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– Y estoy seguro de que aprovecharás todas las oportunidades que tengas.

– ¿Me culpas?

– En absoluto. Yo haría lo mismo si estuviera en tu lugar. Siempre hay que golpear al enemigo cuando esté en el suelo. Es lo más efectivo.

– ¿Así que no niegas que eres mi enemigo?

– Quedaría como un tonto si ahora intentara negarlo, ¿no crees? ¿Por qué intentarlo y exponerme a tu desdén?

Antes de que ella pudiera responder, la puerta se abrió y la doncella apareció con el siguiente plato. Él volvió a la mesa y los dos se quedaron en silencio hasta que volvieron a estar solos.

– Siempre podría disculparme -dijo Salvatore.

– ¿Por todo?

– Por todo lo que recuerdo, aunque seguro que, si me olvido de algo, tú me lo recordarás.

– Puedo perdonarlo todo excepto el último comentario, eso de «la clase de mujer que es». ¿Qué clase de mujer soy, Salvatore?

– Por favor… ¿tenemos que entrar en eso?

Creo que sí. «Una señorita astuta y aprovechada que se casó con Antonio para echarle mano a su dinero». ¿Por qué no acabas de una vez y directamente me llamas «prostituta»?

Tuvo el placer de ver que su franqueza lo hacía sentirse incómodo.

– Dejémoslo en «una señorita muy inteligente» -dijo él.

– No, dejémoslo en «prostituta» porque eso es lo que quieres decir. Ten el valor de admitir lo que piensas. Si vas a llamarme de algún modo, dímelo a la cara.

·Tienes razón, signora, no me gusta que me intimiden…

– No, prefieres ser tú el que haga sentirse intimidado a los demás.

– Silenzio! -dijo él bruscamente-. Si no te importa, me gustaría hablar sin que me interrumpieras y sin que pongas en mi boca palabras que yo no he dicho. Yo no te he llamado prostituta…

– Pero era lo que querías decir.

– Ten la amabilidad de no decirme lo que pienso. Yo mismo te lo diré. Si estuviste casada con Antonio dos años, entonces eso debo respetarlo, pero no hace que deje le pensar que viste algo que te gustó y que quisiste asegurarte de que era para ti. ¿Por qué, si no, una mujer joven y bella se casa con un hombre que le dobla la edad?

·Hay muchas razones, aunque tú no entenderías ninguna.

– Así que cualquiera que no vea las cosas como las ves tú es un tonto ignorante…

– Eso lo has dicho tú…

P ero tú sabes la verdad sobre ti, aunque por alguna razón finges no hacerlo. Si te digo que eres bella, no es un cumplido. Una belleza como la tuya es una trampa, un peligro. La ves cada vez que te miras al espejo y te esfuerzas por llevarla a la perfección para tender tus trampas y hacer que tus víctimas queden indefensas.

– ¿Y crees que Antonio era mi víctima?

– No tengo la menor duda. Él era un amante de la belleza y un amante todavía mayor de la atracción sexual. Debió de ser una presa fácil. ¿Tenías el mismo aspecto que tienes ahora?

– Sí, le gustaba así. Cuanto más alardeaba de mi cuerpo delante de otros hombres, más disfrutaba él porque eso hacía que se sintieran celosos.

– ¿Y también te dijo que siguieras alardeando de cuerpo después de que muriera?

– Aunque te parezca extraño, sí, lo hizo. Es más, él me compró este vestido y me ordenó que me lo pusiera porque dijo: «Ni se te ocurra ocultarte bajo los lutos de una viuda. Quiero que el mundo te vea como yo te conocí». Te estarías preguntando por qué una mujer que se ha quedado viuda hace unas semanas viste así, bueno, pues ya lo sabes. Estoy obedeciendo una orden de mi esposo.

Salvatore estaba a punto de emitir un sonido de incredulidad cuando cayó en la cuenta de que ésa era exactamente la clase de cosa que Antonio habría dicho.

– Me pregunto por qué obedeces esa orden en particular ahora mismo. ¿Se supone que yo también debo ser una víctima indefensa?

– A mí no me pareces muy indefenso -apuntó ella.

