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– Olga, vuelve allá -le insinué-. Yo pasearé un poro: respiraré aire fresco.

Salí a la calzada y empecé a fumar. En el asfalto nadaban revolcándose las luces amarillas de los faros. Por mi lado cruzó un trolebús de dos pisos, rojo como los de Londres, de un tipo que nunca había visto por nuestras calles: en su costado, arriba y abajo de la línea de ventanas, un letrero anunciaba: Vea la nueva película francesa "El hijo de Montparnasse". No había oído hablar de esa película. ¿Qué es lo que le pasa a mi memoria? Me olvido de todo.

A lo lejos, a la izquierda del teatro Bolshói. brillaba un cuadrado gigantesco de neón, por el que corrían, en el aire, letras luminosas con noticias: "…Terremoto en la India… Un gruño de médicos especialistas vuela a la India…". Era un periódico luminoso. Y, de nuevo, ignoraba cuándo lo habían instalado.

– ¿Estás tomando el fresco? -me preguntó una voz conocida.

Al darme vuelta, vi a Kliónov, quien había salido del restaurante.

– Sí -le contesté.

– Yo me voy -afirmó-. No puedo beber a causa de mi úlcera. Lo saludé, y es suficiente.

– ¿A quién saludaste?

– A Kemenesh, el que nos invitó… El nuevo agregado de prensa.

Tibor Kemenesh, un estudiante húngaro que hablaba ruso, fue nuestro cicerone en Budapest. Recorrí con él la desconocida ciudad, después que me dieron de alta en el hospital donde estaba convaleciente. Pero, ¿cuándo Kemenesh había sido nombrado agregado de prensa de la embajada húngara en Moscú? ¿Y por qué sólo ahora me enteraba de esto?

– La gente progresa y nosotros nos estancamos, viejo -aseveró Kliónov suspirando-. Estamos siempre en un círculo vicioso.

– A propósito de círculo vicioso. No podremos escribir el artículo -le dije.

– ¿Cuál artículo?

– El artículo sobre Nikodímov y Zargarián.

Kliónov lanzó una carcajada tan fuerte, que los transeúntes se volvieron para vernos.

– ¡Pero qué tipo más original! ¡Ya encontró sobre quién escribir! Viejo, pero si Nikodímov encadenó en su casa de campo una pantera en lugar del perro, y en Moscú lanza a los periodistas a la basura.

– Ya me lo dijiste.

– ¿Cuándo?

– Hoy por la mañana.

Kliónov me tomó por los hombros, mirando mis ojos escrutadoramente.

– ¿Qué bebiste hoy? ¿Tokai o palinka?

– No bebí nada.

– Se nota que bebiste, porque desde el sábado he estado en mi casa de campo, en Zhávoronski, y regresé hoy hacia las cinco de la tarde. Seguramente conversaste conmigo en sueños.

Kliónov me dijo adiós con la mano y se alejó. Y quedé impávido, profundamente conmovido por sus últimas palabras: "Seguramente conversaste conmigo en sueños". No, ahora converso con él en sueños, en un nirvana irreal. De repente, recordé la charla en el laboratorio de Fausto, el sillón con los alambres y las palabras de Zargarián desde las tinieblas: "No se inquiete; ahora empezará a dormir". Posiblemente aquel sillón era una máquina para producir artificialmente los sueños.

Todo sucedía como en la realidad, pero como si la vida real estuviese al revés. No había por qué asombrarse: todo era más simple que lo simple.

Regresé al restaurante; sobre sus mesas, mezclándose con las luces eléctricas, colgaban turbias volutas de humo. Alrededor de la fuente bailaban ensimismadas las parejas. Comencé a buscar a Olga, pero, al no hallarla, me dirigí a una sala colateral y entré en ella. Los restos del entremés, en las largas mesas, evidenciaban que unos minutos antes había habido un convite. Seguramente se servirían a lo europeo: parados alrededor de la mesa con sus platos o congregados junto a las ventanas encortinadas. Ahora los retrasados, buscando postres y bebidas sin tocar, se hartaban. Un individuo muy dueño de sí mismo que estaba sentado en el borde solitario de una de las mesas, giró hacia mí y gritó:

– ¡Ven acá, Serguéi! ¡Acércate! ¡La palinka es estupenda, como en Budapest!

