– Aquí está el hospital donde yo trabajaba -dijo ella.
– Liuda -le dijo de improviso-, entra ahí, probablemente podrán decirte cuál es el hospital de campaña desde el que ha sido enviada la carta. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?
Vio a Liudmila Nikoláyevna subir los peldaños y hablar con el portero.
Shtrum iba hasta la esquina, y luego volvía a la entrada del hospital. Los viandantes pasaban cerca con bolsas de red que contenían tarros de cristal donde flotaban, en un caldo gris, macarrones y patatas oscuras.
– Vida -lo llamó su mujer.
Por su voz comprendió que Liudmila se había rehecho.
– Bueno, ya está. Se encuentra en Sarátov. Resulta que el sustituto del médico principal estuvo allí hace poco. Me ha anotado la calle y el número del edificio.
De repente surgieron infinidad de cosas que hacer, de cuestiones por resolver: cuándo partía el barco, cómo obtener el billete, había que preparar el equipaje, reunir provisiones, pedir prestado dinero, conseguir un certificado para justificar que se trataba de un viaje de trabajo.
Liudmila Nikoláyevna partió sin equipaje, sin provisiones y casi sin dinero; subió a cubierta sin billete, en medio de los habituales apretones y el revuelo que se levanta durante un embarco.
Sólo se llevó consigo el recuerdo de las despedidas de su madre, su marido y Nadia en una oscura noche de otoño. Las olas negras rompían contra el casco del barco; el viento golpeaba bajo, aullaba, arrastraba gotas de agua del río.
21
Dementi Trífonovich Guétmanov, secretario del obkom [18] de una de las regiones ucranianas ocupadas por los alemanes, había sido nombrado comisario de un cuerpo de tanques que se había formado en los Urales.
Antes de partir a la destinación que le había sido asignada, Guétmanov voló en un Douglas a Ufá, donde había sido evacuada su familia.
Sus camaradas en Ufá se habían ocupado de su familia con esmero: el alojamiento y sus condiciones de vida resultaron ser bastante dignas. Galina Teréntievna, la mujer de Guétmanov, que antes de la guerra era obesa a causa de una enfermedad en el metabolismo, no había adelgazado en absoluto, más bien había ganado peso durante la evacuación. También sus dos hijas y el pequeño, que todavía no iba a escuela, ofrecían un aspecto saludable.
Guétmanov pasó en Ufá cinco días. Antes de partir, algunos de sus allegados fueron a despedirse de éclass="underline" el hermano menor de su mujer, adjunto a la dirección del Comisariado del Pueblo ucraniano; un viejo camarada de Guétmanov originario de Kiev, Maschuk, que trabajaba para los órganos de seguridad; y Sagaidak, responsable de la sección de propaganda del Comité Central ucraniano.
Sagaidak llegó a las once, cuando los niños estaban ya durmiendo, motivo por el cual todos trataban de hablar en voz baja.
– ¿Qué os parece tomar un trago, camaradas? -preguntó Guétmanov-. ¿Un trago de vodka moscovita?
Tomadas por separado, cada una de las partes de Guétmanov era grande: la cabezota de pelo hirsuto que se le estaba volviendo cano, la frente ancha, una nariz carnosa, las palmas de las manos, los dedos, la espalda, el cuello grueso y poderoso. Pero en realidad él mismo, la combinación de esas partes grandes, era bastante pequeño. Y, extrañamente, en aquella cara grande atraían de manera especial y quedaban grabados en la memoria sus ojos diminutos, estrechos, apenas visibles por debajo de sus párpados hinchados. Su color era indefinible, no se sabía qué tonalidad predominaba, si el gris o el azul. Además había en ellos algo penetrante, vivo, insondable.
Galina Teréntievna, tras levantar con agilidad su voluminoso cuerpo, salió de la habitación, y los hombres se callaron como a menudo ocurre en las isbas rurales y también en la ciudad cuando se espera la aparición del licor sobre la mesa. Galina Teréntievna volvió pronto con una bandeja. Era sorprendente que sus manos regordetas hubieran sido capaces de abrir en tan poco tiempo tantas latas de conserva y sacar la vajilla.
Maschuk miró a su alrededor, la amplia otomana, los bordados ucranianos que colgaban de la pared, las hospitalarias botellas y las latas de conserva, y observó:
– Recuerdo que tenía esta otomana en su piso, Galina Teréntievna; es fantástico que la haya transportado hasta aquí, admiro su gran talento para la organización.
