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Cuando regresó a la playa, cortó un cuarto del animal y lo asó, colgándolo de tres palos atados en haz sobre un fuego de eucaliptos. La chisporroteante llama le reconfortó más que la carne almizclada y coriácea que masticaba, mientras contemplaba el horizonte. Decidió mantener aquel fuego permanentemente, en primer lugar para caldearse el ánimo, pero además para utilizar el mechero de sílex que había encontrado en su bolsillo, y sobre todo para hacer una señal a eventuales salvadores. Por otra parte, nada podía servir mejor para atraer a la tripulación de un navío que pasara cerca de la isla que los restos del Virginia, que se mantenía en equilibrio sobre su roca, evidente y lastimoso con sus maromas deshilachadas colgando de sus mástiles quebrados, pero capaz de provocar aún la avaricia de cualquier aventurero. Robinsón pensaba en las armas y provisiones de todo tipo que guardaba aún en su interior, armas y provisiones que él debería rescatar antes de que una nueva tempestad barriera definitivamente los restos. Si su estancia en la isla tenía que prolongarse, su supervivencia iba a depender de aquella herencia legada a él por sus compañeros, que en el presente no podía ya dudar de que estaban todos muertos. Lo prudente sería proceder sin más demora a las operaciones de desembarco, que iban a presentar enormes dificultades a un hombre solo. Sin embargo, no hizo nada, tras considerar que si vaciaba el Virginia le dejaría más vulnerable ante un vendaval, y por tanto comprometería su más valiosa oportunidad de salvación. La verdad era que experimentaba una repugnancia insuperable hacia todo lo que pudiera parecerse a trabajos de instalación en la isla. No sólo porque se empeñaba en creer que su estancia allí no podría ser muy larga, sino además por un temor supersticioso: le parecía que si hacía cualquier cosa para organizar su vida en aquellas costas, estaba renunciando a las posibilidades que tenía de ser recogido inmediatamente. Dando con obstinación la espalda a la tierra, no tenía ojos más que para la superficie curvada y metálica del mar, de donde habría de venir muy pronto la salvación.

Empleó los siguientes días en marcar su presencia por todos los medios que le ofrecía su imaginación. Junto a la hoguera que mantenía constantemente encendida en la playa, apiló gavillas de ramas y un montón de algas que podrían servirle para formar rápidamente una hoguera que produjera mucho humo si alguna vela apuntaba por el horizonte. Después ideó un mástil del que pendía una pértiga, cuyo extremo más largo tocaba el suelo. En caso de alerta, clavaría allí una antorcha encendida y después, tirando del otro extremo con ayuda de una liana, haría bascular la pértiga y subiría hasta el cielo aquel fanal improvisado. Pero se desinteresó de esta estratagema, al descubrir en el acantilado, destacando sobre la bahía, hacia el oeste, un eucalipto muerto que podía tener unos doscientos pies de altura y cuyo tronco hueco formaba una chimenea que se abría hacia el cielo. Amontonó allí ramitas y pajas y pensó que, en muy poco tiempo, podría transformar aquel árbol en una gigantesca antorcha que podría divisarse en varias leguas a la redonda. No se preocupó de hacer señales que pudieran ser vistas mientras él no estaba, porque no pensaba alejarse de aquella orilla en la cual en unas pocas horas tal vez ^mañana o pasado mañana, como muy tarde- un navío anclaría para él.

No tenía que esforzarse para poder alimentarse y comía en todo momento lo que le caía en las manos -caracolas, hojas de verdolaga, raíces de helecho, nuez de coco, cogollos de palmito, bayas o huevos de pájaro o de tortuga-. Al tercer día arrojó lejos de sí, dejándosela a los carroñeros, la osamenta del macho cabrío, porque su olor se había hecho intolerable. Pero en seguida lamentó aquel gesto, que tuvo como resultado el que la atención vigilante de los siniestros pájaros se centrara en su persona. A partir de ese momento, fuera a donde fuera, hiciera lo que hiciera, un areópago de cabezas canas y cuellos pelados se agrupaban inexorablemente a una determinada distancia. Los pajarracos apenas esquivaban perezosamente las piedras o las ramas con que él los bombardeaba presa de una gran exasperación, como si -servidores de la muerte- fueran a su vez inmortales.

