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– ¡Qué cosa tan terrible! -exclamé-. ¿Y si no sobrevivo?

– Un guerrero nunca se entrega a esos pensamientos -dijo-. Cuando tiene que actuar con sus semejantes, un guerrero sigue el hacer de la estrategia, y en ese hacer no hay victorias ni derrotas. En ese hacer sólo hay acciones.

Le pregunté qué implicaba el hacer de la estrategia.

– Implica que uno no está a merced de la gente -repuso-. En esa fiesta, por ejemplo, fuiste un payaso, no porque conviniera a tus propósitos el ser un payaso, sino porque te colocaste a merced de,aquella gente. Nunca tuviste el menor dominio y por eso tuviste que salir huyendo.

– ¿Qué debía haber hecho?

– No ir a la fiesta, o bien ir a fin de cumplir un acto especifico.

"Después de travesear con los yoris estabas débil, y la Catalina usó esa oportunidad. Se puso a esperarte en el camino.

"Pero tu cuerpo sabía que algo andaba fuera de lugar, y así y todo le hablaste. Eso estuvo muy mal. No debes dirigir una sola palabra a tu oponente durante esos encuentros. Luego le diste la espalda. Eso estuvo peor todavía. Luego corriste de ella, ¡y eso fue lo peor que podrías haber hecho! Parece que la vieja ésa es torpe. Una bruja de las buenas te habría agarrado allí mismo, en el instante en que volviste la espalda y echaste a correr.

"Por lo pronto, tu única defensa es plantarte y bailar tu danza."

– ¿De qué danza habla usted? -pregunté.

Dijo que el "pataleo de conejo" que me había enseñado era el primer movimiento de la danza que un guerrero cultiva y acrecienta toda su vida, y luego ejecuta en su última parada sobre la tierra.

Tuve un momento de rara sobriedad y me vino una serie de pensamientos. En cierto nivel, estaba claro que lo ocurrido entre la Catalina y yo, la primera vez que la enfrenté, era real. La Catalina era real, y no podía descartarse la posibilidad de que verdaderamente me estuviera siguiendo. En otro nivel, yo no comprendía cómo estaba siguiéndome, y eso daba pábulo a la leve sospecha de que don Juan me estuviera engañando, y de que él mismo produjera de algún modo los extraños efectos de los que fui testigo.

Don Juan miró de pronto el cielo y me dijo que todavía había tiempo de ir a ver a la bruja. Me aseguró que corríamos muy poco peligro, porque sólo pasaríamos en el coche frente a su casa.

– Debes confirmar su forma -dijo don Juan-. Así ya no quedarán dudas en tu mente, en un sentido o en otro.

Las manos me empezaron a sudar profundamente y tuve que secarlas repetidas veces con una toalla. Subimos en mi coche y don Juan me encaminó a la carretera principal y luego a un camino amplio, sin pavimentar. Conduje por la parte central; camiones y tractores habían dejado hondos surcos y mi coche tenía la suspensión demasiado baja para ir por la derecha, o por la izquierda. Avanzamos despacio entre una espesa nube de polvo. La tosca grava usada para nivelar el camino se había apelmazado con la tierra durante las lluvias, y piedras de barro seco rebotaban contra el fondo metálico del coche, produciendo fuertes sonidos de explosión.

Don Juan me indicó reducir la velocidad al acercarnos a un puente pequeño. Había cuatro indios sentados allí y nos saludaron con la mano. No supe, bien si los conocía o no. Pasamos el puente y el camino se curvó con suavidad.

– Ésa es la casa de la mujer. -me susurró don Juan, señalando con los ojos una casa blanca circundada por una alta cerca de carrizo.

Me dijo que diera vuelta en U y me detuviese a medio camino; esperaríamos a ver si la bruja cobraba suficientes sospechas para dar la cara.

Estuvimos allí unos diez minutos. Me pareció un tiempo interminable. Don Juan no dijo palabra. Inmóvil en el asiento, miraba la casa.

– Allí está -dijo, y su cuerpo dio un salto súbito. Vi la silueta oscura, ominosa, de una mujer parada dentro de la casa, mirando a través de la puerta abierta. El interior estaba en penumbras y eso sólo acentuaba la oscuridad de la silueta.

Después de unos minutos, la mujer dejó las sombras del cuarto y se paró en el umbral a observarnos. La miramos un momento y don Juan me dijo que siguiera adelante. Yo estaba sin habla. Podría haber jurado que esa mujer era la que vi saltando junto al camino, en la oscuridad.

