti-, pero no tiene sentido. Ese hombre ni tenía dinero ni creo que le interesara.

Paola volvió a inclinar la cabeza para mirar los papeles.

– ¿También has descartado que puedan ser fechas? -preguntó, y él asintió con un gruñido.

Al cabo de un rato, ella dijo:

– El primer número de la primera hoja es casi el doble del segundo.

– ¿Eso significa algo para ti? -preguntó él.

– No.

Ella meneó la cabeza con un movimiento rápido. No dijo nada de los números de la segunda y tercera hojas.

Así se quedaron, mirando los papeles, concentrados inútilmente, y así los encontró Chiara al pasar camino de su cuarto, para seguir con el latín. Se sentó en el brazo del sofá, al lado de Brunetti.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Un rompecabezas -respondió Brunetti-. No sabemos qué significa.

– ¿Te refieres a las coordenadas? -preguntó Chiara señalando los números anotados en la tercera hoja.

– ¿Coordenadas? -preguntó un asombrado Brunetti.

– Desde luego -dijo ella con indiferencia-. ¿Qué van a ser si no? Mira -dijo, señalando el signo de grados que seguía al primer número-, grados, minutos y segundos. -Se acercó el papel-: Esto es la latitud, que siempre se da primero, y esto, la longitud. -Miró los números otro momento y dijo-: Las segundas coordenadas indican un lugar que está muy cerca del primero, un poco hacia el sudeste. ¿Quieres saber dónde?

– ¿Dónde, qué? -preguntó Brunetti, un poco aturdido todavía.

– Dónde están esos sitios -dijo Chiara golpeando el papel con el índice-. ¿Quieres saber dónde están?

– Sí -dijo Paola.

– Okay -dijo Chiara poniéndose de pie.

Antes de un minuto, estaba de vuelta con el atlas gigante que había pedido en Navidad, el mejor que Brunetti había podido encontrar, publicado en Inglaterra, con más de 500 páginas casi tan grandes como las del Gazzettino.

Chiara dejó caer el libro en la mesa, tapando los papeles, que sacó tirando de las esquinas. Usando las dos manos, abrió el libro por la mitad y fue pasando hojas. De vez en cuando, miraba los números y luego volvía al libro. Con un resoplido de impaciencia, retrocedió a las primeras páginas, recorrió con el índice los números que aparecían en la parte superior de un mapa de Europa y luego lo deslizó por el margen derecho de la página.

A continuación, fue levantando cuidadosamente la esquina superior de las hojas, hasta encontrar el número que buscaba, abrió el libro por allí y los tres se encontraron mirando a la laguna de Venecia.

– Parece que están en Murano -dijo Chiara-, pero para encontrar el sitio exacto necesitas un mapa más detallado, quizá una carta de navegación de la laguna.

Sus padres no decían nada, los dos se habían quedado mirando el mapa. Chiara se puso en pie otra vez.

– Ahora tengo que volver a las guerras de las Galias -dijo, y se fue a su habitación.

CAPITULO 19

– ¿Todas esas cosas las saca de los libros de Patrick O'Brian? -preguntó Brunetti cuando Chiara se fue.

Quería hacer un chiste o, por lo menos, un medio chiste, pero Paola respondió, completamente en serio:

– Probablemente, en el siglo diecinueve utilizaban el mismo sistema para anotar latitud y longitud, pero ella tiene mejores mapas.

– Nunca más diré ni una palabra contra esos libros -prometió Brunetti.

– Pero ¿seguirás sin querer leerlos? -preguntó ella.

Desentendiéndose de la pregunta, Brunetti dijo:

– ¿Aún tenemos aquellas cartas de navegación?

– Deben de estar en la caja -respondió Paola, dejando que Brunetti fuera en busca de la vieja caja de madera en la que la familia guardaba los mapas.

Brunetti volvió a los pocos minutos, dio a su mujer la mitad del contenido de la caja y él repasó el resto. Al poco rato, Paola dijo levantando uno de los mapas:

– Aquí está el grande de la laguna.

Era un recuerdo del verano que habían pasado explorando la laguna en un viejo bote que les prestó un amigo. Debía de hacer más de veinte años, porque aún no habían nacido los chicos. Él recordaba la noche en que, al bajar la marea, se quedaron varados en un canal bajo las estrellas.

– Qué de mosquitos había -dijo Paola, que también recordaba aquella noche, y lo que hicieron después de untarse mutuamente de repelente.

Brunetti dejó caer al suelo sus mapas y extendió el de ella en la mesa. Sin que él se lo pidiera, Paola le leyó la coordenada de la latitud de la primera anotación y él recorrió el margen del mapa con el dedo, deteniéndose al llegar al valor indicado. Empujó la mesa con las rodillas, para acabar de extender el mapa. Ella leyó la longitud y él deslizó el dedo por la parte superior hasta encontrar el número. Bajó el índice izquierdo por las líneas verticales y con el derecho trazó una horizontal buscando la intersección. Repitieron la operación con la segunda anotación y fueron a parar a un punto que parecía estar a pocos metros del primero.