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Un día Jenny Guenríjovna le dijo:

– Me acuerdo de la última familia para la que trabajé en 1917. El monsieur era ministro de Hacienda, se paseaba por el comedor y decía: «Estamos acabados, queman las fincas, han parado las fábricas, la moneda se devalúa, saquean las cajas de caudales». Y les pasó exactamente igual que a ustedes, toda la familia se dispersó. Monsieur, madame y mademoiselle huyeron a Suecia, mi pupilo se fue como voluntario con el general Kornílov, y madame lloraba: «Todos los días nos despedimos, el fin está cerca».

Yevguenia Nikoláyevna sonrió con tristeza y no respondió.

Una noche un comisario de policía llevó una citación a Jenny Guenríjovna. La vieja alemana se puso su sombrero de flores blancas y pidió a Zhénechka que diera de comer al gato; ella iría a la policía y de allí directamente al trabajo, adonde la madre de la dentista; le prometió que volvería un día después. Al volver del trabajo, Yevguenia Nikoláyevna encontró la habitación patas arriba y los vecinos le dijeron que Jenny Guenríjovna había sido arrestada.

Yevguenia Nikoláyevna fue a hacer indagaciones. En la milicia le dijeron que la viejecita había partido con un convoy de alemanes hacia el norte.

Al día siguiente se presentó un comisario de policía junto con el administrador de la casa y cogieron una cesta sellada llena de ropa vieja, fotos y cartas amarillentas.

Yevguenia se dirigió al NKVD [27] para averiguar cómo podía enviarle a la viejecita una prenda de abrigo. El hombre de la ventanilla le preguntó:

– ¿Y usted quién es? ¿Una alemana?

– No, soy rusa.

– Váyase a casa. No incordie haciendo preguntas.

– Sólo he venido para saber cómo puedo mandarle ropa de invierno.

– ¿No lo ha entendido? -dijo el hombre de la ventanilla con una voz tan tranquila que Yevguenia Nikoláyevna se asustó.

Aquella noche oyó a algunos inquilinos que hablaban de ella en la cocina.

Una voz dijo:

– La verdad, no es correcto obrar así.

Una segunda voz le respondió:

– Para mí ha sido lista. Primero puso un pie, luego informó de la vieja a quien correspondiera; la ha despachado y ahora es la dueña de la habitación.

Una voz masculina dijo:

– ¿Una habitación? Un cuartucho, mejor dicho. Una cuarta voz intervino:

– Sí, una mujer así siempre se sale con la suya. Habrá que andarse con cuidado…

El destino del gato fue triste. Dormitaba abatido en la cocina mientras los vecinos discutían qué hacer con él.

– ¡Maldito alemán! -decían las mujeres.

Inesperadamente, Draguin declaró que estaba dispuesto a colaborar en la alimentación del gato. Pero el gato no vivió mucho tiempo sin Jenny Guenríjovna porque una de sus vecinas, no se sabe si por accidente o por maldad, lo escaldó con agua hirviendo, y murió.

A Yevguenia Nikoláyevna le gustaba su existencia solitaria en Kúibishev.

Probablemente nunca había sido tan libre como ahora. A pesar de las dificultades de la vida, se sentía ligera y emancipada. Durante mucho tiempo, hasta que no obtuvo el permiso de residencia [28], no tuvo derecho a cartilla de racionamiento y sólo podía comer una vez al día en el comedor con los cupones de comida. Ya desde la mañana pensaba en el momento de entrar al comedor y que le dieran un plato de sopa.

En aquella época apenas pensaba en Nóvikov. En cambio pensaba cada vez con mayor frecuencia en Krímov, casi constantemente; pero la luminosidad interna, la carga afectiva, era más bien escasa.

El recuerdo de Nóvikov se encendía y apagaba sin atormentarla.

Pero un día, en la calle, vio de lejos a un soldado alto con un capote largo, y por un instante le pareció que se trataba de Nóvikov. Se le entrecortó la respiración, le flaquearon las piernas, sintió que la felicidad la embargaba, que se apoderaba de ella. Un minuto más tarde comprendió que se había equivocado y enseguida olvidó su emoción.

Por la noche se despertó de pronto y pensó: «¿Por qué no escribe? ¿Acaso no sabe la dirección?».

