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– ¿Quiere ir más lejos en el futuro?

– No comprendo.

– Ahora comprenderá. En mi laboratorio, podría desconectar su biocampo y trasladarlo a otra fase. ¿Qué me dice?

– Por ahora nada. Estoy meditando.

– ¿Tiene miedo? ¡Pero si el riesgo es el mismo! Además, como en su mundo, Ud. tenía cuarenta años y no sesenta como ahora no tiene por qué preocuparse de su corazón: está en regla, de otro modo no lo hubiesen utilizado en el experimento. Yo, con pasión, hubiera tomado su lugar de haber sido posible; mas no valgo para eso. Usted no sabe lo difícil que es encontrar un cerebro-inductor con una tensión tan fuerte en su campo.

– ¿Y todavía no lo han encontrado?

– Sí. Tres en diez años. Usted es el cuarto. Pero usted ha tenido mucha más suerte. Le prometo una excursión interesante: en ella podría encontrar hasta a sus descendientes. Digamos, un salto de cien años hacia el futuro. Bueno, ¿y qué? ¿Qué es lo que lo desconcierta?

– Mi biocampo. ¿Y si lo pierden?

– ¿Quiénes?

– Mis amigos.

– No lo perderán. Primeramente, lo haré regresar a su mundo, allá estará por unos minutos, después llegará a otro. No se asuste, no habrá explosiones, erupciones, ni irradiaciones. Por lo demás, vuestros aparatos registrarán todo. ¿Volamos?

El se levantó de la mesa.

– ¿Y no almorzaremos?

– Almorzaremos después. Yo aquí, usted en el futuro.

Tras pensar que no tenía nada que perder en el experimento, afirmé levantándome:

– ¡Volemos!

UNA LEJANA ESPERANZA

Repetí la expresión de Zargarián maquinalmente, sin sospechar que justamente íbamos a volar. Primero nos elevamos al techo del edificio en veloz ascensor, allí entramos en un taxi-helicóptero y partimos hacia Yugo-Zapad ojeando los techos de Moscú.

Este panorama de Moscú hacia fin de siglo, no lo olvidaré jamás. Constantemente me decía que no era el Moscú en el que había nacido y crecido, separado de éste por la frontera invisible del espacio-tiempo y por veinte años de construcciones gigantescas. Pero mis ojos me afirmaban lo contrario, porque también en mi Moscú se desarrollaban las construcciones con este mismo ritmo. Esto quería decir, que aún en nuestro mundo se levantaría una ciudad tan bella como ésta, o quizás más bella.

Parecía como si un mago con un proyector de cine reprodujera ante mis ojos cuadros asombrosos del futuro. Escudriñaba cada región, buscando detalles que me recordaran a mi Moscú, alegrándome como un niño al divisar lugares conocidos de mi ciudad, y conmoviéndome al saber que estaban en este nuevo Moscú. Todo lo conocido surgía ante mí: el Palacio de los Congresos; las cúpulas áureas de las iglesias del Kremlin; los puentes a través del río Moscú; el Bolshoi, de juguete desde el aire, la universidad Lomonósov y el estadio Luzhnikí. Otros altos edificios de mi ciudad, se perdían quizás en el alto bosque granítico, o simplemente no existían. La ciudad vertía sus construcciones más allá de la carretera circular que la rodeaba, como en nuestro mundo, y por ella se arrastraban máquinas pequeñas y ágiles, como hormigas.

Me admiraba, ante todo, el gigantesco movimiento urbano: automóviles radiantes que inundaban calles y ríos; bicicletas y motocicletas que corrían por las galerías asfaltadas cruzando la ciudad de techo en techo; vagones que se perseguían por el monoriel y, sobre ellos, helicópteros que volaban de plazoletas a plazoletas, moviéndose como libélulas en el cielo sin límites. En una de estas plazoletas descendimos.

En el techo plano del edificio, orlado por una redecilla metálica, observé una piscina de cincuenta metros de largo. El agua era pura y transparente, iluminada desde el fondo por una luz verdosa y centelleante. A su alrededor había colchonetas de goma, tiendas de campaña y una mesa servida bajo un pabellón tenso de lona.

