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– Me dijo que tuviera cuidado -respondió Helena riéndose.

·¿Y lo tendrás?

– Siempre me fié de los consejos de Antonio y siempre resultaron ser buenos.

·¿Te dijo que eres lo suficientemente fuerte como para desafiarme o eso lo has descubierto tú sola?

·Lo supe desde el primer momento.

Salvatore la giró hacia él y miró su rostro, iluminado por la luz de la luna. Su cara estaba cubierta de sombras, pero aun así Helena pudo verle los ojos y leer lo que estaban diciendo.

– Porque sabías que tus armas eran mejores -murmuró él-. Y ahora ya estoy dispuesto a admitirlo. Ni siquiera estoy intentando resistirme a ellas porque pueden conmigo.

Helena notó su mano en un lado de su cara y al instante sintió los labios de Salvatore rozar los suyos, alegrándose de que estuviera oscuro porque de pronto todo cambió, el mundo ya era un lugar distinto y nada era lo que había sido.

La boca de Salvatore se movía con delicadeza, lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo y mientras, ella, contenía el aliento, petrificada por lo que estaba sucediendo en su interior. Había imaginado que sucedería, se había creído preparada para enfrentarse a ello, pero nada podría haberla preparado para el modo en que su ser estaba recobrando la vida.

Fue como si no hubiera tenido vida antes, como si el mundo hubiera comenzado en ese preciso momento y fuera maravilloso, lleno de luz y de fuego. Y quería explorarlo más, quería ver qué intensidad alcanzaría el fuego y cómo de cegadora podía llegar a ser esa luz.

Llevó las manos hacia los hombros de Salvatore, tal vez con la intención de apartarlo, aunque lo que hizo en realidad fue aferrarse a él.

Los años de abstinencia le habían enseñado a verse como una mujer fría, cuyo fuego había muerto para siempre.

Hasta ese momento y con ese hombre en particular, el último por el que debería haberse sentido atraída. Eran combatientes, enemigos, pero en sus brazos estaba descubriendo que la enemistad podía resultar excitante.

De modo que lo llevó hacia ella, lo besó en busca de más de ese placer que había surgido de la nada. Y él, al ver su reacción, comenzó a acariciarla, discretamente al principio, y seductoramente después.

Ahora Helena lo deseaba, lo deseaba todo de él. Debía llevarlo a su cama, tenderse desnuda a su lado, ofrecerse a él y sentirlo en su interior.

El instinto le decía que Salvatore podía mostrarle nuevos mundos, llevarla hasta las estrellas y darle la satisfacción que le había sido negada durante tanto tiempo. La mujer que llevaba dentro pedía que la llevara hasta ese lugar, estaba dispuesta a cualquier cosa, a ofrecerle cualquier cosa.

«¡Ofrecerle cualquier cosa!».

Las palabras parecieron gritarle, como demonios riéndose a carcajadas de su inocencia. Con qué facilidad la había arrastrado y ella, que se había enorgullecido de estar preparada, había sucumbido sin protestar. ¡Cuánto tenía que estar disfrutando Salvatore!

Se acabó. El deseo quedó extinguido al instante y convirtió su cuerpo en hielo. Una parte de ella quería gritar, pero la otra parte sabía que así estaba más segura.

Seguridad. Eso era lo que importaba. Lo único que importaba.

Oyó pasos a lo lejos.

– Alguien viene -dijo Salvatore apartándose-. No queremos que nos vean así.

En un momento ya habían llegado a la Plaza de San Marcos, no muy lejos del hotel. Mientras caminaban, ella iba planeando qué decir cuando llegaran allí -y cómo iba a disfrutar borrándole esa sonrisa de la cara.

Entraron en el hotel. Le dejaría acompañarla hasta el ascensor, le estrecharía la mano y se despediría de él con frialdad. Sin embargo, a pocos metros del ascensor, él dijo:

– Buenas noches, signora, y gracias por una noche encantadora.

– ¿Qué has dicho?

·He dicho buenas noches. Creo que los dos sabemos que no es el momento.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Salvatore le respondió en voz baja.

