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·Dormirás aquí -le dijo llevándola al dormitorio principal-. Prepararé café y después hablaremos.

· -Lo que tú digas.

·Pero antes, una cosa -le quitó el bolso y sacó su teléfono móvil.

– ¡No! -gritó ella intentando recuperarlo, a pesar de saber que luchar contra él era inútil.

Estaba claro que no lo había engañado ni por un minuto.

– Dámelo.

– ¿Para que lo utilices? No. Te he traído aquí por una razón y vas a quedarte hasta que yo diga lo contrario.

– Debería darte vergüenza estar comportándote como un carcelero. ¡Vete de aquí ahora mismo!

– Por el momento me iré, pero ni se te ocurra escaparte.

·Claro, ya sé por qué no quieres que me vaya a Inglaterra. ¿Cómo te harías con la fábrica entonces?

– ¡Al infierno con la fábrica! Esto se trata de ti, de nosotros. No voy a dejarte marchar hasta que hayamos aclarado unas cosas.

– Eso no me lo creo. Éste es tu modo de jugar sucio. Sabías que una vez estuviera en Inglaterra, podría ganar suficiente dinero para desbancarte y por eso me has hecho prisionera, esperando que me arruine y me vea obligada a vender. Olvídalo. Por mucho que me retengas aquí, al final lo lograré.

Él se acercó y le dijo suavemente:

– Helena, no estoy jugando. Ésta isla es mía, es mi reino. Aquí mi palabra es la ley. Nadie me contradice.

– ¿Crees que yo no lo haré? -dijo desafiándolo.

·Todo lo contrario, creo que eres tan tonta como para intentarlo, pero cuando descubras que nadie puede ayudarte, no serás tan tonta de intentarlo una segunda vez. Adelante, lucha contra mí, a ver adónde te lleva eso. Pero después entra en razón.

– ¿Por entrar en razón quieres decir hacer lo que dices?

·Exacto. Me alegra que lo entiendas. Eso puede ahorrarnos mucho tiempo.

El repentino estruendo de un trueno hizo que apenas pudiera oír esas últimas palabras. Ahora la lluvia caía con fuerza. Salvatore miró hacia arriba y ella aprovechó la oportunidad empujándolo hacia la cama y echando a correr.

Salió de la habitación en un instante y se dirigió a la puerta principal. Estaba de suerte. Salvatore no la había cerrado con llave y pudo abrirla.

Si lograba alejarse lo suficiente podría esconderse y, cuando el tiempo se calmara, incluso podría echarse a nadar. Era una magnífica nadadora y podría mantenerse a flote hasta que pasara algún barco y la recogiera, pero por el momento lo único que tenía que hacer era correr y correr, motivada por la furia y el miedo. No le dejaría ganar, no se lo permitiría.

La lluvia estaba empapándola, estaba convirtiendo la arena en un barrizal y haciéndola, avanzar cada vez más despacio. Podía oírlo tras ella e intentó correr más deprisa, pero estaba al límite de sus fuerzas. No lo lograría, pero debía hacerlo.

Era demasiado tarde. Salvatore la alcanzó, la tiró al suelo y la agarró con fuerza. Nunca había tenido oportunidad de escapar de él. Se rebeló contra él, forcejeó, pero él la sujetaba sin problemas, era demasiado fuerte, de modo que Helena dejó de resistirse y se quedó tumbada, respirando entrecortadamente. Después él se levantó, la agarró por la cintura y comenzó a caminar hacia la casa. Ella intentó liberarse, pero el intento fue en vano.

Ahora estaban en la casa; él había cerrado la puerta con llave y la llevaba al dormitorio. No le dijo nada y había, algo que resultó aterrador en su silencio cuando la tiró sobre la cama y comenzó a desabrocharle los botones.

– No. Esto no puedes hacerlo.

– Sí que puedo. De ahora en adelante lo haremos a mi manera.

Le quitó la chaqueta, la tiró al suelo y con horror Helena se dio cuenta de que pretendía desnudarla a la fuerza. Le golpeó, pero no sirvió de nada. Una a una fue quitándole las prendas hasta dejarla completamente desnuda.