No se preocupaba de contabilizar los días que pasaban. Por boca de sus salvadores se enteraría del tiempo que había transcurrido desde el naufragio del Virginia. Por eso jamás llegó a saber en qué momento, al cabo de cuántos días, semanas o meses su inactividad y su actitud de vigilancia pasiva del horizonte comenzaron a pesarle. La amplia llanura oceánica, ligeramente combada, espejeante y glauca, le fascinaba y comenzó a temer que pudiera ser presa de las alucinaciones. En primer lugar olvidó que no había ante sus pies más que una masa líquida en perpetuo movimiento. Vio, en cambio, una superficie dura y elástica en la que no tendría más que lanzarse para rebotar. Después, llegando más lejos, imaginó que se trataba del lomo de algún animal fabuloso, cuya cabeza tenía que hallarse al otro lado del horizonte. Por último, le pareció de pronto que la isla, sus rocas y sus bosques no eran más que los párpados y las pestañas de un ojo inmenso, azul y húmedo, que escrutaba las profundidades del cielo. Esta última imagen le obsesionó hasta tal punto que tuvo que renunciar a su expectación contemplativa. Reaccionó y decidió emprender cualquier cosa. Por vez primera el miedo a perder el juicio le había rozado. Ya nunca le abandonaría.

Emprender algo no podía tener más que un sentido: construir una embarcación de tonelaje suficiente para poder alcanzar la costa chilena occidental.

Aquel día Robinsón decidió vencer su repugnancia y realizar una incursión a los restos del Virginia para intentar sacar de allí las herramientas y materiales útiles para su propósito. Con ayuda de unas lianas reunió una docena de troncos y construyó una tosca almadía que resultaba, sin embargo, muy práctica con el mar en calma. Una resistente pértiga podía servirle como medio de propulsión, porque cuando había marea baja, el agua era poco profunda hasta la altura de las primeras rocas, y en éstas podría apoyarse a partir de ese momento. Al llegar bajo la sombra monumental del barco naufragado, amarró su balsa al fondo y comenzó a rodear el navío a nado, para encontrar un medio de acceso. El casco, que no presentaba ningún daño aparente, había quedado colocado sobre un arrecife puntiagudo que se mantenía constantemente sumergido y que le sostenía como si fuera un pedestal. En una palabra, si la tripulación, confiando en aquel magnífico Virginia, se hubiera mantenido en el entrepuente en vez de exponerse sobre el puente, barrido por las olas, quizá todo el mundo hubiera podido salvar su vida. Mientras se aupaba con ayuda de una estacha que colgaba de un escobén, Robinsón se atrevía incluso a pensar que quizá podría encontrar a bordo al capitán Van Deyssel, al que había dejado, sin duda herido, pero en cualquier caso vivo y seguro en su camarote. Nada más saltar sobre el alcázar -obstruido por tal montón de mástiles, vergas, cables y estachas rotas y embarulladas que era casi imposible abrirse paso a través suyo- percibió el cadáver del vigía que se mantenía sólidamente encajado en el cabrestante, como un ajusticiado en la picota. El desdichado, vapuleado por los terribles choques que había tenido que sufrir sin poder guarecerse, había muerto en su puesto, tras haber dado inútilmente la voz de alerta.

El mismo desorden reinaba en los pañoles, pero por lo menos allí no había penetrado el agua y encontró almacenadas en unas arcas provisiones de galletas y carne seca; consumió toda la que pudo sin tener agua dulce. Quedaban allí también unos barriles con vino y ginebra, pero un hábito de abstinencia había dejado intacto en su interior la repulsión que experimenta naturalmente el organismo ante las bebidas fermentadas. El camarote estaba vacío, pero pudo ver al capitán tirado en la cabina de mandos. Robinsón tuvo un estremecimiento de alegría cuando vio al hombrón corpulento hacer un esfuerzo para enderezarse al oírse llamar. ¡De forma que la catástrofe había dejado dos supervivientes!; a decir verdad, la cabeza de Van Deyssel, que no era más que una masa sanguinolenta y desmelenada, caía hacia atrás, sacudida por los extraños sobresaltos que agitaban al torso. Cuando la silueta de Robinsón quedó enmarcada en lo que quedaba de la puerta de la pasarela, el manchado jubón del capitán se entreabrió y escapó de allí una rata enorme, seguida por otras dos de menores dimensiones. Robinsón se alejó tambaleándose y vomitó entre los escombros que cubrían el suelo.