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– ¡Papá! -aulló Gideon, saltando la barrera y corriendo por el asfalto ardiente del aparcamiento-. ¡Papá!

A su espalda sonaron gritos: «¿Quién es ese chico?». «¡Alto el fuego!»

Saltó a la acera y atajó por el césped, hacia la entrada. Unas figuras corrieron para interceptarlo.

«¡Por Dios, detenedlo!»

Resbaló en la hierba, cayó de bruces y se levantó. Solo alcanzaba a ver los pies de su padre, que asomaban por la entrada oscura, expuestos a la luz del sol, con las puntas de los zapatos hacia arriba. Las suelas estaban gastadas, y una de ellas tenía un agujero. Aquello era un sueño, solo un sueño. Lo último que vio antes de que lo derribaran fue cómo los pies se estremecían espasmódicamente, dos veces.

– ¡Papá! -gritó, con la cara hundida en el césped, intentando incorporarse mientras el peso del mundo caía sobre él.

Pero había visto cómo aquellos pies se movían. Su padre estaba vivo, se levantaría y todo volvería a estar en orden.

2

Octubre de 1996

Gideon Crew había tomado el vuelo nocturno desde California, pero el avión había tenido que esperar en la pista un par de horas antes de poder despegar hacia Dulles. Al llegar a la ciudad cogió el autobús y después el metro, pero para el último tramo tuvo que recurrir a un taxi. Lo último que sus finanzas necesitaban en aquellos momentos era el inesperado coste del billete de avión. Había estado gastando a un ritmo alarmante, sin preocuparse de hacer cuentas. Además, su último trabajo había sido más llamativo de lo habitual y la mercancía, más difícil de colocar.

Al recibir la llamada había confiado en que nuevamente fuera una falsa alarma, otro ataque de histeria o las típicas ganas de llamar la atención de una alcohólica. Sin embargo, cuando llegó al hospital, el médico se mostró implacablemente sincero.

– El hígado le está fallando y, a causa de su historial, no es apta para un trasplante. Esta podría ser la última visita que le haga.

Estaba ingresada en Cuidados Intensivos. El cabello teñido de rubio desparramado sobre la almohada mostraba las raíces oscuras y había hecho un patético intento de aplicarse sombra de ojos; parecía como si alguien hubiera decidido pintar las contraventanas de una casa en ruinas. Gideon oyó su trabajosa respiración a través de la cánula nasal. La habitación estaba en penumbra, con las luces a mínima potencia. El discreto «bip-bip» de los monitores electrónicos constituía una presencia vigilante. Sintió una repentina punzada de culpabilidad y compasión. En lugar de ocuparse de ella, se había dejado absorber por sus propios problemas. No obstante, cuando a veces lo había intentado, en el pasado, ella había acabado refugiándose en la botella, y se habían peleado. Aun así, no era justo que la vida de su madre tuviera que acabar de aquella manera. Sencillamente, no lo era.

Le cogió la mano, pero no se le ocurrió qué decir. Al final consiguió articular un débil «¿Cómo estás, mamá?»; sin embargo, antes incluso de haberla formulado, se arrepintió de aquella pregunta superflua.

Por toda respuesta, ella lo miró. Tenía el blanco de los ojos de un color amarillento. Su mano huesuda estrechó la suya con un apretón débil y tembloroso. Al fin se agitó levemente.

– Parece que esta vez va en serio.

– Por favor, mamá, no digas eso.

Ella hizo un gesto displicente con la mano.

– Ya has hablado con el médico, de modo que conoces la situación. Tengo cirrosis y todos los efectos secundarios asociados con ella, por no mencionar una cardiopatía y el enfisema pulmonar derivado de tantos años de fumar. Estoy hecha una ruina y es exclusivamente por mi maldita culpa.

Gideon no supo qué decir. Ella estaba en lo cierto, desde luego, y era tan directa como siempre. Le sorprendía que una mujer tan fuerte fuera tan débil con las adicciones químicas. Pero no, no había por qué sorprenderse: su madre tenía una personalidad adictiva que él también reconocía en sí mismo.

– La verdad te hará libre -dijo ella-, pero antes te hará desdichado.

