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¡Con qué facilidad destruía la muerte a los hombres! ¡Y qué duro era para los que permanecían entre los vivos! Pensaba en Vera. El padre del bebé o había muerto o la había olvidado. Stepán Fiódorovich estaba melancólico, le agobiaban las preocupaciones… Las pérdidas, el dolor, no habían acercado a Liudmila y Víktor.

Por la tarde Aleksandra decidió escribir a Zhenia: «Querida hijita mía…». Pero por la noche fue presa de la angustia: «Pobre chica, ¿en qué lío se habrá metido? ¿Qué le depara el futuro?».

Ania Shtrum, Sofia Levinton, Seriozha… Como en aquel pasaje de Chéjov: «Misius, ¿dónde estás?» [114].

Al lado, los propietarios del apartamento hablaban a media voz.

– Tendríamos que matar el pato para la fiesta de Octubre -dijo Semión Ivánovich.

– Pero ¿para qué he alimentado con patatas al pato, ¿para degollarlo? -preguntó Nina Matvéyevna-. Sabes, cuando la vieja se vaya me gustaría pintar el suelo; si no las tablas se pudren.

Hablaban siempre de objetos y comida; el mundo que habitaban estaba lleno de cosas. En aquel mundo no había espacio para los sentimientos humanos, sólo tablas, pintura, grano, billetes de treinta rublos. Eran personas trabajadoras y honradas; los vecinos decían que Nina y Semión nunca se apropiarían de una moneda que no les perteneciera. Pero por alguna razón eran insensibles a los heridos de guerra, los inválidos ciegos, los niños sin hogar que vagaban por las calles, la hambruna de 1921 en el Volga.

Eran el polo opuesto a Aleksandra Vladímirovna…

La indiferencia hacia la gente, hacia la causa común, hacia el sufrimiento ajeno era para ellos algo completamente natural. Ella, en cambio, era capaz de pensar y preocuparse por los demás; se alegraba y se enfurecía por cosas que no la afectaban directamente, ni a ella ni a su familia… La época de la colectivización general, el año 1937, el desuno de las mujeres que habían ido a parar a los campos por sus maridos, el destino de los niños que acababan en internados y orfelinatos, las ejecuciones sumarias de prisioneros rusos por parte de los alemanes, las desgracias de la guerra, las adversidades: todo eso la atormentaba y desasosegaba tanto como los infortunios de su propia familia.

Y eso no se lo habían enseñado ni los bellísimos libros que leía, ni las tradiciones revolucionarias y populistas de la familia en la que había sido educada, ni la vida ni sus amigos, o su marido. Simplemente era así, y no podía ser de otro modo. No tenía dinero, y aún le faltaban, seis días para cobrar la paga. Estaba hambrienta, todas sus propiedades se podían envolver en un pañuelo de bolsillo. Pero nunca, ni siquiera cuando vivía en Kazán, había pensado en las cosas que se habían quemado en su piso de Stalingrado: los muebles, el piano, el servicio de té, las cucharas, los tenedores perdidos. Ni siquiera lamentaba los libros quemados.

Había algo extraño en el hecho de que ahora, lejos de sus familiares que la necesitaban, viviera bajo el mismo techo con personas cuya árida existencia les era completamente ajena.

Dos días después de la llegada de las cartas de sus parientes, Karímov fue a visitar a Aleksandra Vladímirovna. Al verlo se alegró y le ofreció la infusión de escaramujo que tomaba en lugar de té.

– ¿Hace mucho que no recibe cartas de Moscú? -preguntó Karímov.

– Anteayer recibí una.

– ¿De verdad? -dijo Karímov, sonriendo-. Dígame, ¿cuánto tarda en llegar una carta desde Moscú?

– Mire el matasellos del sobre -sugirió Aleksandra Vladímirovna.

Karímov se puso a examinar el sobre y concluyó con aire preocupado:

– Ha llegado nueve días después. Se quedó pensativo, como si la lentitud del correo tuviera un significado especial para él.

– Dicen que es por culpa de la censura -dijo Aleksandra Vladímirovna.-. No da abasto con las montañas de cartas.

Él le miró la cara con sus bellísimos ojos-oscuros. Luego preguntó:

– ¿Les va bien todo por allí? ¿Ningún problema?

– Tiene mala cara -observó Aleksandra Vladímirovna-, un aspecto enfermizo.

Karímov, como si se defendiera de una acusación, objetó a toda prisa:

– ¡Pero qué dice! ¡Todo lo contrario!

Hablaron un poco sobre los acontecimientos en el frente.

– Hasta para un niño está claro que se ha producido un giro decisivo en la guerra -dijo Karímov.

