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Había estado dispuesta a hacer un trato razonable, pero ese hombre no era razonable. Ni siquiera era un hombre civilizado y su comportamiento resultaba insoportable.

«Si cree que no sé qué clase de persona es…». Esas palabras ardían en su mente.

«Yo te diré la clase de persona que soy», pensó. «Soy la clase de persona que no tolera un comportamiento como el tuyo, la clase de persona que te pondría un ojo morado y disfrutaría haciéndolo. Yo soy de esa clase. Bien, si así es como quieres hacerlo, disfrutaré de una buena pelea».

Capítulo 2

DISCRETAMENTE, Helena volvió a mezclarse entre el grupo, aliviada porque, al parecer, nadie se había percatado de su ausencia. Rico, el guía, estaba anunciando el final de la visita.

– Pero antes de llevaros de vuelta, hacednos el honor de aceptar un refrigerio. Por aquí, por favor.

Los llevó hasta una sala donde había una mesa larga con tartas, vino y agua mineral y comenzó a servirles. Cuando estaba dándole un vaso a Helena, alzó la vista bruscamente, alertado por alguien que acababa de entrar en la habitación y que lo estaba llamando.

– Perdona que te moleste, Rico, pero ¿sabes dónde está Emilio?

Helena reconoció el nombre. Emilio Ganzi había sido el administrador en quien Antonio había confiado durante años.

– Ha salido -dijo Rico-, pero llegará en cualquier momento.

– Está bien, esperaré.

Era él, el hombre que había visto en el despacho, y ahora ya no tuvo dudas de que se trataba de Salvatore. Se quedó atrás, discretamente, y así tuvo la oportunidad de observar a su enemigo sin ser vista.

Daba muestras de ser un digno oponente, eso tenía que admitirlo. Antonio había dicho que era un hombre que no esperaba que lo desafiaran y eso se reflejaba en su pose,en ese aire de seguridad en sí mismo tan sutil que algunos podrían no llegar a ver.

Pero ella lo vio y supo exactamente lo que Antonio había querido decir. Salvatore era alto, mediría más de metro ochenta, tenía el pelo negro y los ojos marrón oscuro, de un tono que parecía tragarse la luz. Helena se preguntó si iría al gimnasio. Bajo su convencional vestimenta, podía notar unos músculos duros proclamando un predominio de cuerpo, y no sólo de mente.

Su rostro tenía dos caras; una sensual, oculta bajo la superficie, y otra de rígido autocontrol. Al recordar la furia y la frustración con la que le había oído hablar antes y comparándolas con esa actitud educada de ahora, supuso que estaba haciendo un gran esfuerzo por controlarse.

Sin embargo, a pesar de estar enmascarada, la sensualidad se dejaba ver en la ligera curva de su boca, en el modo en que sus labios se rozaban. Todo su ser reflejaba una sensación de poder contenido y dispuesto a explotar en cualquier momento.

Se estaba moviendo entre el grupo y, al ver que eran ingleses, dejó de hablar en italiano y comenzó a preguntarles educadamente por qué había querido visitar una fábrica de cristal y por qué ésa en particular. Su actitud era agradable, cercana, y su sonrisa aparentemente cálida. Bajo otras circunstancias, Helena lo habría encontrado un hombre encantador.

Cuando se fijó en ella, se quedó callado brevemente, algo que siempre les sucedía a los hombres al ver su belleza. En un instante, Helena decidió cuál sería su próximo movimiento.

¿Por qué no divertirse un poco?

Y así, llevada por un perverso impulso, le dirigió una seductora sonrisa.

– ¿Le apetece una copa de vino? -le preguntó Salvatore mientras se acercaba a ella.

·Gracias.

Se la sirvió él mismo y se situó a su lado, a la vez que le preguntaba educadamente:

·¿Se está divirtiendo?

Salvatore no tenía la más mínima idea de que ella era el enemigo que estaba tan seguro de poder vencer. Y Helena, como modelo, a menudo había necesitado actuar y ahora emplearía esas tácticas de interpretación para asumir un papel de inocente entusiasmo.