Allí estaba ella, tendida y mirándolo con odio. Los recuerdos de la pasión que habían compartido asaltaron su mente y quiso llorar, angustiada ante el hecho de que algo que parecía amor estuviera acabando de ese modo. Cuando todo pasara, sentiría que no le quedaba nada en el mundo.

Él se quedó allí, de pie por un momento, mirando su desnudez. Después entró en el baño y salió con una gran toalla que le echó por encima.

– Sécate. Y hazlo deprisa antes de que agarres una neumonía. No quiero que mueras por mi culpa.

Y con esas palabras salió del dormitorio.

Capítulo 12

UNA LUZ cegadora penetró en la oscuridad y la despertó. Ella abrió los ojos para ver el sol entrando en el dormitorio y a Salvatore a su lado.

– Te he traído té -le dijo antes de marcharse.

El té, al igual que las horas de sueño, le había sentado bien.

Se miró, llevaba una combinación que había sacado de la maleta que se había llevado y que sólo contenía ropa interior. La noche anterior se había secado a toda?cica, ce había puesto lo primero que había encontrado y se, había metido bajo el edredón. Miró a su alrededor en busca de la ropa que Salvatore le había quitado, pero había desaparecido.

Él abrió la puerta lentamente.

– ¿Quieres más té?

– Lo que quiero es mi ropa.

– Aún está mojada. La he tendido para que se seque. -Necesito algo para ponerme encima -dijo con tono firme.

– Bien -se desabrochó la camisa y se la dio-. Me temo que esto es lo único que tengo ahora.

Le sirvió para cubrirla del todo, pero al sentir su prenda sobre su cuerpo y verlo con el torso desnudo lamentó haber aceptado la camisa.

Salvatore se retiró al instante y volvió con más té y el desayuno.

·¿Huevos cocidos? -preguntó ella.

·Creía que en Inglaterra los comíais. Y no me mires así, con tanta desconfianza.

– ¿Cómo no voy a hacerlo después de lo que has hecho?

·Es cierto, pero no será por mucho más tiempo. Quiero que me escuches y después te devolveré tu teléfono, podrás pedir ayuda, acusarme de secuestro y puede que esta noche ya esté en la cárcel. Lo estarás deseando, pero primero escúchame.

·¡Como si alguien fuera a arrestarte a ti en Venecia! -dijo enfadada.

– ¿Y qué me dices de la gente que te estuviera espe-. rando en el aeropuerto? Cruza los dedos y pronto me verás encerrado.

A Helena le pareció oír un tono de resignación, de derrota en su voz, pero prefirió no pensarlo. No volvería a bajar la guardia ante él. Nunca.

– Estoy deseando verte encerrado.

Él se la quedó mirando y después se marchó sin decir nada.

Se comió todo el desayuno, que estaba delicioso, salió de la cama, fue a darse una ducha y volvió a ponerse la camisa.

Al mirar en su bolso vio que no faltaba nada excepto el teléfono. Allí, guardado en su pequeño estuche, estaba el corazón de cristal que le había regalado Antonio y sintió el impulso de ponérselo. Eso le diría a Salvatore dónde residía su corazón en realidad y la hizo sentirse segura, como si Antonio estuviera protegiéndola, tal y como a menudo le había dicho que haría.

Cuando salió, Salvatore la estaba esperando en la terraza y se sentó a cierta distancia de él.

– ¿A qué estás jugando? -le preguntó ella.

– No es ningún juego. No debería sorprenderte que haya evitado que te marcharas a Inglaterra después de tu descripción gráfica de lo que ibas a hacer allí. Dijiste que…

– Que iba a ganar dinero para vencerte…

– Helena, seamos sinceros. Nuestra lucha no tiene nada que ver con el dinero o el cristal. Estamos predestinados a estar juntos. Empezamos siendo enemigos, pero eso no evitó que te deseara más que a ninguna mujer que haya conocido. No, no digas nada -levantó una mano para indicarle que se callara-. No digas nada sobre esa figura de cristal. Se diseñó mucho antes de que nos conociéramos y, si ha salido ahora, ha sido por un desafortunado accidente. Es sólo que…

Ahí se detuvo, el dolor y la confusión lo dejaron sin palabras. Nunca había sabido cómo describir sus sentimientos o tal vez se debía a que no había tenido ningún sentimiento que mereciera la pena expresar. Pero ahora lo embargaban las emociones y aun así no sabía qué decir.