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— Esta noche lloverá — dijo de improviso, y yo no supe si me lo decía a mí o bien hablaba consigo mismo.

— Es posible — contesté, no sin cierta emoción, pensando que si no me había reconocido por mi figura, podía muy bien ocurrir, así al menos lo esperaba yo, que me identificase por la voz.

Pero no, tampoco me reconoció por la voz. Sentí un profundo desengaño. ¡No me reconocía! Durante el transcurso de estos diez años, Leo no había cambiado nada en absoluto, pero conmigo sucedía todo lo contrario. Quizá fuese ésta la causa.

— Silba usted de un modo maravilloso — le dije —. Acabo de oírle en la Seilergraben. Me ha gustado mucho. Yo mismo también he sido músico.

— ¿Músico? — preguntó amablemente —. Es una bonita profesión. ¿Ahora no se dedica usted a la música?

— Si, de vez en cuando. Pero he vendido mi violín.

— ¿Sí? ¡Qué lástima! ¿Precisaba usted dinero? Quiero decir: ¿tiene usted hambre? Aún tengo algo de comida en casa y también un par de marcos en el bolsillo.

— No, no — respondí precipitadamente—, No lo. decía por eso. Dispongo todavía de dinero, tengo más del que necesito. Pero, de todas formas, se lo agradezco, ha sido usted muy amable al invitarme. Es raro encontrar personas tan amables.

— ¿Cree usted? Bien, tal vez tenga usted razón. Los hombres son muy diferentes, a veces muy extraños. También usted es extraño.

— ¿Yo? ¿Por qué?

— Tiene usted dinero, pero a pesar de ello, vende su violín. ¿Es que la música ya no le produce placer?

— ¡Oh, sí! Pero a veces, un hombre pierde la ilusión por, algo que antaño apreció de veras. Y entonces puede suceder que un músico venda su violín o lo lance contra la pared, o que un pintor queme un buen día todos sus cuadros. ¿Le parece inverosímil?

— No, no. Le comprendo; es debido a la desesperación. Ocurre algunas veces. Dos conocidos míos se suicidaron. Los hombres son estúpidos; sólo podemos sentir compasión hacia ellos; no es posible ayudarles. Pero, ¿a qué se dedica usted ahora, si ha vendido su violín?

— A diversas cosas. Pero, sinceramente, no hago nada que valga la pena. Ya no soy joven y a menudo me encuentro enfermo. ¿Por qué me habla con tanta insistencia del violín? En el fondo, no tiene importancia.

— ¿El violín? Es que pensaba en el rey David.

— ¿En quién? ¿En el rey David? ¿Qué tiene que ver con el violín?

— Fue músico también. Cuando era joven tocaba para el rey Saúl, y muchas veces disolvió el mal humor del monarca con su música. Más tarde, él mismo se convirtió en rey, un gran rey lleno de preocupaciones y de caprichos. Llevaba una corona sobre su cabeza. Hizo la guerra y muchas otras cosas más. Cometió también una serie de enormes injusticias y llegó a ser muy célebre. Pero la más bella imagen de toda su larga historia es aquella que presenta al joven David tocando el arpa para el pobre rey Saúl, y fue una verdadera lástima que más tarde se convirtiera en rey. Era mucho más feliz y mucho más hermoso cuando sólo era un músico.

— Seguramente — exclamé con cierta precipitación —. Seguramente que entonces sería joven, hermoso y feliz. Pero el hombre no se conserva eternamente joven, e incluso su David se hubiera transformado con el transcurrir del tiempo en un hombre viejo, feo y lleno de preocupaciones, aunque hubiese continuado siendo músico. Pero, en vez de esto, se convirtió en el gran rey David, llevó a cabo sus hazañas y compuso sus salmos. La vida no es solamente juego.

Leo se levantó y me saludó.

— Ya empieza a anochecer — dijo—, y pronto comenzará a llover. No sé gran cosa de las hazañas que llevó a cabo David, e ignoro si realmente fueron tan grandes como aseguran. Y, con toda sinceridad, tampoco conozco mucho sus salmos. No quisiera decir nada en contra de ellos. Pero de que la vida sea algo más que juego, de esto no me convencerá ni el mismo David. La vida es bella y feliz precisamente cuando es esto: juego. Naturalmente, que podemos hacer de la vida todo lo imaginable; podemos convertirla en un deber, en una guerra o en una cárcel, pero no por ello se hace más hermosa. ¡Hasta la vista; he tenido un gran placer…!

