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«Tonto, idiota. ¡Di algo! ¡Lo que sea!».

¿Por qué no lo ayudaba Helena? Ella siempre sabía elegir y utilizar las palabras de la forma más inteligente.

·¿Es sólo qué? -preguntó ella.

– Nada. De todos modos, no me creerías.

La esperanza que había despertado brevemente dentro de ella volvió a morir.

– Tienes razón, probablemente no te creería. Dejémoslo aquí.

Se levantó para marcharse, pero él la detuvo.

·¿Vas a rendirte sin ni siquiera intentarlo? -le preguntó con dureza.

No estoy segura de que merezca la pena intentarlo. Deja que me vaya.

Pero la agarraba, aterrorizado ante la idea de que pudiera alejarse de él física y emocionalmente.

– He dicho que me sueltes.

Y él lo hizo, la soltó, despacio. Cuando Helena se apartó se oyó un pequeño estrépito y al mirar abajo vieron que su corazón de cristal se había roto en pedazos.

·¡Oh, no! -gritó Helena cayendo de rodillas. -Lo siento -dijo él con desesperación-. Ha sido un accidente, no pretendía…

Ella recogió los pedazos de cristal, se levantó y se apartó de él.

– Mira lo que has hecho -dijo llorando.

– Helena, por favor… Podemos encontrar uno exactamente igual.

En cuanto pronunció esas palabras, Salvatore supo que había cometido un gran error.

– ¿Igual? ¿Cómo te atreves? Nada podría parecerse.

·Sé que era un regalo de Antonio, pero…

·No era un regalo, era el regalo, el primero que me hizo. Lo llevé puesto cuando nos casamos y cuando estaba muriendo en mis brazos, lo tocó y me sonrió. ¿Puedes devolverme eso?

En silencio, él sacudió la cabeza. Había hecho algo terrible y no sabía cómo arreglarlo o si había algún modo de hacerlo. El dolor que estaba sintiendo Helena lo destrozaba por dentro, se sentía tan impotente que pensó que iba a volverse loco.

Estaba acostumbrado a verla como una mujer fuerte, pero verla así lo hundió por completo y el sonido de sus lágrimas despertó los fantasmas que lo habían consternado durante años.

Suéltalo -dijo agarrándole las manos, que aún tenían los pedazos de cristal rotos-. Suéltalo antes de que te hagas daño.

Logró quitárselos sin cortarla y ella no se movió, simplemente se quedó allí temblando.

– ¿Qué te pasa? -le suplicó-. Por favor, dímelo, háblame.

Helena negó con la cabeza, pero no con actitud de desafío, sino con impotencia.

– No te dejaré marchar hasta que me lo cuentes todo -le dijo Salvatore con la voz más dulce y tierna que Helena había oído nunca.

Pero no pudo responderle, se sentía sin fuerzas, indefensa.

– Háblame de Antonio. Nunca hemos hablado mucho de él y tal vez deberíamos hacerlo.

Los sollozos le impedían hablar y Salvatore la abrazó.

– Sé que me equivoqué. Helena, por favor…

– Antonio y yo nunca fuimos marido y mujer en el sentido estricto de la palabra, pero yo lo amaba a mi modo. No lo entenderías. No sabes nada del amor.

– Tal vez pueda comprenderlo más de lo que crees.

– No, para ti las cosas son muy sencillas Ves algo, lo quieres y lo tienes, pero el afecto y la amabilidad nunca entran en juego.

Salvatore dejó caer la cabeza sobre ella.

·Amaba a Antonio porque era bueno y generoso y él me amaba sin buscar nada a cambio.

– Pero no lo entiendo. Podrías haber tenido al hombre que quisieras…

·Así es, podría. Cualquier hombre que hubiera querido, pero no- quería a ninguno. No los deseaba. Todos pensaban lo mismo que tú, que les pertenecía si había dinero de por medio.

¡No! Ya te he dicho que lo siento. ¿Cómo puedo hacer que me creas? Te juzgué mal, pero la primera vez que hicimos el amor supe que eras distinta a como yo pensaba.

