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Sólo a hora comprendí la idea terrible que rondaba por las mentes de estos científicos. ¡Un salto de cien años al futuro! No a un mundo cercano y vecino; sino a uno con cosas completamente diferentes, con otras máquinas, costumbres y relaciones en la gente. Por unas horas, quizás por un día, Hide se apoderaría del alma de Jekyll. Pero, ¿lograría él engañar a los que lo rodearan en caso de querer pasar de incógnito? Aunque su ropa y rostro lo encubrieran, su lenguaje y su hábito, extraños a ese mundo lo delatarían. ¿No me estaría arriesgando demasiado?

Estos pensamientos se agitaban en mi cerebro, pero sin revelar mis inquietudes, permanecí impertérrito y no temblé al escuchar la voz de Zargarián ordenando enchufar el protector.

La oscuridad y el silencio me rodearon de nuevo; y a través de ellos, se abrieron paso voces apenas inteligibles, pero conocidas, que se fueron olvidando lentamente como si las separara de mí el salto de cien años al futuro.

– No comprendo nada. ¿Qué ves?

– Desapareció. Algo se mueve, pero no hay ninguna imagen.

– Pero en el sexto hay; a pesar de que la luminosidad es muy débil. ¿Comprendes algo?

– Creo que está fuera de la fase, como la otra vez.

– Pero si no hemos registrado el shock.

– Tampoco lo registramos aquella vez.

– Aquella vez los encefalógrafos grabaron el sueño en la fase del sueño paradójico. ¿Recuerdas?

– Creo que ahora existe otra clase de sueño. Fíjate en la cuarta: las curvas fluctúan.

– ¿No puedes aumentar?

– Esperemos, mejor.

– ¿Tienes miedo?

– Por ahora no hay motivo. Comprueba su respiración.

– Ya la comprobé.

– ¿Y su pulso?

– También. Por ahora no ha aumentado la presión. ¿Quizás es debido al cambio de los procesos bioquímicos?

– No hay ninguna indicación. Tengo la impresión de que existe una interferencia. Posiblemente es la oposición del receptor o alguna inhibición artificial.

– ¡Pero eso es fantástico!

– No sé. Esperemos.

– Estoy esperando; aunque…

– ¡Mira! ¡Mira!

– No comprendo. ¿De dónde ha surgido esto?

– No trates de adivinar. ¿Y dónde está la imagen?

– En la misma fase.

– ¿En la misma o en otra?

Y de nuevo me rodeó el silencio al tragarse todos los sonidos. Yo no oía nada, no veía y no sentía.

EL SALTO DE CIEN AÑOS AL FUTURO

El paso de las tinieblas a la luz iba acompañado de un estado de tranquilidad absoluta. Me sentí a extraño, como si estuviera flotando en un espacio blanco. Y… aparecí en una cámara en la que reinaba un silencio infinito.

Miré hacia los lados: la cámara no tenía ni ventanas ni puertas y, sin embargo, estaba inundada de luz pálida, tibia, a semejanza de las nubes cuando las hiere el sol. Esta nube blanca me rodeaba, e iba transformándose lentamente en una espuma nebulosa en forma de pared. La cama donde descansaba se disolvía en la blancura de la habitación. No sentía el roce de la manta ni de la sábana, como si hubieran sido tejidas con aire.

Lentamente, empecé a distinguir las cosas que me rodeaban. A duras penas, vi una caja blanca con una pantalla, después al perfilarse la visión, me pareció muy semejante a una hoja metálica que reflejase la blancura de la habitación, la cama y a mí; la pantalla estaba dirigida hacia el lugar donde me encontraba y parecía escuchar y vigilar cada uno de mis movimientos y de mis propósitos. Esta conjetura fue corroborada posteriormente.

Al lado de la cama, nadaba una almohada plana y blanca, de superficie granulada. Cuando la alcancé con el brazo, resultó ser el asiento de una silla de tres patas hecha de un plástico transparente y duro. Más lejos había una mesa del mismo material y un termómetro, o quizás un barómetro, encerrado en una campana de cristaclass="underline" de seguro un instrumento que registraba los cambios de la atmósfera.

Esa como nube que me rodeaba, que quizás debía crear una sensación de quietud, me angustiaba.

Lanzando a un lado la imponderable manta, me senté.

Al mirar de nuevo la pantalla, me estremecí: en ella surgió la figura vaga de un hombre sentado en la cama. Era muy diferente a mí; parecía más alto, joven y fuerte.

– ¡Levántese y camine para adelante y para atrás! -me dijo una voz femenina.

Involuntariamente, miré alrededor; aunque sabía que en la habitación no había nadie. "Nil admirari" me dije, y obediente, me dirigí a la pared y regresé.

– ¡Otra vez! -ordenó la voz.

Repetí el ejercicio, sospechando de que alguien me estaba observando.

– Levante los brazos.

Levanté los brazos.

– ¡Déjelos caer! ¡Otra vez! ¡Ahora siéntese! ¡Levántese!

Repetí todo lo que me exigían, sin hacer ninguna protesta.

– Bueno, ahora, ¡acuéstese!

– No quiero. ¿Para qué? -prorrumpí.

– Para comprobar de nuevo el estado de su organismo en completa calma.

Una fuerza invisible me derribó a la cama, haciendo que mis propias manos agarraran la manta y me arroparan.

"Qué interesante. ¿Y cómo mi observador invisible lo ha podido hacer? ¿Mecánicamente o por hipnotismo?"

Protesté tempestuosamente:

– ¿Dónde estoy?

– En su casa.

– ¡Esto es la habitación de un hospital!

– ¡Ja, ja! ¿Ha dicho habitación? -repitió la voz, y agregó-: Es un aposento vitalizador corriente. Nosotros lo acabamos de instalar en su casa.

– ¿Y quiénes son esos "nosotros"?

– El Semc de la región treinta y dos.

– ¿El Semc?

– Sí, el Servicio Médico Central. ¿Hasta esto ha olvidado?

Callé. ¿Qué podía responder?

– Ha sufrido la pérdida parcial de la memoria después del shock -aclaró la voz-. No se esfuerce en recordar, ni se ponga en tensión. Pero pregunte lo que quiera.

– Estoy preguntando -le respondí-: ¿Quién es usted?

– El interno de guardia. Vera-séptima.

– ¿Cómo? -exclamé asombrado-. ¿Por qué Séptima?

– De nuevo empieza a bromear: "¿Por qué séptima?". Simplemente, porque además de mí, en este sector están Vera-primera, Vera-segunda, etc.

– ¿Y el apellido?

– No tengo. Todavía no he hecho nada excepcional o extraordinario.

Pensé que sería mejor no seguir preguntando. Ya empezaba a surgir la curva peligrosa. Pero, imponiéndome al miedo, pregunté:

– ¿Usted no se puede mostrar?

– Eso no es necesario.

"Seguramente es una vieja despreciable, malvada, pedante y criticona" pensé.

Escuché una risa. Y la voz dijo:

– Sí, soy criticona, es verdad, y un poco pedante.

– ¿Puede leer el pensamiento? -farfullé sorprendido.

– No yo, sino el cogitador. Es una instalación especial.

Hice silencio, pensando cómo engañar a esa diabólica instalación.

– No la podrá engañar -dijo la voz.

– ¡Qué deshonesto!

– ¿Qué?

– ¡Qué deshonesto! -exclamé rabioso-. ¡Qué horrible! ¡Qué impúdico! Si es deshonesto mirar y escuchar furtivamente, tanto más canallesco y vil es meterse en el cráneo de las otras personas.

La voz calló; después dijo precipitadamente:

– En lo que llevo trabajando, usted es el primer enfermo que ha protestado contra el cogitador. Es una instalación que se le pone sólo a los enfermos. Gracias a ella podemos mirarlo todo: el neurosistema, las válvulas cardíacas, el aparato respiratorio y todas las funciones del organismo.

– Pero, ¿por qué me la colocaron a mí, si yo estoy más fuerte que un toro?

– Por lo general -siguió diciendo ella, sin responder a mi pregunta-, a los observadores no les dan permiso para presentarse ante los enfermos; sin embargo, a mí me lo permitieron.

Al decir esto, la superficie plana de la pantalla se ensombreció e iluminó. Me miraban ahora los ojos de una muchacha joven, vestida de blanco y con un peinado corto con ondas.