·Quiero decir que cuando esté listo para hacerte el amor, no entraré en tu habitación dejando que todo el mundo me vea.

– ¡Cuando tú…! ¿Cómo te atreves? ¡Cerdo arrogante!te estás engañando a ti mismo si crees que te deseo.

·Yo no me estoy engañando, pero tal vez tú sí. La decisión ya ha sido tomada, es sólo cuestión de tiempo. Eso ha estado claro desde el primer momento.

– No sé…

– No finjas -la interrumpió bruscamente-. Sabes tan bien como yo lo que hay. Decidiste seducirme en el mismo momento en que te convertiste en mi enemiga, como una forma de demostrar tu poder. Y me parece bien porque yo decidí lo mismo y cuando llegue el momento estaremos igualados en poder. Hasta puede que te deje ver lo mucho que te deseo, pero seré yo quien elija cuándo y dónde. ¿Está claro?

– Debes de haber perdido la cabeza -le dijo Helena furiosa.

– No, pero he mirado dentro de la tuya y la encuentro fascinante. No nos apresuremos. Podemos pelear y pelear y complacemos el uno al otro a la vez. Estoy deseándolo.

Bueno, pues yo no.

Entró en el ascensor corriendo e intentó cerrar, pero él se apresuró a entrar con ella y pulsó el botón que cerró las puertas.

– Estás mintiendo, Helena -dijo-. O tal vez te estás engañando Sea lo que sea, disfrutaremos descubriéndolo.

– No, no lo haremos. Y ahora ten la amabilidad de ¡salir de aquí!

Él no se movió, se quedó mirándola fijamente con un dedo sobre el botón.

– Volveremos a vernos pronto -murmuró.

Sin darle tiempo para responder, Salvatore soltó el botón y salió del ascensor. Furiosa, ella subió al tercer piso y una vez en su habitación, cerró de un portazo.

En ese momento podría haberlo matado. Salvatore la había excitado deliberadamente y, cuando casi la había vuelto loca, le había mostrado que era él, y no ella, el que estaba al mando de la situación.

Y el hecho de que ella hubiera intentado hacerle lo mismo a él lo hacía peor, mucho peor. Pero lo más grave era que su excitación había vuelto después de que él la rechazara y estaba atormentándola de nuevo.

Después de quitarse la ropa, se metió en la ducha y abrió el grifo del agua fría.

– ¡No! ¡No va a suceder! ¡No lo permitiré!

No podía permitirlo, pero ya estaba sucediendo y jamás lo perdonaría por ello.

Pero entonces recordó cómo había temblado contra ella. Salvatore también había caído en su propia trampa.La batalla estaba igualada y lo mejor estaba aún por llegar.

– Emilio Ganzi es un buen administrador y encargado -había dicho Antonio-. Ha llevado la fábrica desde hace años y, si no sabe algo, es porque eso es algo que no vale la pena saber.

Helena lo creyó cuando lo vio dirigirse a la lancha motora para ayudarla a bajar. Tendría poco más de sesenta años, el pelo blanco y un rostro jovial.

– Todo está preparado para usted -dijo-. Nos alegramos mucho de que la esposa de Antonio vaya a quedarse con nosotros y haremos todo lo que podamos por ayudarla.

Los empleados se habían reunido para ver a la nueva propietaria. Algunos la reconocieron de su anterior visita.

– No pude resistirme a echar un vistazo ese día dijo-. Me pareció tan fascinante que decidí que no quería venderla. Quise quedarme aquí y ser parte de Larezzo.

Sólo por decir eso, Helena ya les gustó. Y les gustó todavía más cuando descubrieron que hablaba veneciano. Pero lo que de verdad la hizo popular fue el corazón de cristal rojo que llevaba colgado al cuello y el hecho de que Antonio se lo hubiera regalado.

Él era recordado como un hombre- que había disfrutado de una vida desenfrenada: mucha comida, mucha bebida y mucho amor. En otras palabras, un auténtico veneciano. Algunas de las mujeres de mediana edad que había allí suspiraron, con los ojos empañados en lágrimas, al recordarlo.

Entonces una de las más jóvenes señaló a Helena y gritó: