– Todos, en Sacca Serenella -dijo él.
– No pareces sorprendido.
– No lo estoy.
– ¿Por qué?
Brunetti tardó casi media hora en explicarle lo ocurrido, incluidos el registro de la habitación del muerto, habitación que no estaba lejos del punto de intersección de las líneas, y la dolorosa visita a la viuda y a su madre, pero sin dar detalles de las circunstancias de la muerte de Tassini.
Cuando acabó de hablar, Paola fue a la cocina y volvió con la botella de grappa. Se la entregó a Brunetti y se sentó a su lado, luego dobló el mapa y lo dejó caer al suelo con los otros. Le quitó la botella, sirvió dos pequeños tragos y preguntó:
– ¿De verdad creía que estaba intoxicado y que su hija se había contagiado?
– Yo diría que sí.
– ¿A pesar de los informes médicos?
Brunetti se encogió de hombros, dando a entender la poca importancia que los informes médicos tienen para quien ha decidido no creerlos.
– Él estaba convencido.
– Pero ¿cómo podía haberse contaminado? -preguntó ella-. Si trabajara en Marghera, sería distinto, pero no he oído decir que en Murano haya peligro, me refiero para la gente que trabaja allí.
Brunetti rememoró su conversación con Tassini.
– Él creía que había una conspiración para impedir que le hicieran análisis fiables, a fin de que no hubiera suficientes pruebas genéticas. -Vio su escepticismo y dijo-: Eso pensaba.
– Pero ¿qué es lo que creía ese hombre en concreto? -inquirió Paola.
Brunetti extendió las manos en ademán de resignación:
– No conseguí que me dijera de dónde creía él que venía el mal ni cómo podía haber afectado a la niña. Sólo dijo que De Cal no era el único culpable de lo que ocurría. -Y antes de que ella volviera a preguntar, añadió-: No, no me dijo qué era lo que ocurría.
– ¿Crees que podía estar loco? -preguntó Paola con voz más suave.
– Yo no entiendo de eso -respondió Brunetti, después de reflexionar-. Él creía que había algo de lo que, al parecer, no existían pruebas o, por lo menos, él no las tenía. Yo no diría que eso sea estar loco.
Esperaba que Paola dijera que acababa de describir ni más ni menos que la fe católica, pero, al parecer, esta noche Paola no lanzaba pullas fáciles, y sólo dijo:
– Pero lo creía lo suficiente como para anotar esos números, sea lo que sea lo que significan.
– Sí -admitió Brunetti-. Pero el que anotara unos números no significa que lo que él creía tenga que ser cierto.
– ¿Y los otros números? -preguntó ella recogiendo del suelo las otras dos hojas y poniéndolas en la mesa.
– Ni idea -dijo Brunetti-. He estado toda la tarde mirándolos y no les encuentro sentido.
– ¿No hay pistas? -preguntó ella-. ¿No había nada más en su habitación?
– Nada -dijo Brunetti y entonces recordó los libros-. Sólo unas enfermedades laborales y un Dante.
– No bromees, Guido -cortó ella.
Él se levantó, fue de nuevo a la chaqueta y esta vez volvió con los dos libros.
La reacción de Paola ante Enfermedades laborales fue similar a la de él, aunque ella lo dejó caer al suelo, no a la mesa.
– El Dante -dijo alargando la mano.
Él se lo dio y vio cómo ella lo miraba, lo abría por la portada, leía los datos de publicación, lo abría por la mitad y lo hojeaba hasta el final.
– Su libro del colegio, ¿verdad? -dijo-. ¿Era aficionado a la lectura?
– Vi muchos libros en su casa.
– ¿Qué clase de libros? -Lo mismo que Brunetti, ella pensaba que los libros dicen mucho de la persona.
– No sé. Estaban en una estantería del fondo de la sala, y no me acerqué lo bastante para leer los títulos. -Los había mirado sin fijarse, pero ahora, al recordar la habitación, le parecía volver a ver los lomos con nervios y letras doradas, como los de los poetas clásicos o de las ediciones de los grandes novelistas que Paola tenía en su estudio-. Sí, era amante de la lectura -dijo al fin.
Paola ya estaba absorta en el Dante. Él la observó unos minutos, hasta que ella volvió una página, lo miró con expresión de asombro y preguntó:
– ¿Cómo he podido olvidar que es perfecto?
Brunetti recogió los mapas, los guardó, cerró la caja y la dejó en el suelo.
De pronto, acusó el peso de todos los sucesos del día.
– Me parece que lo mejor que puedo hacer es acostarme -dijo, sin dar más explicaciones.
Ella se limitó a asentir y volvió a sumirse en el Infierno.
Apenas se metió en la cama, Brunetti cayó en un pesado sueño y no oyó acostarse a Paola. No hubiera podido decir si encendió la luz, si hizo ruido, ni si estuvo leyendo. Pero cuando las campanadas de San Marcos resonaron en su ventana a las cinco de la mañana, él abrió los ojos y dijo:
– Leyes.
Encendió la luz y se incorporó sobre un codo para ver si había despertado a Paola. Ella dormía. Brunetti se levantó y salió al pasillo, una de cuyas paredes estaba cubierta de los libros que él consideraba suyos: los historiadores griegos y romanos, y los que les habían sucedido a lo largo de dos mil años. Al otro lado había libros de arte y de viajes y, en el estante de arriba, algunos textos de la universidad y varios tomos de derecho civil y penal.
Los papeles de Tassini seguían en la mesa de la sala, al lado de Enfermedades laborales. Él era licenciado en derecho, había dedicado años a leer y memorizar leyes, ¿cómo no había reconocido la anotación? Si los seis primeros dígitos del primer número se leían como una fecha, resultaba 20 de septiembre de 1973, y los del segundo, 10 de septiembre de 1982. Las tres últimas cifras corresponderían entonces al número de la ley. Él sabía que los tomos de la Gazzetta Ufficiale los tenía en el despacho, pero, no obstante, se puso a buscarlos. Sintió los pies fríos, y volvió a la habitación con los papeles y el libro de Tassini.
Se sentó en la cama, ahuecó la almohada para apoyar la espalda, juró entre dientes, se levantó otra vez y fue a la sala en busca de las gafas. Al volver a la habitación, se puso el jersey nuevo sobre los hombros y se metió otra vez en la cama.
Dejó que los papeles se deslizaran hacia el valle que había entre él y su mujer, que parecía encontrarse en estado comatoso, y abrió las Enfermedades laborales por el índice.
Estuvo leyendo hasta casi las seis y entonces dejó el libro, fue a la cocina, se preparó un caffè latte y volvió a la habitación con la taza. Sentado en la cama, tomaba el café y observaba la luz que iluminaba los cuadros de la pared del fondo.
– Paola -dijo poco después de que dieran las siete. Y luego-: Paola.
Ella debió de responder más al tono que a su nombre, porque dijo, con voz completamente normaclass="underline"
– Si me traes café, te escucho.
Él se levantó por cuarta vez, puso la cafetera grande y llevó dos tazas a la habitación. La encontró sentada en la cama, con las gafas en la punta de la nariz y el libro de Tassini abierto sobre las rodillas.
Brunetti le entregó una taza. Ella la tomó, bebió y dio las gracias con una sonrisa. Dio unas palmadas en el colchón, a su lado, y él se sentó. Bebieron el café. Al cabo de un rato, ella se puso las gafas en la frente.
– No entiendo por qué haces eso, Guido. Pasarte la mitad de la noche leyendo una cosa así. -Con la mano libre, cerró el libro y lo arrojó sobre la cama.