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Monika se preguntaba cómo habría sido todo si su padre se hubiese quedado con ellos y los hubiese acompañado a lo largo de los años. Si no hubiese abandonado a la familia cuando su madre estaba embarazada de ella y le hubiese ahorrado tantos años de soledad. Monika no llegó a conocerlo nunca. Alguna vez, en la adolescencia, le escribió una carta a la que él respondió de forma breve e impersonal, pero los planes de concertar una cita para verse quedaron en nada. A ella le habría gustado que él hubiese mostrado más interés, que hubiera sido él quien promoviese un encuentro. Pero no lo hizo, y el orgullo pudo con ella. Ni hablar, ella no pensaba mostrarse anhelante. Después pasaron los años y él volvió a apartarse.

Como era de esperar, la vela se había consumido y no le pasó inadvertido el enojo de su madre ante la idea de que la tumba hubiese estado a oscuras. La mujer se apresuró a sacar las cerillas del bolsillo, ahuecó la mano para proteger la vacilante llama y encendió otra vela. ¡Cuántas veces no había visto a su madre, en aquel mismo lugar, frotar la cerilla contra el rascador, observar cómo crecía la llama en el recipiente de plástico hasta que, por fin, se alargaba en busca de la mecha! ¿No se le ocurrió nunca pensar que todo empezó precisamente con una llama tan pequeña como aquélla? ¿Que ése fue el origen de la desolación? Aun así, allí iba, eternamente, a encender la vela en cuanto se sofocaba la llama. Como si quisiera que ardiese sobre la tumba en señal de triunfo sobre su víctima.

Volvieron al coche. Su madre le dio la espalda a la tumba con un último suspiro y echó a andar. Monika se quedó un rato más, leyó su nombre por enésima vez, invadida del habitual sentimiento de impotencia. ¿Qué hace una hermana con la oportunidad de vivir la vida, cuando el hermano que parecía tener las mejores expectativas la había perdido? ¿Qué requisitos debía satisfacer para hacerse merecedora? ¿Para justificar el hecho de seguir viviendo?

– Te vienes conmigo a casa a comer algo, ¿no?

– Hoy no puedo.

– ¿Y qué tienes que hacer?

– He quedado con una amiga para cenar.

– ¿Otra vez? Últimamente tengo la impresión de que sales todos los días. No creo que puedas hacer bien tu trabajo si andas siempre por ahí durante la semana.

A veces lo soñaba. Otras veces se lo imaginaba despierta. Una valla muy alta, totalmente blanca, con una verja negra de hierro forjado. Una verja cerrada, que sólo se abría cuando ella daba su beneplácito.

– ¿Con quién has quedado?

– No la conoces.

– Vaya.

Ya en el coche, Monika cerró los ojos un instante. Aún no había podido decirle nada sobre el curso al que iba a asistir la semana siguiente, y ahora era demasiado tarde. Imposible ir a encender ninguna vela sobre la tumba, a menos que su madre tomase el autobús, una opción que no se animaba a comunicarle una vez que la mujer había perdido el buen humor.

Monika encendió el intermitente y se puso en marcha. Su madre iba con la cabeza vuelta, mirando por la ventanilla.

Monika la observaba de reojo.

– El día 23 doy una conferencia en la biblioteca sobre el fondo de beneficencia que tenemos en la clínica. Si quieres puedes asistir, podría recogerte antes.

Se hizo un breve silencio, cuando aún, quizá… Figúrate si, por una vez.

Una sola.

– Pues…, no sé.

Una sola.

El resto del trayecto no cruzaron una palabra. Monika frenó y se detuvo con el motor en marcha ante la subida al garaje. Su madre abrió la puerta del coche y salió.

– Había comprado pollo.

Monika se quedó mirando su figura hasta que desapareció al entrar en la casa. Entonces se recostó en el reposacabezas e intentó recrear en su mente el semblante de Thomas. Gracias a Dios que él existía, que había ido a dar justo con él. Sus ojos cálidos la miraban como nadie nunca la había mirado hasta entonces; sus manos la habían hecho experimentar algo parecido a la paz. Él no tenía ni idea de lo importante que era para ella, ¿cómo iba a saberlo, si en realidad ella jamás utilizó las palabras adecuadas?