– Y debe saberlo -intervino Guétmanov-. Cuando se produjo la evacuación yo ya no estaba en casa. ¡Lo hizo todo ella!
– No se lo iba a dejar a los alemanes, o a los compatriotas -dijo Galina Teréntievna-. Además Dima [19] le tenía tanto apego que, en cuanto llegaba de la oficina del obkom, se sentaba en la otomana a leer sus documentos.
– Así que a leer, ¿eh? -preguntó Sagaidak-. Querrás decir a dormir.
La mujer volvió a la cocina, y Maschuk maliciosamente, a media voz, se dirigió a Guétmanov:
– Oh, puedo ver ya a la doctora, la médico militar a la que Dementi Trífonovich pronto conocerá.
– Sí, dispuesto a dar la vida por ella -dijo Sagaidak. Guétmanov esquivó la cuestión:
– Dejadlo, qué decís, soy un inválido.
– Sí, sí, claro -insistió Maschuk-. ¿Y quién era el que en Kislovodsk volvía a la tienda a las tres de la madrugada?
Los invitados rieron, y Guétmanov lanzó una mirada fugaz pero atenta al hermano de su mujer.
Galina Teréntievna volvió a entrar y, al ver a los hombres riéndose, dijo:
– Basta con que la mujer salga y sólo el diablo sabe qué enseñan a mi pobre Dima.
Guétmanov se puso a servir el vodka en los vasitos, y todos se lanzaron a elegir algo para comer.
Guétmanov, tras mirar el retrato de Stalin que colgaba de la pared, levantó el vaso:
– Bueno, camaradas, el primer brindis será a la salud de nuestro padre, que conserve la salud.
Pronunció estas palabras en tono expeditivo, desenfadado. Esta pretendida sencillez debía significar que para todos era conocida la grandeza de Stalin, pero que los hombres reunidos en torno a la mesa que brindaban por él apreciaban ante todo al hombre sencillo, modesto y sensible. Y Stalin, entornando los ojos desde su retrato, miraba la mesa y el busto opulento de Galina Teréntievna y parecía decir: «Eh, chicos, enciendo la pipa y me siento con vosotros».
– Sí, que nuestro papaíto viva por siempre -dijo el hermano de la anfitriona, Nikolái Teréntievich-. ¿Qué haríamos sin él?
Se volvió para mirar a Sagaidak, que tenía el vaso levantado cerca de sus labios, a la espera de que añadiera algo más, pero Sagaidak miró el retrato pensando: «¿Qué más se puede decir, padre? Tú lo sabes todo». Bebió y todos lo imitaron.
Dementi Trífonovich Guétmanov era originario de Liven, en la provincia de Vorónezh, pero tenía antiguos vínculos con camaradas ucranianos, puesto que durante años había dirigido el trabajo del Partido en Ucrania. Sus lazos con Kiev se habían consolidado a partir de su matrimonio con Galina Teréntievna, cuyos numerosos parientes ocupaban puestos eminentes en el aparato del Partido y del sóviet de Ucrania.
La vida de Dementi Trífonovich era más bien parca en acontecimientos. No había participado en la guerra civil. La policía zarista no lo había perseguido y los tribunales zaristas nunca lo habían exiliado en Siberia. En las conferencias y congresos solía leer sus informes a partir de textos escritos. Leía bien, sin errores, con expresividad, aunque él no fuera el autor de los informes. A decir verdad leerlos era fáciclass="underline" se los imprimían en caracteres grandes, a doble espacio y con el nombre de Stalin siempre en rojo.
En una época había sido un joven sensato y disciplinado. Quería estudiar en el Instituto de Mecánica, pero lo reclutaron para los órganos de seguridad y pronto se convirtió en el guardia personal de un secretario del kraikom [20]. Destacó y lo mandaron a estudiar a la escuela del Partido y, al poco tiempo, fue elegido para trabajar en el aparato del Partido: primero en el departamento de organización e instrucción del kraikom, luego en la sección de personal del Comité Central. Un año más tarde se convirtió en instructor de la sección administrativa de los cuadros. Y poco después de 1937, en secretario del obkom (como se suele decir, el dueño de la región).