Era su aforismo favorito y siempre lo utilizaba cuando tenía que decir algo difícil.

– Ha llegado el momento de que te cuente la verdad -prosiguió con un jadeo-, a pesar de que te hará desdichado.

Gideon esperó mientras su madre recobraba el aliento.

– Es sobre tu padre. -Lanzó una mirada hacia la puerta con sus ojos amarillentos-. Ciérrala -le ordenó.

Se levantó y fue a cerrarla con una sensación de angustia creciente. Luego, volvió junto a la cama, y ella le cogió la mano.

–  Golubzi-susurró.

– ¿Cómo dices?

–  Golubzi, es el nombre ruso de un rollito de col salada. -Hizo una pausa en busca de más aire-. Era el nombre soviético en código de la operación. El Rollo. En una sola noche, veintiséis agentes encubiertos fueron localizados. Todos desaparecieron.

– ¿Por qué me estás contando esto?

– Thresher… -Cerró los ojos, respirando rápidamente. Era como si, tras decidirse a hablar, estuviera impaciente por soltarlo todo-. Esa era la otra palabra, el nombre del proyecto en el que trabajaba tu padre en el INSCOM, un nuevo estándar de codificación. Material sumamente reservado.

– ¿Estás segura de que te conviene hablar de esto, mamá? -le preguntó Gideon.

– Tu padre no debería habérmelo contado, pero lo hizo. -Cerró los ojos, y su cuerpo pareció hundirse un poco más en la cama-. Thresher debía ser puesto a prueba, comprobado. Por eso contrataron a tu padre y nos tuvimos que mudar a Washington.

Gideon asintió; para un chaval de primero de secundaria, pasar de vivir en Clairmont, California, a hacerlo en Washington no había tenido ninguna gracia.

– En 1987, el INSCOM entregó el Thresher a la Agencia Nacional de Seguridad para las pruebas finales. Lo aprobaron y lo pusieron en funcionamiento.

– Nunca había oído hablar de ello.

– Pues ahora ya lo sabes. -Tragó saliva con una mueca de dolor-. Los rusos tuvieron suficiente con un par de meses para descifrar el código. El 5 de julio de 1988, al día siguiente del día de la Independencia, los soviéticos descubrieron a los veintiséis espías estadounidenses.

Hizo una pausa, y dejó escapar un suspiro. El pitido de los monitores se mezclaba con el siseo del oxígeno y los ahogados ruidos del hospital, al otro lado de la puerta.

Gideon siguió sosteniendo la mano de su madre, sin saber qué decir.

– Culparon a tu padre del desastre…

– Mamá, todo eso pertenece al pasado -le dijo, acariciándole la mano.

Ella negó con la cabeza.

– Le arruinaron la vida. Por eso hizo lo que hizo. Por eso

tomó aquel rehén.

– ¿Qué importancia tiene todo esto ahora? Hace mucho tiempo que tengo asumido que papá se equivocó.

Su madre abrió los ojos bruscamente.

– No te equivoques. Tu padre fue el chivo expiatorio.

Pronunció aquellas palabras con aspereza, como si se estuviera aclarando la garganta de algo desagradable.

– ¿A qué te refieres?

– Antes de la Operación Golubzi, tu padre redactó un memorando en el que explicaba que Thresher era defectuoso, que existía una posible puerta trasera. Ellos no le hicieron caso, pero él estaba en lo cierto. Veintiséis personas murieron.

Inspiró ruidosamente, y sus manos se hundieron en el colchón por el esfuerzo.

– Thresher era material secreto, de modo que podían decir lo que les viniera en gana, porque nadie les llevaría la contraria. Tu padre era un externo, un profesor, un civil. Además, tenía un historial de depresiones que podía manipularse convenientemente.

Gideon se quedó de piedra.

– ¿Me estás diciendo que… no fue culpa suya?

– Exactamente. Destruyeron las pruebas y le echaron las culpas del desastre de Golubzi. Por eso tomó aquel rehén y por eso lo abatieron a tiros cuando tenía las manos en alto, para silenciarlo. Fue un asesinato a sangre fría.