– Sí, mucho. Los lugares así me fascinan. Es maravilloso poder ver cómo funcionan por dentro.

Lo miró fijamente con esos ojos grandes y azules que habían logrado hacer llorar a los hombres más duros. Él la recompensó con una media sonrisa que claramente le decía que le gustaba su físico, que no lo estaba engañando con sus tácticas, pero que no le importaba pasar el tiempo así siempre que ella no exagerara.

«¡Descarado!», pensó Helena. Estaba evaluándola como si fuera una posible inversión para ver si le merecía la pena malgastar su tiempo con ella.

Para ser la belleza que era, Helena no era engreída, pero aquello estaba resultando insultante. Después de los comentarios que había oído desde la puerta del despacho, aquello era prácticamente una declaración de guerra.

Pero ella también le había declarado la guerra, aunque Salvatore no lo supiera, y ahora había llegado el momento de tantear el terreno.

– Es una pena que las excursiones a este lugar sean tan cortas -comentó entre suspiros-. No hay tiempo para ver todo lo que quieres.

– ¿Por qué no le enseño un poco más todo esto?

– Eso sería maravilloso.

Unas miradas de envidia la siguieron, a la mujer que había capturado al hombre más atractivo de la sala en dos minutos y medio. Al salir, se oyó una voz tras ellos.

– Todas podríamos hacerlo si tuviéramos sus piernas. Helena contuvo la risa y él sonrió.

·Imagino que estás acostumbrada a esto -murmuró sin añadir nada más, no hacía falta.

La visita resultó fascinante. Él fue un guía excelente con un don para explicar las cosas simple pero detalladamente.

·¿Cómo consiguen ese precioso tono rubí? -premntó ella maravillada.

– Emplean una solución de oro como agente colorante -le respondió.

Otra de las cosas que le resultaron impactantes fue la hilera de tres hornos. El primero contenía el cristal tundido en el que se hundía un extremo de la caña. Cuando se había trabajado y enfriado un poco el cristal, volvía a calentarse en el segundo horno a través de un agujero que había en la puerta, el Agujero Sagrado. Eso se repetía una y otra vez manteniendo el cristal en a temperatura ideal para moldearlo. Cuando se había conseguido la forma perfecta, pasaba al tercer horno, donde se enfriaba lentamente.

·Me temo que puede tener demasiado calor aquí dentro -comentó Salvatore.

Ella negó con la cabeza. Era verdad, hacía un calor infernal, pero muy lejos de resultarle incómodo, parecía bañarla con su resplandor. Se mantuvo todo lo cerca que se atrevió de la luz roja que salía del Agujero Sagrado mientras sentía como si su ser estuviera abriéndose a ese feroz resplandor.

·Volvamos -le dijo Salvatore.

Muy a su pesar, Helena dejó que la sacara de allí. El calor estaba haciendo que la sangre le recorriera las venas con más fuerza que nunca y se sentía misteriosamente exaltada.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó él con las manos sobre sus hombros y mirando a su encendido rostro.

– Sí, muy bien -murmuró ella.

– Despierte -le dijo zarandeándola suavemente. -No quiero.

– Sé lo que siente. Este lugar resulta hipnótico, pero tiene que tener cuidado. Venga.

La llevó hasta el lugar donde un hombre estaba soplando un cristal por una caña y girándolo lentamente para que no se combara y perdiera su forma. Al verlo, Helena volvió a la realidad.

·Resulta increíble que siga haciéndose de este modo. Sería más fácil usar una máquina.

– Así es. Hay máquinas que pueden hacer el trabajo y, si eso es lo que buscas, está bien. Pero si lo que quieres es hacer un trabajo perfecto, una creación hermosamente esculpida por un artesano que vuelca su alma en su arte, entonces tienes que venir a Murano.

Hubo algo en la voz de Salvatore que le hizo mirarlo rápidamente.

– No hay nada parecido -añadió Salvatore-. En un mundo donde las cosas están cada vez más mecanizadas, aún queda un lugar que está luchando contra las máquinas.