– Sí, sí -corroboró con una sonrisa Aleksandra Vladímirovna-. Ahora es evidente hasta para un niño, pero el verano pasado las mentes más lúcidas tenían claro que los alemanes ganarían la guerra.

– Debe de ser duro vivir sola, ¿no? -preguntó Karímov de improviso-. Ya veo que tiene que encenderse usted misma la estufa.

Ella dudó, frunció la frente, como si responder a la pregunta de Karímov fuera muy complicado, y no respondió enseguida.

– Ajmet Usmánovich, ¿ha venido a preguntarme si me resulta difícil encender la estufa?

Él sacudió varias veces la cabeza, después guardó silencio largo rato mientras se examinaba las manos que descansaban sobre la mesa.

– Hace pocos días me convocó quien usted ya sabe; me interrogaron sobre nuestros encuentros y sobre las conversaciones que mantuvimos en el pasado.

– ¿Por qué no lo dijo desde un principio? -preguntó Aleksandra Vladímirovna-. ¿Por qué comenzó a hablarme de la estufa?

Captando su mirada, Karímov dijo:

– Naturalmente, no pude negar que hablamos sobre la guerra, sobre política. Habría sido ridículo sostener que cuatro adultos hablaban exclusivamente de cine. Por supuesto dije que de cualquier cosa que habláramos lo hacíamos como verdaderos patriotas soviéticos. Todos considerábamos que el pueblo, bajo la guía del Partido y del camarada Stalin, vencería. Pero han pasado algunos días y he comenzado a sentir cierta agitación; no duermo. Como si presintiera que le había pasado algo a Víktor Pávlovich. Y además está esa extraña historia con Madiárov: partió para pasar diez días en Kúibishev en el Instituto Pedagógico. Sus estudiantes esperaban su llegada y él no apareció; el decano envió un telegrama pero no ha recibido respuesta. Por la noche, cuando uno está en la cama piensa de todo…

Aleksandra Vladímirovna no decía nada.

– Pensándolo bien -dijo él en voz baja-, ¿vale la pena charlar alrededor de una taza de té para que luego empiecen a sospechar de ti y te convoquen?

Ella no decía nada. Karímov la observó con aire interrogativo, invitándola con la mirada a hablar; él había dicho todo lo que tenía que decir. Pero Aleksandra Vladímirovna continuaba callada, y Karímov notó que con su silencio le daba a entender que no se lo había contado todo.

– Así son las cosas -dijo.

Aleksandra Vladímirovna continuaba sin decir nada.

– Ah, sí, me olvidaba. El camarada también me preguntó: «¿Hablabais de la libertad de prensa?».

Sí, claro, hablábamos. Luego me preguntaron de improviso: «¿Conoce a la hermana menor de Liudmila Nikoláyevna y a su ex marido, un tal Krímov?». Yo no los he visto nunca, y Víktor Pávlovich nunca me habló de ellos. Y eso mismo le respondí. Luego me plantearon otra pregunta: «¿Le ha hablado alguna vez Víktor Pávlovich de la situación de los judíos?». Yo les pregunté: «¿Y por qué precisamente conmigo?». Me respondieron: «Ya sabe, usted es tártaro, él es judío…».

Cuando, Karímov, con el abrigo y el gorro puestos, estaba ya en la puerta a punto de despedirse y tamborileaba sobre el buzón del que Liudmila Nikoláyevna había sacado una vez la carta que le comunicaba la herida mortal de su hijo, Aleksandra Vladímirovna dijo:

– Es extraño, ¿qué tiene que ver Zhenia con este asunto?

Evidentemente, ni Karímov ni ella podían saber por que el chequista de Kazan se había interesado por Zhenia, que vivía en Kúibishev, y su ex marido, que estaba en el frente.

Aleksandra Vladímirovna inspiraba confianza a la gente y, por eso, a menudo escuchaba toda clase de relatos y confesiones. Estaba acostumbrada a la desagradable sensación de que su interlocutor no le contara siempre todo. No deseba advertir a Shtrum; sabía que no serviría de nada y que crearía preocupaciones inútiles. No tenía sentido tratar de adivinar quién de los presentes en las conversaciones se había ido de la lengua o bien había formulado la denuncia. Es difícil descubrir a esa clase de hombres. En situaciones así casi siempre resulta ser la persona que uno menos imaginaba. A menudo el caso despertaba la atención del MGB de la manera más inesperada: una alusión en una carta, una broma, unas palabras imprudentes en la cocina comunal en presencia de los vecinos. Pero ¿por qué el juez instructor había interrogado a Karímov sobre Zhenia y Nikolái Grigórievich?

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[114] Frase final del cuento Casa con desván.