Lo cierto era que él se había convertido en una condición indispensable.

Pero la sola idea de haberle permitido cobrar tanta importancia para ella la tenía totalmente aterrada.

2

Fue pura casualidad que ella lo viera y, en el fondo, mérito de Saba. Alguno de los trabajadores de los servicios sociales había atornillado la cesta que colgaba de la puerta, justo debajo de la ranura para el correo, y a ella le resultaba del todo inexplicable que se hubiesen tomado la molestia y el tiempo necesario para hacer algo así. Comprendía que era para que ella misma alcanzase a coger el correo, pero puesto que nunca recibía ninguno, aquello era malgastar el valioso dinero público. Con tanto como ahora economizaban en todo… Claro que en alguna ocasión recibía una notificación del banco y cosas así, pero la urgencia de esas cartas no justificaba el coste de aquel montaje. Tampoco le interesaban los periódicos, bastantes desgracias veía por las noches en las noticias de televisión. Ella prefería reservar el dinero de su pensión para otras cosas. Para cosas que se podían comer.

En cualquier caso, ahora había una carta en la cesta.

Una carta en un sobre blanco con el texto manuscrito en el espacio para la dirección del destinatario.

Saba se sentó ante la puerta con la lengua fuera, a contemplar a aquel intruso de color blanco, tal vez porque exhalaba un aroma sólo perceptible para sus finos sentidos.

Tenía las gafas en la mesa de la sala de estar y se planteó un instante si merecía la pena sentarse en el sillón. Tras los kilos acumulados durante los últimos años, le resultaba tan difícil levantarse de allí después que no estaba muy por la labor de sentarse sin necesidad, sobre todo si sabía que no sería por mucho tiempo.

– ¿Quieres dar una vuelta antes de que me siente?

Saba giró la cabeza y la miró, pero no demostró demasiado interés por salir. Maj-Britt empujó el sillón para acercarlo a la puerta del balcón y se aseguró de que tenía a mano la pinza adaptada; de este modo, podría abrir la puerta sin necesidad de levantarse. Lo habían arreglado así, para que Saba pudiese salir sola un rato a corretear por el césped. Los servicios sociales habían retirado una de las barras de la barandilla del balcón, y Maj-Britt vivía en el bajo. Pero pronto tendrían que quitar otra barra más, para agrandar el agujero.

Se dejó caer en el sillón con una mueca. Sus rodillas siempre protestaban cuando se veían obligadas a soportar todo su peso, aunque fuese sólo por un segundo. Pronto tendría que hacerse con un sillón nuevo, un modelo más alto. El sofá ya le resultaba inaccesible. La última vez que se sentó en él tuvieron que llamar a los refuerzos de los servicios de la guardia de seguridad, o como quiera que se llamasen, para poder levantarla de allí. Dos muchachos corpulentos.

Entre los dos la agarraron, y ella tuvo que permitirlo.

No pensaba exponerse otra vez a semejante humillación. Le resultaba repugnante que alguien tocase su cuerpo. La sola idea le infundía tal asco que no le costaba ningún trabajo abstenerse del sofá. Bastante tenía con verse obligada a permitir que toda aquella gente entrase en su apartamento, pero puesto que la otra opción era salir a la calle ella misma, no le quedaba más remedio. A decir verdad, dependía de ellos, por repulsivo que le resultara admitirlo.

Entraban en tromba en su apartamento, uno tras otro. Siempre caras nuevas a las que ella no se molestaba en poner un nombre, pero todos traían una llave. Un breve timbrazo, al que nunca tenía tiempo de responder, y enseguida se abría la puerta. Seguro que no sabían ni deletrear la palabra integridad. Luego, tomaban el apartamento con sus aspiradoras y sus cubos y le reponían el frigorífico con miradas de reproche.