Vidal barrió con un movimiento circular y centrípeto del brazo derecho la superficie atestada de su escritorio y hundió el montón de papelotes en el cajón de la izquierda, lo que dio al conjunto un aire más digno. Después tomó un documento ronéoté y se puso a estudiarlo atentamente. Siempre era el mismo que le servía. Tenía siete años, pero era muy grueso y parecía muy serio. Trataba de la unificación de las clavijitas para ruedas traseras de carretillas ligeras de transporte de materiales de construcción de dimensiones inferiores a 17.30.15 centímetros y no susceptibles de constituir un peligro notable para su manutención. El problema no estaba aún solucionado pero el documento no se había deteriorado.
Dos golpes sonaron en la puerta.
– ¡Entre! -gritó Vidal.
Antioche entró.
– Buenos días, señor -dijo Vidal-. Siéntese, por favor.
Le adelantó una silla.
Los dos hombres se miraron durante unos instantes y constataron que se parecían de una manera curiosa, lo que los animó mucho.
– Señor -dijo Antioche-, desearía ver al señor Miqueut por un asunto personal. De hecho, para pedirle la mano de su sobrina.
– Permítame congratularlo… -dijo René Vidal disimulando una sonrisa piadosa.
– No lo haga, es para un amigo -agregó vivamente Antioche.
– ¡Y bien! Si su amistad se traduce en servicios como éste le estaría infinitamente reconocido si me considerara de ahora en adelante como un enemigo posible -dijo Vidal en el más puro estilo del C.N.U.
– En otros términos -concluyó Antioche, que gustaba de un lenguaje simple-, el Sub-Ingeniero Miqueut es un jodido.
– De la peor especie -dijo Vidal.
En ese momento, la puerta que daba al escritorio de Levadoux y de Léger se abrió.
– Disculpe -dijo Levadoux pasando la cabeza por la abertura del postigo-, [7] pero ¿sabe qué hace Miqueut luego?
– Creo que tiene reunión con Troude -dijo Vidal-, pero sería prudente que se asegurara.
– ¡Gracias! -dijo Levadoux volviendo a cerrar la puerta.
– Volvamos a lo que nos importa -dijo Antioche-. Me parece que tuve suerte en no encontrar a Miqueut esta mañana. Siempre es mejor antes conocer un poco a la gente con la que se va a tratar un negocio.
– Tiene razón -dijo Vidal-. Pero ignoraba que Miqueut tuviera una sobrina.
– Es bastante simpática… -confesó Antioche, pensando en la surprise-party.
– No se parece en absoluto a su tío, en ese caso.
Tenía en efecto, una faz de bobo entrecano cruzado con chino, acentuado por un guiño de los ojos muy desagradable para ver; sufría de miopía, y por coquetería se mostraba a menudo sin anteojos.
– Usted me aterra un poco -dijo Antioche-. En fin, el Mayor se arreglará.
– ¡Ah! ¿Es para el Mayor? -dijo Vidal.
– ¿Lo conoce?
– Como si lo hubiera parido. ¿Quién no ha oído hablar del Mayor? En fin… No quiero darle más charla sobre mi jefe venerado porque detesto hablar mal de las personas. ¿Quiere que pida una cita para usted, luego? ¿A las tres? Entonces estará aquí.
– ¡De acuerdo! -dijo Antioche-. Me quedo en el barrio. Subiré a verlo antes de ir a lo de él. Hasta luego, mi amigo y ¡gracias!
– ¡Hasta luego! -dijo Vidal levantándose de nuevo para estrecharle la mano.
Antioche salió y se cayó sobre un chico de cinco o seis años que galopaba en el corredor como un onagro en la pampa canadiense.
Era un joven espía contratado por Levadoux para vigilar a Miqueut noche y día y saber en qué momentos era posible irse sin que se dieran cuenta a tomar un trago, o yirar un poco. De día Levadoux lo escondía en su escritorio.
René Vidal, sentado de nuevo frente a su mesa, volvió a sacar a la luz del sol el montón de papelotes que había hundido en el cajón de la izquierda.
