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Por un instante me pareció que había visto un rostro conocido. Un forzudo de anchas espaldas pasaba parsimoniosamente sin detenerse a mi lado, con una cámara cinematográfica en el hombro. Recordé ese copete, ese pecho masivo y esa nuca férrea. ¿Será posible que éste sea Evstáfiev, el que vive en el apartamento número cinco? Pero ¿por qué lleva una cámara cinematográfica si él nunca ha tenido en sus manos ni una cámara fotográfica?

Salté de mi asiento y corrí tras él.

– Con su perdón… -le dije, mirando los rasgos conocidos-. ¿Es usted Eugenio? ¿Eugenio Evstáfiev?

– Está equivocado.

Pestañeé asombrado: era él, hasta en el timbre de la voz.

– ¿Qué? ¿Nos parecemos? -inquirió, sonriendo maliciosamente.

– Asombrosamente.

– Eso ocurre -encogióse de hombros y continuó su camino, dejándome en un estado de completa confusión.

A pesar de todo, seguía creyendo que todo era una burla del destino, una mistificación. Ahora Eugenio regresará y nos moriremos de risa. Pero no regresó.

Cuando después de unos años recordaba este día, acudían a mi mente el estado de confusión y asombro que experimenté, y la soledad insoportable que sentí en la ciudad donde cada piedra me era conocida, pero que había cambiado en unos segundos de vértigo.

Yo miraba con ansiedad los rostros de los transeúntes con la vana esperanza de encontrar a uno de mis conocidos. Pero, ¿para qué si no me reconocerá, tal como sucedió con el "gemelo" de Evstáfiev? Y en caso de que alguno de ellos me reconozca, ¿qué le podría contestar?

Esto fue lo que sucedió.

– ¡Serguéi! ¡Serguéi Nikoláevich! -me gritó un individuo pequeño y canoso con una guayabera de gamuza, y a quien jamás había visto. "Sí, efectivamente él me llamó por mi nombre".

– Ven acá un minuto.

Me levanté y me acerqué a él.

– Te tengo una noticia, dijo agarrándome con confianza por el brazo. Te morirás de la sorpresa. Sichuk se quedó. En el último puesto fronterizo, el muy miserable se quedó. No sé si en Alemania o Turquía.

– ¿Cuál Sichuk? -indagué asombrado.

– ¿Y cuál puede ser? Sólo conocemos a un Sichuk. ¡Vaya!

Conocí a Sichuk en el frente de guerra. Ahora trabajaba como fotógrafo o como reportero, no sé exactamente. No manteníamos ninguna amistad y apenas nos veíamos.

No comprendía nada; pero teniendo en cuenta la situación en que me encontraba, fingí una gran sorpresa.

El desconocido liberó mi brazo y me golpeó amistosamente la espalda.

– Estás raro, Serguéi. ¿Acaso te importuno? ¿Por qué? ¿Estás ideando algo… o esperando a alguien? ¿Por qué no estás en la redacción?

Yo no tenía nada que ver con redacciones. La conversación había que terminarla, pues en ella se concentraba mucho carburante.

– Tengo que hacer -le respondí vagamente.

– Estás obrando con astucia, viejo -me dijo guiñando un ojo-. Bueno. ¡Hasta la vista!

Y así, tal como apareció, desapareció de mi vida.

Yo comenzaba a orientarme en lo desconocido, como un hombre que al ser lanzado al agua por primera vez aprende a nadar. La curiosidad reprimía mi terror e inquietud. ¿Qué había averiguado? Que aquí, tanto mi nombre como mi fisonomía, eran los mismos. Que Moscú, a pesar de tener algunos pequeños detalles diferentes, era Moscú. Que existen también Turquía y Alemania. Que tengo relación con una redacción. Y que en este mundo, Sichuk resultó ser también un miserable. Después de todo esto no me sorprendió, al descender por el bulevar hacia el cine "Rusia", encontrar a Lena. Yo debía encontrar a alguien que me conociese allá y aquí.

