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– Eso es pan comido -le dijo Rizin y levantó las manos-. El problema está en los órganos de la milicia. Pero ¿qué le vamos a hacer? Kúibishev tiene un régimen especial, con instrucciones especiales.

Después le preguntó:

– ¿Está libre esta noche?

– No, estoy ocupada -respondió Yevguenia, enfadada.

Mientras volvía a casa pensó que pronto vería a su madre, a su hermana, a Víktor Pávlovich, a Nadia, y que en Kazán la vida sería más fácil que en Kúibishev. Se sorprendió de haberse sentido tan afligida, de haber pasado tanto miedo al entrar en la comisaría de policía. ¿Que le habían denegado el permiso? Qué más le daba… Y si Nóvikov le enviaba una carta, siempre podía pedirle a los vecinos que se la reenviaran a Kazán.

A la mañana siguiente, poco después de llegar al trabajo, recibió una llamada telefónica. Una voz amable le pidió que pasara por la oficina de pasaportes para recoger su permiso de residencia.

25

Yevguenia trabó amistad con uno de los inquilinos de su apartamento: Sharogorodski. Cuando éste se giraba bruscamente daba la impresión de que su gruesa cabeza gris alabastro iba a separársele del cuello delgado y caería al suelo con estruendo. Zhenia había notado que la tez pálida del anciano se tornasolaba de un suave azul celeste. La combinación de piel azulada y el frío azul cielo de los ojos la fascinaban. El anciano procedía de una familia de alta alcurnia y Zhenia se divertía pensando que si se le pintara un retrato a Sharogorodski debería ser en azul.

La vida de Vladimir Andréyevich Sharogorodski había sido peor antes de la guerra que en la actualidad. La Oficina de Información Soviética le encargaba notas sobre Dmitri Donskói, Suvórov, Ushakov, sobre las tradiciones de la oficialidad rusa, sobre poetas del siglo XIX: Tiútchev, Baratinski…

Vladimir Andréyevich le había contado a Zhenia que por línea materna descendía de una casa principesca de mayor antigüedad que los Romanov.

De joven había trabajado en un zemstvo [30] provincial y había predicado las ideas de Voltaire y Chaadáyev entre los hijos de los terratenientes, los maestros rurales y los curas jóvenes.

Vladimir Andréyevich le relató a Zhenia una conversación que había mantenido cuarenta y cuatro años antes con un decano de la nobleza provinciaclass="underline" «Usted, representante de una de las familias más antiguas de Rusia, se ha empeñado en convencer a los campesinos de que desciende del mono. Y entonces el campesino le preguntará: ¿Y los grandes duques? ¿Y el príncipe heredero? ¿Y el zar? ¿Y la zarina…?».

Pero Sharogorodski había continuado turbando los ánimos y acabó siendo exiliado a Tashkent. Un año más tarde recibió el perdón y partió a Suiza. Allí conoció a muchos activistas revolucionarios: bolcheviques, mencheviques, eseristas y anarquistas. Todos conocían al príncipe extravagante. Participaba en reuniones y debates, con algunos incluso mantenía relaciones amistosas, aunque no estaba de acuerdo con nadie. Durante aquella época trabó amistad con un estudiante judío, un bundista [31] de barba negra llamado Lípets.

Poco antes de la Primera Guerra Mundial volvió a Rusia y se estableció en su finca. De vez en cuando publicaba artículos sobre literatura e historia en Nizhegorodski Listok.

No se ocupaba de la economía, y era su madre la que administraba la finca.

Sharogorodski resultó ser el único propietario cuya finca respetaron los campesinos. El Kombed [32] incluso le asignó una carretada de leña y cuarenta coles. Vladimir Andréyevich vivía en la única habitación de la casa con calefacción y las ventanas intactas. Leía y escribía poesía. Leyó a Yevguenia uno de sus poemas titulado Rusia.

Insensata despreocupación por los cuatro costados. Llanura. Infinitud. Graznan cuervos de mal agüero.
Desenfreno. Incendios. Secretismo. Indiferencia obtusa. Originalidad por doquier. Una terrible magnificencia.

Leía pronunciando con esmero las palabras, subrayando los puntos y las comas, enarcando sus largas cejas que, sin embargo, no le empequeñecían la frente espaciosa.