Cinco minutos después, escuchó un paso de conejo en el corredor y la puerta de Miqueut golpeó. Había vuelto.
Capítulo VI
Vidal entreabrió la puerta de comunicación y dijo a su jefe:
– Señor, he recibido recién una visita que le estaba destinada.
– ¿Por qué asunto? -preguntó el Sub-Ingeniero principal.
– Es el señor Tambretambre, creo, desearía citarse con usted. Se lo he propuesto para luego a las tres. Usted me dijo que estaría libre.
– En efecto… -dijo Miqueut-. Tuvo razón, pero… en principio, no es cierto, le recuerdo que debe consultarme siempre antes de arreglar citas para mí. Sabe que tengo un empleo del tiempo muy cargado y, eventualmente, podría pasar que no estuviera libre; usted comprende, para el exterior, produciría mal efecto. Debemos ser muy prudentes. En fin, esta vez, nótelo bien, lo apruebo, pero en el futuro, en suma, ponga mucha atención.
– Sí, señor -dijo Vidal.
– ¿No tiene nada más para mostrarme?
– He redactado bajo la forma de Nothon el estudio del informante Cassegraine sobre tontos.
– Perfecto. Me lo mostrará. No enseguida, pues espero una visita… mañana, por ejemplo.
Abrió su portafolios y sacó una ficha especial en la que escribía el día, la hora y el lugar de sus citas.
– Mañana… -murmuró-… no, a la mañana voy con Léger a la Oficina del Caucho atormentado y a la tarde… Pero de hecho, esta tarde, no puedo recibir a ese visitante… Ve, Vidal, ya le decía yo de no comprometerse sin haberme consultado. Esta tarde voy a la casa de los Engomadores castigados para una conferencia del profesor Viédaze. No podría recibirlo… El caucho se mueve mucho en este momento.
– Voy a telefonearle entonces -dijo Vidal, que no tenía la más mínima intención de hacerlo.
– Sí, pero, ve, más hubiera valido, en suma, consultarme. Comprende, se hubiera evitado una pérdida de tiempo, siempre perjudicial para el buen funcionamiento del servicio…
– ¿Para qué día puedo citarlo? -dijo Vidal.
Miqueut consultó sus fichas. Pasó un buen cuarto de hora.
– ¡Y bien! -dijo-, el diecinueve de marzo, entre las tres y siete y las tres y trece… Recomiéndele que sea puntual.
Era el once de febrero…
Capítulo VII
René Vidal se apresuró a no telefonear. No conocía el número de Antioche y su proposición tendía únicamente a evitar un fastidioso sermón de Miqueut sobre la necesidad de pedirles a las personas con las que se estaba en relación los datos necesarios para tomar contacto cuando pudiera ser útil en ciertos casos. Un momento después Miqueut volvió a abrir la puerta.
– Mi teléfono está averiado -dijo-, es abrumador. ¿Quiere enviarme a Levadoux?
– Acaba de salir de su escritorio, señor -respondió Vidal (que sabía pertinentemente que Levadoux había desaparecido hacía más de una hora)-. Lo oí.
– Cuando vuelva, entonces, adviértale y envíemelo…
– Comprendido, señor -dijo Vidal.
Capítulo VIII
Durante estos acontecimientos, el Mayor, vestido con un ambo pie de gallina al arroz y llevando su sombrero más chato, recorría a grandes pasos las avenidas de su jardín con aire melancólico. Esperaba el regreso de Antioche, portador de la buena nueva.
El mackintosh lo seguía a tres metros, con un aire más melancólico aún, mordisqueando una hoja de papel de cigarrillos.
A menudo el Mayor escuchaba atentamente. Reconoció el ronquido característico de la Kanibal-Super de Antioche, que se desplazaba siempre en moto: tres largos, tres breves y un silencio en sol mayor.
Antioche subió las avenidas a toda velocidad y se reunió con el Mayor.
– ¡Victoria! -gritó-. He…
– ¿Has visto a Miqueut? -cortó el Mayor.
– No… Pero lo veo esta tarde.
– ¡Ah! -suspiró amargamente el Mayor-. ¿Quién sabe?…
– Me fastidias -dijo Antioche.