– Hay un descanso para comer -afirmó Zargarián, buscando a alguien entre el tumulto de hombres y mujeres en trajes de baño-. Ahora lo encontraremos. ¡Igor! -gritó de pronto.

Un atleta tostado por el sol, anteojos oscuros, que jugaba al tenis no lejos de nosotros, acercóse, sosteniendo en su mano la raqueta.

– ¿Hay alguien en el laboratorio? -preguntó Zargarián.

– ¿Para qué? -preguntó a su vez el atleta perezosamente-. Todos están en el sexto sector.

– ¿No está desconectada la instalación?

– No. ¿Por qué?

– Primeramente, te presento al profesor Grómov.

– Mucho gusto. Nikodímov -dijo el atleta quitándose los anteojos.

No se parecía en nada a aquel Fausto de largos cabellos.

– ¿Ha sucedido algo? -dijo intrigado.

– Sí. Algo imprevisible y curioso. Ahora lo sabrás -pronunció Zargarián con solemnidad.

Cualquiera hubiese encontrado algo de común entre esta visita y la que realicé por primera vez al laboratorio de Fausto. Hasta al apretar el botón de la escalera, revivía en el rostro de este Zargarián aquel aire significativo de mi amigo.

En mi primera visita al laboratorio noté que ante él se extendía un largo corredor, que ahora no existía: desde el techo descendía hasta la misma puerta una escalera automática movible, arrastrándose suavemente y chasqueando en las curvas.

– Perdóneme -me dijo Zargarián-. Le explicaré todo a este joven en el argot de los biofísicos. Será más exacto y simple.

Y empezó a hablar. Escuchándolo, yo trataba de comprender algo en el amontonamiento de términos desconocidos, de cifras y letras griegas; pero todo fue en vano. Cuando "mi" Zargarián hablaba, a pesar del éxtasis y ensimismamiento que empleaba al conversar no me abrumaba tanto como ahora, pues en la conversación lograba captar una que otra idea. Nikodímov entendía todo al vuelo mirándome con palpable interés. Después de escucharlo todo, se acercó a la máquina, y con una agilidad inefable, se lanzó sobre la maraña de enchufes, palancas y manivelas. A propósito, este laboratorio era mucho más grande, extenso y complicado que el de Fausto. Si aquél era comparable al gabinete de un médico, éste se igualaba a la sala de dirección de una gran fábrica automática. Sin embargo, los dos tenían detalles que los identificaban. Por ejemplo, las lamparillas de control, las pantallas de televisión y los alambres que se extendían hasta el sillón situado en el centro de la sala.

Al prestar atención a la disposición de las pantallas, observé que se alargaban en forma de parábola a lo largo de los paneles ubicados en la sala, parecidos a los de las calculadoras electrónicas. Por lo visto, el movible cuadro de mando podía deslizarse por las pantallas, si así lo deseaba el observador. Las pantallas provocaban en el espectador un gran interés, porque, a pesar de estar apagadas, resplandecían como si reflejaran una luz inmensa.

– ¿No se parece al otro laboratorio? -quiso saber Zargarián.

– No -respondí.

– ¿En qué no se parece?

– En estas pantallas. En el nuestro están dispuestas de otro modo; además, este sillón carece de casco -le dije, señalándolo.

El sillón no tenía casco, ni captadores.

Me senté en él.

Zargarián señaló:

– Comprendo las inquietudes de los científicos de su mundo. ¡Cuántas veces Igor y yo estuvimos en tales situaciones! ¡Cuántas noches insomnes pasamos! ¡Cuántos cálculos errados! ¡Cuántas esperanzas vanas se apoderaron de nuestra mente! Y al fin, encontramos un cerebro-inductor desarrollado en matemáticas. Este cerebro nos trajo una fórmula tan fantástica, que cuando los académicos la vieron, se quedaron impávidos. Ahora se conoce como la ecuación de Yanovski y se utiliza al calcular las rutas interplanetarias más complejas. Por desgracia, su memoria no le ayudaría a recordar esta ecuación. Y he aquí, que ahora, usted se encuentra conmigo y se vislumbra una lejana esperanza, distante, pero palpable. Bueno, ya es hora de despedirse, Serguéi Nikoláevich. ¡Buen viaje! Quizás ya no nos encontraremos.