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Esa hora de la tarde era el mejor momento para ver el Gran Canal. Las luces resplandecían tras las ventanas de los edificios alineados en las orillas y el sol de abril se estaba poniendo proyectando su brillo sobre el agua y la multitud de embarcaciones que en ella había, góndolas que transportaban a los turistas rodeados de una atmósfera de romance y placer.

·¿Está muy lejos? -le preguntó al gondolero.

·A muy poca distancia, signora. El pa/azzo Veretti es magnífico. A todo el mundo le encanta.

Un momento después Helena vio lo que el hombre había querido decir cuando doblaron una curva del canal y el edificio se alzó ante ellos. Tal y como había dicho, era magnífico, de mármol gris claro decorado al estilo renacentista, con cuatro plantas y diez ventanas en cada una con vistas al canal y todas ellas iluminadas.

Contuvo el aliento ante su belleza y el mensaje que el edificio quería dar: ésa era la casa de un hombre poderoso que quería que todo el mundo lo supiera.

La góndola giró y se dirigió al embarcadero situado delante del pa/azzo. Y allí, de pie y con los ojos puestos en ellos, estaba Salvatore.

Lo miró a la cara y comprobó, bajo la luz de la noche, que él no estaba seguro de lo que estaba viendo. Cuando la góndola se detuvo, él le tendió la mano para ayudarla a bajar. Una vez en el suelo, la mano de Salvatore se tensó alrededor de la suya al ver su cara. ¿Era ella? ¿O no?

Helena le dirigió una sonrisa desafiante, calculada para hacerlo enfadar.

– Buenas noches, signor Veretti -dijo dulcemente-. Qué amable ha sido al invitarme.

– ¿Usted? ¿La he invitado… a usted?

– Ha invitado a la signora Helena Veretti y ésa soy yo. Espero no decepcionarle.

– No me decepciona, signora. Más bien me ha sorprendido.

– Quiere decir que le ha impactado.

·Es posible -respondió él lentamente.

– Ah, es por esa trampa que le he tendido esta tarde. ¿Ha sido muy perverso por mi parte? ¿Está enfadado?

·Claro que no. Puedo aceptar una broma.

Pero Helena sabía que estaba mintiendo y que sonreía únicamente porque el barquero estaba delante, pero por dentro estaba furioso.

¡Bien!

Tras pagar al gondolero, Salvatore le ofreció su brazo y la llevó hasta el vestíbulo con su impresionante escalera. Sólo en ese momento la miró lo suficientemente de cerca como para ver lo que llevaba alrededor del cuello. Contuvo el aliento ante el corazón de cristal, tan parecido al que él le había regalado esa tarde, aunque de un color rojo intenso.

– Es un regalo de mi esposo -dijo ella tocándolo.

·La felicito, signora, ha sido una gran actuación. Ahora entiendo por qué no me dijo su nombre.

Habría sido una lástima estropear una broma tan buena.

– Sin duda. Pero dejemos ese asunto para después. La he traído aquí para que disfrute de la mejor cena de vida.

«Me querías traer aquí para aplastarme», pensó ella. ‹‹Ahora necesitas tiempo para reagrupar tus fuerzas».

La llevó hasta una gran sala, profusamente amueblada con piezas que parecían tener doscientos años de antigüedad.

Antonio le había contado la historia del palazzo, que durante un tiempo perteneció a una familia noble llamada Cellini:

– Pero se gastaron todo su dinero hace unos cien años. Después llegaron los Veretti, sin título pero sí con mucho dinero, y les compraron el palacio por un precio bajisimo, que es como a ellos les gusta comprar. Recuerda eso cuando estés negociando con Salvatore.

«Oh, sí. Lo recordaré», pensó Helena.

Salvatore le indicó que se sentara en el sofá y se dirigió al mueble bar.

– Creo que puedo ofrecerle algo un poco mejor que lo de esta tarde.

– Pero es que esta tarde usted no era más que el susuto del auténtico propietario -le recordó ella alegremente.

·Es cierto -respondió él negándose a morder el anzuelo-. Supongo que le debo una disculpa.