Lena estaba vestida con elegancia, como siempre, y caminaba abstraída y ensimismada; empero, me reconoció en el acto, turbándose, según pude notar.

– ¿Tú? ¿De dónde sales?

– Del cielo. Bueno, Lena, ¿cómo están tus asuntos allá?

– ¿Dónde? -inquirió.

– En el hospital, por supuesto. ¿Hace mucho que saliste?

Quedó sorprendida.

– No te comprendo, Serguéi. ¿De qué estás hablando? Llegué hace tres días a Moscú.

A ella la había visto hoy por la mañana donde el médico jefe, cuando llamaba al Instituto del Cerebro. Antes de esto, cuando yo solía ir a la sección terapéutica, nos veíamos todos los días o casi todos los días.

Me callé, tratando de buscarle salida a esta situación tan crítica. El camino a lo desconocido estaba repleto de baches.

– Perdóname, Lena. Estoy completamente distraído. Además… este encuentro tan inesperado me ha…

– ¿Cómo te va? -preguntó con una voz casi metálica.

– Bien -respondí animoso-. Uno está vivo, habla…

Ella, mirándome fijamente, mantenía silencio. Y, al fin, dijo con sequedad:

– ¡Qué conversación más absurda!

Comprendí que si ella se alejaba ahora, desaparecería mi única oportunidad de afianzamiento en este mundo, aún por un día. No creía que esta irrupción se prolongase más tiempo. Había que tomar una decisión. Y la tomé.

– Tengo que hablar contigo, Lena. Es imprescindible. Ha ocurrido algo…

– ¿Qué? -preguntó, reduciendo los ojos como en estado de alerta.

– No puedo hablar de eso en la calle… -dije, buscando las palabras que más se acomodasen a la situación-. ¿Dónde vives?

Quedó en silencio, quizás sopesando el pro y el contra:

– Por ahora, estoy viviendo en casa de Galia.

– ¿Dónde?

– ¿Acaso no lo sabes?

Yo no sabía nada, pero no le pregunté ni con cuál Galia vivía. Necesitaba que ella aceptara mi proposición. ¡Esta era mi última oportunidad!

– Por favor, Lena…

– Seriozha, no me es cómodo invitarte a casa.

– ¡Dios mío! ¡Qué tontería! -exclamé, pensando en la Lena que conocía.

Esta Lena que me miraba recelosa y desconfiadamente, era otra Lena.

– Bueno, qué se le va a hacer, vamos -dijo, al fin.

EL SEGUNDO PASO A LO DESCONOCIDO

Caminábamos en silencio, conversando de vez en cuando. Ella, por lo visto, estaba intranquila; pero conteniéndose trataba de ocultármelo. Quizás lamentaba su aprobación a mi propuesta. A ratos, sorprendía su mirada dirigida a mí, penetrante y recelosa. ¿Qué la asustaba? ¿Y de qué sospechaba?

Reconocí en el acto la casa hacia la cual nos dirigíamos, ubicada en el callejón Staro Pimenovski. Aquí vivió en cierta ocasión mi esposa, aún antes de conocernos. A propósito, ella se llama también Galia. Mis rodillas empezaron a temblar desagradablemente.

– ¿Por qué miras así? -preguntó ella cuando entramos en la habitación.

Yo continuaba callado, mirando con atención la habitación. Como todo lo de este mundo, era parecida a la otra y, a la vez, diferente. No sé, quizás me olvidé de aquélla.

– ¿De quién es esta habitación, Lena?

– De Galia, pues. ¡Qué preguntas más extrañas haces! ¿Acaso no has estado nunca aquí?

Tragué saliva. "Ahora le haré una pregunta mucho más extraña":

– Pero, ¿ella no se mudó?

Me miró asustada como si yo hubiera pronunciado un monstruoso disparate, y apartóse de mí preguntando:

– ¿Ustedes no se ven?

– ¿Por qué no? -respondí con vaguedad-. Continuamos viéndonos.

– ¿Cuándo la viste por última vez?

Me reí y le respondí sin saber:

– Hoy por la mañana. En el desayuno.