Era Sichuk, quien, según las versiones, había huido al extranjero. Quizás en este sueño tuvo tiempo de regresar a través del espacio-cero, o con la ayuda de una alfombra mágica. Traté de no pensar en esto, pues los milagros ya no me inquietaban; simplemente, me serví de la botella de Sichuk palinka de damasco y bebí. Este sueño, respetuoso de las sensaciones deliciosas de la realidad, comenzó a gustarme.

– Por los amigos y compañeros -exclamó, y bebió.

– ¿Y tú, por qué estás aquí? -le pregunté con diplomacia.

– Por la misma razón que tú. Soy héroe de la liberación de Hungría.

– ¿Tú eres héroe?

– Todos somos héroes -afirmó bebiendo el último trago de la copa, y agregó-: La prueba es que sobrevivimos a la guerra.

– ¿Para después traicionar? -inquirí furibundo.

Sichuk, poniendo la copa en la mesa, se puso en guardia.

– ¿De qué hablas?

Yo, por supuesto, reconocía no sólo mi falta de lógica, sino el absurdo de mis acusaciones en esta situación; pero ya no podía detenerme.

– Te fuiste en el "Ucrania"… como todas las personas. Y con un pasaje soviético… ¡canalla!

– ¿Y cómo lo sabes? -indagó musitando.

– ¿Qué? ¿Que te quedaste?

– No, que yo quería salir y había gestionado el pasaje…

– Si hubieran sabido, no te lo hubiesen dado.

– ¡Pero si no me lo han dado!

Como presidente del Comité Sindical, yo mismo le había arreglado a Sichuk el pasaje: pero en este sueño todo ocurría al revés. ¿Y si fui yo quien viajó en lugar de Sichuk? Yo había insistido en conseguir un pasaje; pero no había sitio. ¿Y si había?

El sueño me lanzó hacia la puerta y avancé hacia ella como un tronco a la deriva. Cuando caminaba hacia la gran sala, alguien, agarrándome por el brazo, inquirió:

– ¡Siéntate, Serguéi! ¿Qué te pasa? ¿Me estás huyendo? -Al mirar el rostro del interrogador, quedé helado, sumido en el terror.

– ¡Siéntate! ¡Siéntate! ¡Y bebamos tokai! No hay otro como él en Europa.

Mis piernas se doblaron, y no me senté, sino que caí en la silla. Unos ojos tristes y conocidos me miraban: los había visto -lo había visto: solamente uno- por última vez en el año 1944, en una carretera cercana al Danubio. Oleg estaba tendido en el suelo, boca arriba, con el rostro cubierto por la sangre eme salía del ojo derecho; en el otro evidenciábase paradójicamente la tristeza y el terror.

Ahora me miraban ambos ojos. Desde el ojo derecho, por la sien, se extendía una cicatriz oblicua y rosada.

– ¿Qué miras? ¿Envejecí?

– Yo recordaba el año 1944, cuando te… te…

– ¿Cuándo qué?

– Cuando te mataron, Oleg.

Me miró y sonrió:

– La bala falló por un milímetro. Quedó tan sólo una cicatriz. Si hubiera pegado un poco más a la izquierda, hubiese sido el fin. Me hubiera quedado sin ojo y sin vida -se sonrió y agregó-: Da risa. En aquel entonces no tenía miedo y ahora sí.

– ¿Miedo a qué?

– A la operación. El casco de la metralla se alojó en un lugar del pecho: es el recuerdo de una herida más. Había vivido con este casco de metralla durante todos los años transcurridos desde aquel día; sin embargo, los médicos me dicen ahora que no debe permanecer más tiempo dentro del pecho y que debo operarme.

Los conocidos ojos de Oleg con sus largas pestañas casi femeninas, sonreían. Su frente estaba despejada y parecía más grande. Por sus mejillas corrían profundas arrugas. Sin embargo, en este rostro inconmensurablemente querido había una cosa ajena y extraña: la marca del tiempo. Así hubiera sido Oleg, caso de haber seguido vivo; pero sólo vivía en el mundo artificial de este sueño. Si Fausto creó este modelo de mundo, es un Dios.

Comencé a dudar: ¿y cuál de los dos mundos es el verdadero? De pronto, me hice una pregunta: ¿y si se daña algo en el laboratorio de Fausto y me quedo aquí para siempre? ¿Lo lamentaría? No sé.