Una media hora después, cuando íbamos ya por la carretera pavimentada, don Juan me habló.

– ¿Qué dices? -preguntó-. ¿Reconociste la forma?

Vacilé un largo rato antes de responder. Tenía miedo del compromiso involucrado en decir sí. Preparé cuidadosamente mi contestación y dije que me parecía que había estado demasiado oscuro para tener verdadera certeza.

Riendo, me dio unos golpecitos suaves en la cabeza.

– Era ella, ¿verdad? -preguntó.

No me dio tiempo de responder. Puso un dedo sobre su boca en gesto de silencio y me susurró al oído que no tenía caso decir nada y que, para sobrevivir a los ataques de la Catalina, yo debía usar todo cuanto él me había enseñado.

SEGUNDA PARTE: EL VIAJE A IXTLÁN

XVIII. EL ANILLO DE PODER DEL BRUJO

EN Mayo de 1971, hice a don Juan la última visita de mi aprendizaje. Fui a verlo, en aquella ocasión, con el mismo espíritu que durante los diez años de nuestra relación; es decir, buscando una vez más la amenidad de su compañía.

Su amigo don Genaro, un brujo mazateco, estaba con él. Yo había visto a ambos durante mi visita.previa, seis meses antes. Titubeaba en preguntarles si habían estado juntos todo ese tiempo, cuando don Genaro explicó que el desierto del norte le gustaba tanto que había regresado justo a tiempo para verme. Ambos rieron como si conocieran un secreto.

– Regresé nada más por ti -dijo don Genaro.

– Es cierto -corroboró don Juan.

Recordé a don Genaro que, la vez pasada, sus intentos de ayudarme a "parar el mundo" me habían resultado desastrosos. Fue una manera amistosa de declarar mi miedo hacia él. Rió inconteniblemente, sacudiendo el cuerpo y pataleando como niño. Don Juan evitó mirarme y rió también.

– Ya no va usted a tratar de ayudarme, ¿verdad, don Genaro? -pregunté.

Mi frase les produjo espasmos de risa. Don Genaro rodó por el suelo, entre carcajadas; luego se acostó bocabajo y empezó a nadar en el piso. Al verlo hacer eso, supe que me hallaba perdido. En ese momento, de algún modo, mi cuerpo cobró conciencia de haber llegado al fin. Yo ignoraba cuál era ese fin. Mi tendencia personal a la dramatización, y mi experiencia previa con don Genaro, me hicieron creer que podía ser el fin de mi vida.

Durante mi última visita, don Genaro había intentado empujarme al borde de "parar el mundo". Sus esfuerzos fueron tan extravagantes y directos que el mismo don Juan tuvo que decirme que me marchara. Las demostraciones de "poder" de don Genaro eran tan extraordinarias y desconcertantes que me forzaron a una total revaluación de mí mismo. Fui a casa, revisé las notas tomadas en el principio mismo de mi aprendizaje, y misteriosamente me invadió un sentimiento del todo nuevo, aunque no tuve conciencia plena de él hasta ver a don Genaro nadar en el piso.

El acto de nadar en el piso, congruente con otras acciones extrañas y desconcertantes que don Genaro había ejecutado frente a mis propios ojos, se inició cuando él yacía bocabajo. Al principio reía tan duro que su cuerpo se sacudía como convulsionado; luego empezó a patalear; finalmente, el movimiento de las piernas se coordinó con un movimiento de remar con las manos, y don Genaro comenzó á deslizarse por el suelo como si estuviera acostado en una tabla con ruedas. Cambió de dirección varias veces y cubrió todo el espacio frente a la casa, maniobrando en torno a mí y a don Juan.

Don Genaro había payaseado antes en mi presencia, y en cada una de tales ocasiones don Juan afirmó que yo había estado a punto de "ver". No lo lograba a causa de mi insistencia en tratar de explicar cada acción de don Genaro desde una perspectiva racional. Esta vez me hallaba en guardia, y cuando se puso a nadar no intenté explicar ni entender el hecho. Me limité a observar. Pero no pude evitar la sensación de hallarme atónito. Don Genaro se deslizaba realmente sobre el estómago y el pecho. Al observarlo, empecé a bizquear. Sentí un empellón de recelo. Estaba convencido de que, si no explicaba lo que tenía lugar, "vería", y la idea me llenaba de una angustia inusitada. Mi anticipación nerviosa era tanta que en algún sentido me encontraba de vuelta en el mismo punto: encerrado una vez más en alguna empresa de raciocinio.