Vivía sola; no tenía cerca a Krímov, ni a Nóvikov, ni a sus familiares. Y en apariencia, en aquella libertad solitaria había felicidad. Pero sólo en apariencia.

En aquel periodo se habían instalado en Kúibishev muchos Comisariados del Pueblo, se habían trasladado instituciones y redacciones de periódicos. La ciudad se había convertido temporalmente en la capital, refugio del Moscú evacuado, con su cuerpo diplomático, el ballet del Teatro Bolshói, sus escritores célebres, sus presentadores moscovitas y sus periodistas extranjeros.

Todos estos miles de moscovitas vivían en cuchitriles, habitaciones de hotel, residencias, y seguían con sus actividades habituales: los secretarios de Estado, los jefes del gabinete, los directores administrativos daban órdenes a sus subordinados y dirigían la economía del país; los embajadores extraordinarios y plenipotenciarios se desplazaban en coches lujosos a las recepciones con los altos cargos de la política exterior soviética; Ulánova, Lémeshev, Mijáilov entretenían al público del ballet y la ópera; el señor Shapiro, el representante de la agencia United Press, formulaba preguntas insidiosas a Salomón Abrámovich Lozovski, el responsable de la Oficina de Información Soviética, durante las conferencias de prensa; los escritores escribían noticias para radios y periódicos soviéticos y extranjeros; los periodistas se desplazaban a los hospitales para obtener nuevas con las que escribir reportajes sobre la guerra.

Pero la vida de los moscovitas allí era totalmente diferente. Lady Cripps, la esposa del embajador extraordinario y plenipotenciario de Gran Bretaña, se levantaba de la mesa después de tomar la cena con un cupón en el restaurante del hotel y envolvía en papel de periódico los trozos de pan y los terrones de azúcar que habían sobrado para subirlos a la habitación; los corresponsales de varias agencias de noticias internacionales iban al mercado, abriéndose paso entre los heridos, y hablaban largo y tendido sobre la calidad del tabaco casero haciendo girar los cigarrillos de muestra, o bien hacían cola para los baños públicos, apoyando el peso ahora en una pierna luego en la otra; algunos escritores, célebres por la hospitalidad que brindaban, discutían sobre cuestiones de orden internacional y el destino de la literatura con una copita de aguardiente casero acompañado de una ración de pan.

Enormes instituciones se encajonaban en los oscuros pisos de Kúibishev; los directores de los grandes periódicos soviéticos recibían a sus invitados en mesas donde, después de las horas de trabajo, los niños preparaban sus lecciones y las mujeres cosían.

En esta mezcla de aparato estatal y bohemia de la evacuación había algo atractivo.

Yevguenia Nikoláyevna tuvo que hacer frente a muchas dificultades para obtener el permiso de residencia.

El jefe de la oficina de diseños y proyectos donde ella había comenzado a trabajar, el teniente coronel Rizin, un hombre alto de voz suave y susurrante, desde el primer día comenzó a lamentarse por la responsabilidad que había asumido contratando a alguien que no tenía los papeles en regla. Le ordenó, pues, que fuera a la comisaría local después de extenderle un certificado de trabajo.

Un oficial de la comisaría se quedó con el pasaporte de Yevguenia Nikoláyevna y su certificado y le dijo que volviera al cabo de tres días para conocer la respuesta.

Cuando llegó el día asignado, Yevguenia Nikoláyevna entró en el pasillo en penumbra donde había personas sentadas a la espera de ser recibidas; sus rostros reflejaban esa expresión particular que a menudo muestran las personas que han ido a la comisaría por cuestiones relacionadas con el pasaporte o permisos de residencia. Yevguenia se acercó a la ventanilla. Una mano femenina con las uñas pintadas con un esmalte rojo oscuro le alargó el pasaporte y le dijo con voz tranquila:

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[27] NKVD: siglas de Narodni Komissariat Vnútrennij Del (Comisariado Popular de Asuntos Interiores). Órgano de la seguridad del Estado entre 1934 y 1941, sucesor de la OGPU.

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[28] La OGPU /NKVD estableció un rígido sistema de pasaportes que dividía a la población en grupos con diferentes derechos y privilegios. En el pasaporte figuraba la filiación de un ciudadano, la etnia a la que pertenecía, las inscripciones del registro civil y, desde 1932, el permiso de residencia, que restringía la libre elección del lugar de residencia y de trabajo.