En 1926 a Sharogorodski se le ocurrió impartir conferencias sobre historia de la literatura rusa; menospreciaba a Demián Bedni y alababa a Fet, participó en debates sobre la belleza y la justicia de la vida, que entonces estaban en boga, se declaró adversario de toda clase de Estado, definió el marxismo como una doctrina limitada, habló del destino trágico del alma rusa, y al final se ganó un nuevo viaje a Tashkent a cuenta del gobierno. Allí vivió asombrado por el poder de los argumentos geográficos en las discusiones teóricas, y sólo a finales de 1933 obtuvo la autorización para trasladarse a Samara, a casa de su hermana mayor, Yelena Andréyevna. Murió poco antes de que estallara la guerra.

Sharogorodski nunca invitaba a nadie a su habitación, pero una vez Zhenia pudo echar un vistazo a los aposentos del príncipe: pilas de libros y periódicos viejos se elevaban en los rincones; sillones vetustos estaban encajados unos sobre otros hasta el mismo techo; retratos en marcos dorados yacían en el suelo. Sobre un sofá de terciopelo rojo había una colcha que perdía su relleno de algodón.

Era un hombre dulce, poco hábil con los asuntos prácticos de la vida. Era una de esas personas de las que se suele decir: «Es un hombre con alma de niño y tiene una bondad angelical». Pero podía mostrar indiferencia, mientras recitaba sus versos preferidos, ante un niño hambriento o una vieja harapienta con la mano extendida suplicando un trozo de pan.

Mientras escuchaba a Sharogorodski, Yevguenia a menudo recordaba a su primer marido, aunque aquel viejo enamorado de Fet y de Soloviov no se parecía a Krímov, el oficial del Komintern.

A Yevguenia le sorprendía que Krímov, impasible a la fascinación del paisaje y las fábulas rusos, a los versos de Fet y Tiútchev, fuera tan ruso como el viejo Sharogorodski. Todo aquello de la vida rusa que desde la juventud era querido por Krímov, los nombres sin los que no concebía a Rusia, a Sharogorodski le resultaba indiferente y a menudo incluso hostil.

Fet era un dios para Sharogorodski y, además, un dios ruso. del mismo modo que consideraba divinas las fábulas sobre Finist el Halcón Brillante y Las dudas de Glinka. Y por mucho que admirara a Dante, lo estimaba privado de la divinidad de la música y la poesía rusa.

Krímov, en cambio, no establecía diferencias entre Dobroliúhov y Lassalle, entre Chernishevski y Engels. Para él Marx era más grande que todos los genios rusos, y la Sinfonía Heroica de Beethoven triunfaba indiscutiblemente sobre la música rusa. Quizá sólo con Nekrásov hacía una excepción: lo consideraba el poeta más grande del mundo.

A veces a Yevguenia Nikoláyevna le parecía que Sharogorodski la ayudaba no sólo a comprender a Krímov, sino los entresijos de su relación con Nikolái Grigórievich.

A Zhenia le gustaba conversar con Sharogorodski. A menudo la charla se iniciaba con boletines preocupantes, luego Sharogorodski se lanzaba a disertar sobre el destino de Rusia.

– La nobleza rusa -decía- es culpable ante Rusia, Yevguenia Nikoláyevna, pero también ha sabido amarla. De la primera guerra no nos han perdonado nada, nos lo han reprochado todo: nuestros idiotas y zopencos, nuestros glotones soñolientos, Rasputin, el coronel Miasoyédov, las alamedas de tilos y la despreocupación, las isbas sin chimenea y los zuecos de los campesinos… Seis hijos de mi hermana perecieron en Galitzia; mi hermano, un hombre viejo y enfermo, murió en el campo de batalla, pero la Historia no lo ha tenido en cuenta… Y debería hacerlo.

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[30] Denominación dada a los órganos de autonomía administrativa establecidos en un gran número de provincias de Rusia entre 1864 y 1918, y creados bajo el reinado del zar Alejandro II.

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[31] Perteneciente al Bund (Der Algemeyner Yidisher Arbeter Bund in Rusland un Poyln): Unión General de Obreros judíos de Rusia y Polonia, fundada en Vilna en 1897.

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[32] Comité de campesinos pobres.