– Cuando tenía dieciséis años conocí a un hombre llamado Miles Draker. Era fotógrafo de moda y dijo que podía convertirme en una estrella. Me enamoré totalmente de él, habría hecho cualquier cosa que me hu biera pedido. No me importaba ser famosa, sólo quería estar con él todo el tiempo. Era una vida maravillosa; hacíamos el amor por las noches y me fotografiaba durante el día mientras me decía: «Recuerda lo que hicimos anoche, imagina que está sucediendo ahora, imagina que estás intentando complacerme». Y yo lo hacía. Después, cuando me miraba en las fotos lo veía en mi cara. Creía que lo que se reflejaba en ella era amor, pero por supuesto eso no era lo que él quería. Pronto me convertí en una estrella, tal y como él me había dicho, y fui la chica más feliz del mundo. Y entonces descubrí que estaba embarazada. Estaba emocionada. ¡Menuda tonta! ¡Idiota!

– No digas eso.

·¿Por qué no? Es verdad, lo era. Estúpida, ignorante…

·¿Eso era lo que te decía él?

– Eso y muchas otras cosas. Creí que se alegraría con la noticia, pero se puso furioso. Justo cuando íbamos a triunfar, yo iba a estropearlo todo. Quería que me librara del bebé y cuando le dije que no lo haría, empezó a gritarme -comenzó a llorar otra vez y Salvatore la abrazó con más fuerza hasta que se calmó.

·Continúa. ¿Qué hizo?

– Siguió gritándome, insultándome, diciéndome que era una gran oportunidad para los dos y que estaba siendo una egoísta. Pero yo no podía hacerlo, era mi hijo, tenía que protegerlo. Intenté hacérselo entender, pero se enfadó todavía más. Recuerdo cómo me dijo: «¿No estarás pensando en que nos casemos, verdad?».

– Esperabas una prostituta -dijo ella con amargura.

– No, pero esperaba una mujer con experiencia. Y en lugar de eso… no sé… fue como hacerle el amor a una jovencita en su primera vez.

Ella estuvo a punto de volcar en él toda su rabia, pero de pronto vio algo en sus ojos que no había visto antes. Vio sinceridad, como si su vida dependiera de que ella lo creyera.

·No era mi primera vez. Pero sí mi primera vez en dieciséis años.

Él la llevó hacia sí, esperando que Helena lo rodeara con los brazos o respondiera de algún modo, pero ella se quedó quieta.

– Mírame -le susurró él-. Por favor, Helena, mírame.

Algo en su voz le hizo girar la cara, mostrando un rostro abatido y vulnerable. Al momento él la estaba besando en los labios, en las mejillas, en los párpados, y no con pasión, sino con ternura.

– No pasa nada -le susurró-. Todo irá bien. Estoy aquí.

No sabía por qué había dicho eso o por qué pensó que esas palabras la calmarían. Ella no lo quería allí, a su lado. Se lo había dejado muy claro.

– Helena… Helena…

Ella movió la mano ligeramente hacia él y Salvatore creyó haberla oído pronunciar su nombre Inmediatamente la tomó en brazos, la llevó al dormitorio y la tendió en la cama, donde se tumbó a su lado.

·Confía en mí.

La llevó hacia él, no con intenciones sexuales, sino ofreciéndole calidez, protección, y ella pareció entenderlo así porque se aferró a él como nunca antes lo había hecho.

¿Qué te pasó? -le preguntó él embargado por la emoción.

– ¿Lo pensaste?

– Puede que sí, apenas lo recuerdo. Pero si fue así, deseché la idea rápidamente. Estaba tan convencido de que quería «librarse del problema» que acabó convirtiéndose en un monstruo.

– ¿Te pegó? -le preguntó Salvatore, furioso.

– No, claro que no. Podría haberme dejado marcas y eso habría puesto en peligro el negocio de las fotografías. Tenía otros métodos. Me hizo visitar a un médico para que hablara con él y, cuando eso no funcionó, se dedicó a insultarme y a gritarme siempre que estábamos trabajando.

– ¿Por qué no te marchaste?

– Me tenía atada mediante un contrato y además, necesitaba ganar dinero mientras pudiera para luego tener algo con lo que vivir. Si eso significaba tener que soportarlo, merecía la pena, pero entonces… -comenzó a temblar-. Entonces…