Se puso en marcha con su andar ligero, mesurado, y ya estaba a punto de desaparecer en la oscuridad de la noche, cuando de pronto abandoné mi actitud pasiva, perdiendo por completo el dominio de mí mismo. Corrí tras él y le supliqué con el corazón angustiado:

— ¡Leo! ¡Leo! ¡Pero si es usted Leo! ¿No se acuerda ya de mí? ¡Hemos sido miembros del Círculo y todavía deberíamos pertenecer al mismo! Los dos tomamos parte en el viaje a Oriente. Leo, ¿es posible que usted ya no me recuerde? ¿No se acuerda ya de los guardadores de la corona de Klingsor y de Goldmund, de la fiesta en Bremgarten, del desfiladero del Morbio Inferiore? ¡Leo, compadézcase usted de mí!

No se alejó como yo temía, pero tampoco se detuvo; continuó tranquilamente su camino, como si nada hubiera oído, dándome tiempo para alcanzarle, y no hizo la menor muestra de extrañeza cuando de nuevo me coloqué a su lado.

— Está usted muy apesadumbrado y muy nervioso — me dijo con suavidad —. Esto no está bien. Descompone el rostro y nos enferma. Caminaremos lentamente; esto le tranquilizará a usted. Y estas pocas gotas que caen — maravilloso, ¿verdad? — , nos rocían desde la atmósfera como agua de Colonia.

— ¡Leo! — le supliqué —. Tenga usted compasión! Dígame una sola palabra: ¿Se acuerda usted todavía de mí?

— Bien — dijo de nuevo, intentando calmarme dirigiéndose a mí como a un enfermo o a un beodo —. Ya está usted mucho más tranquilo; todo ha sido efecto de la excitación. ¿Me pregunta usted si le conozco? ¿Quién es el hombre que puede vanagloriarse de conocer a otro hombre y quién es el que se conoce a sí mismo? Mire usted, yo mismo no soy ningún buen fisonomista. Ni me interesa serlo. Los perros sí; a éstos los conozco muy bien, como también a los pájaros y a los gatos. Pero a usted, realmente, no le conozco, señor.

— Pero, ¿no pertenece usted al Círculo? ¿No participó usted en nuestro viaje?

— Yo estoy siempre de viaje, señor, yo siempre pertenezco al Círculo. Unos vienen y otros se van, nos conocemos y no nos conocemos. Con los perros es mucho más sencillo. Deténgase un momento y atienda.

Alzó el dedo a modo de advertencia. Nos detuvimos en medio del sendero del parque, cada vez más mojado por la llovizna que caía. Leo silbó; emitió un sonido amplio, vibrante, suave; luego esperó unos momentos, silbó de nuevo y, de repente, entre los arbustos, surgió un perro lobo que se acercó gruñendo alegremente a la verja; yo me estremecí asustado. Leo metió la mano entre las estacas y los alambres para acariciarlo. Verdes y claros, los ojos del animal brillaban; cada vez que su mirada se encontraba con la mía, un gruñido surgía de la profundidad de su garganta como un trueno lejano, un gruñido apenas perceptible.

— Es el perro lobo Necker — dijo, Leo, mientras jugueteaba con el animal —. Somos muy buenos amigos. Necker, este señor es un antiguo violinista, no debes hacerle nada, ni gruñir siquiera.

Leo continuaba acariciando cariñosamente la húmeda pelambrera del perro a través de la verja. Era una hermosa escena; me complacía aquella amistad de Leo con el animal y la alegría que le producía el encuentro nocturno; pero al mismo tiempo, me dolía hasta casi no poderlo soportar, ver como Leo gozaba de aquella amistad íntima con el perro lobo, y posiblemente también con todos los demás perros del barrio, en tanto que a nosotros nos separaba un mundo heterogéneo. Aquella amistad inefable, aquella confianza ciega que yo tan humildemente solicitaba de él, Leo parecía concedérsela, no tan sólo a Necker, sino a todos los animales, a cada gota de lluvia que caía, a cada pedazo de tierra que pisaba. Producía la impresión de entregarse confiadamente, de mantener relaciones continuas, fluidas, con todo lo que le rodeara; se me antojaba que lo conocía todo y que por todos era conocido y estimado. Sólo hacia mí, que tanto le apreciaba y que tan necesitado estaba de su ayuda, sólo hacia mí parecía no conducirle ninguno de aquellos caminos afectivos. Tuve la sensación de que deseaba desprenderse de mí. Me contemplaba de una manera fría; no me permitía penetrar en su corazón; me había borrado de su memoria.