No se disculpe. Nunca antes me había divertido tanto.

Vio un brillo de verdadera furia en sus ojos que él se apresuró a contener.Era peligroso provocarlo,pero eso hacía que todo fuera más excitante.

El vino era excelente y se lo bebió lentamente antes de dejarlo sobre la mesa.

– ¿Un poco más?-preguntó él.

– No,gracias.Esta noche tengo que andar con ojo.

– En ese caso, ¿por qué no cenamos?

Salvatore la llevó hasta una mesa junto a una ventana alta que se abría a un balcón con vistas al Gran Canal y, cortésmente, le retiró la silla para que se sentara.

Al principio la deliciosa comida veneciana la mantuvo en silencio, pero finalmente Helena alzó la vista hacia él y, sonriendo, dijo:

– Como ha dicho antes, ésta está siendo la mejor comida de mi vida.

·Signora…

·¿Por qué no me llamas Helena? Creo que ya podemos saltarnos las formalidades.

– Estoy de acuerdo, Helena.

– Espero que podamos centrarnos en los negocios. Los dos hemos tenido tiempo de poner nuestras ideas en orden.

– Ah, negocios. Tienes razón. Pon un precio.

– ¿He oído bien? ¿Te atreves a decirme eso… después de todo lo que has dicho hoy?

– Me has tendido una trampa.

– Mejor para mí porque de lo contrario no habría podido saber qué pensabas en realidad.

·¿Te estabas divirtiendo, verdad? -la acusó.

– Bueno, ¿puedes culparme por eso? Estabas tan seguro de que me harías bailar a tu son que has sido un objetivo irresistible.

– Tal vez he sido algo incauto. He dado por sentado que te alegraría vender por el mejor precio que pudieras obtener.

– ¿Por qué lo has dado por sentado? Tal vez quiero quedarme y disfrutar del legado de mi esposo.

Él se mostró impaciente.

– Por favor, vamos a dejar de fingir.

– Ah, sí, claro, estás muy seguro de conocer lo que pienso en verdad -comenzó a repetir en veneciano las mismas palabras que él había empleado antes-: «Una señorita astuta y aprovechada que se casó con Antonio para echarle mano a su dinero. A él pudo engañado, pero a mí no me engañará».

– ¿Qué?

– «Si cree, que va a hacerse con el control aquí, está equivocada. Y si cree que no sé qué clase de persona es, está más equivocada todavía».

Helena esperó a que respondiera, pero él se limitó a mirarla con unos ojos fríos como el hielo.

He ido a la fábrica con una actitud completamente inocente, sólo quería verla después de todo lo que me había contado Antonio. Ha sido pura casualidad haber pasado por delante del despacho mientras estabas al teléfono, pero me alegro de que haya sido así. Cuando alguien tiene una opinión cruel e insultante sobre ti, siempre es mejor saberlo.

Salvatore se levantó bruscamente y se alejó de la mesa como si no soportara estar a su lado.

– ¿Hablas… veneciano?

Antonio me enseñó. Apostamos a que no podía aprenderlo tan bien como el italiano. Y hay otra cosa que será mejor que te quede clara. Toma.

Sacó un papel de su bolso y se lo dio. Era un certificado de matrimonio.

– Mira la fecha. Si Antonio hubiera vivido un poco más, habríamos celebrado nuestro segundo aniversario. No me casé con él «en el último minuto».

Tuvo la satisfacción de verlo enrojecerse.

– Y tampoco necesito su dinero. No me casé con él por el dinero y ahora no necesito hacer una venta rápida. Por favor, no lo olvides.

Está bien -dijo él levantando las manos-. Hemos empezado mal…

·No, tú has empezado mal sacando conclusiones sobre mí y extendiendo rumores por toda Venecia. Podría demandarte por difamación.

·¿Has terminado?

·No, apenas he empezado.

·¿Y si yo no quiero escucharte?

·¿Acaso te he preguntado lo que quieres? -Helena vio su gesto de sorpresa y se abalanzó sobre su presa-. ¿A que es agradable que te intimiden? Aunque no creo que lo haga tan bien como tú, pero dame un poco más de tiempo para practicar.