– Eso es porque estoy protegido. Conozco a las mujeres como tú. Sé cómo pensáis y calculáis, qué queréis y cómo lo conseguís. No tienes que intentar ocultarlo, yo te lo daré.

– Te adulas a ti mismo si piensas que voy a intentar añadir tu cabellera a mi colección. ¿Por qué querría hacerlo? -le preguntó Helena con incredulidad.

– Porque soy un enemigo, claro. ¿Qué podría ser más satisfactorio? Ya que eres tan sincera, seamos sinceros. Primero domina al enemigo y después pide lo que quieras.

Su voz era fría y peligrosa.

– ¿Y qué crees que quiero de ti, Salvatore? Yo tengo todas las cartas, lo que significa que yo pongo las condiciones. Ni siquiera necesito dominarte, como tú dices.

– Eres una mujer con mucho valor.

No, no lo soy. Soy sólo la mujer que tiene algo que tú quieres y que no te lo va a dar fácilmente. ¿Por qué iba a necesitar valor para eso?

– Por varias razones que se me ocurren, pero que probablemente a ti no. Aquí eres una extraña. Deberías preguntar por ahí. Hay muchos que te podrán decir que siempre consigo lo que quiero porque mis métodos son… irresistibles.

Estoy temblando… -y con una voz deliberadamente provocativa, añadió-: Si no decido vender, tú no puedes hacer nada.

– Pero puedo proponerte un gran trato.

– Oh, sí, ¡ ahora lo recuerdo! Ibas a presionarme y a comprarme la fábrica por una miseria. ¿Cómo he podido olvidarlo? Probablemente porque en ese momento me dio un ataque de risa.

El rostro de Salvatore se ensombreció como si estuviera conteniendo su furia con dificultad, pero ella estaba pletórica y nada la detendría.

– Y no cuentes con que no sé el valor que tiene Larezzo -continuó-. Me has dicho lo poderoso que eres en Venecia, pero ser poderoso implica tener enemigos. Apuesto a que hay mucha gente dispuesta, no, mejor dicho, ansiosa por decirme el valor de la fábrica y darme la clave de tu debilidad.

En ese momento, él ya se había puesto de pie.

– ¿Así que crees que puedes encontrar mi punto débil?

Ella se acercó un poco para que su aliento pudiera rozarle la cara.

– Creo que acabo de encontrar uno -le susurró.

Cuando la agarró por los brazos, Helena supo que no se había equivocado. Salvatore estaba temblando mientras que ella pensaba en presionarlo un poco más.

Pero el sonido de unos pasos la detuvo y la hizo apartarse de él bruscamente cuando la puerta se abrió. Era la doncella.

– El signor Raffano está al teléfono.

Salvatore estaba pálido, pero su voz era calmada.

·Ahora mismo voy. ¿Me disculpas un momento? -añadió dirigiéndose a Helena.

·Por supuesto.

Salvatore respondió al teléfono en la habitación contigua.

– Pronto!

– Tenía que saber qué tal te iba -dijo Raffano-. ¿Has fijado el precio ya?

– No, esto va a llevar tiempo.

– Es una mujer difícil, ¿eh?

– Digamos que no es lo que me había esperado.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que me ha pillado desprevenido -respondió Salvatore apretando los dientes.

·¡Que Dios la ayude!

·Que me ayude a mí, mejor -admitió, muy a su pesar-. Esta mujer es muy astuta y he cometido el error de subestimarla -añadió pensativo-. Pero eso no volveré a hacerlo.

Sola, Helena comenzó a explorar la habitación que al fondo se convertía en una galería de arte. Muchos de los cuadros eran de la familia Cellini, tal y como decían las placas que había debajo, pero las últimas eran de los Veretti, creadores de fortuna de rostros adustos que vivieron en el siglo xix.

Las más recientes no eran pinturas, sino fotografías, y una de ellas la hizo detenerse y mirarla con cariño.

Allí estaba Antonio, veinte años antes de que se conocieran, antes de que su pelo negro se hubiera vuelto cano y se le hubiera empezado a caer. Sin embargo, había conservado sus rasgos apuestos con los años y viéndolo en la foto podía recordar al Antonio que había conocido.