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No se había mostrado nunca muy interesado acerca de la naturaleza de la carga que transportaba el Virginia. En realidad, una vez le había planteado la pregunta a Van Deyssel pocos días después del embarque, pero no había insistido cuando el capitán le respondió con una broma repugnante. Se trataba de una especialidad -había explicado el hombrón- de queso de Holanda y guano, ya que este último producto se emparentaba con el primero por su consistencia untuosa, su color amarillento y su olor caseoso. Por eso tampoco se sorprendió Robinsón al descubrir cuarenta toneles de pólvora negra, muy bien estibados en el centro de la bodega.

Necesitó varios días para transportar primero a su balsa y después a tierra todo aquel explosivo, porque la mitad del tiempo era interrumpido por la subida de la marea. Aprovechaba entonces para colocarlo al abrigo de la lluvia bajo una cubierta de palmas sujetas con piedras. Transportó, además, desde el barco dos cajas de galletas, un catalejo, dos mosquetes, una pistola de doble cañón, dos hachas, una azuela, un martillo, una cuchilla, un rollo de estopa y una amplia pieza de estambre de color rojo (paño de poco precio, destinado a operaciones de trueque con eventuales indígenas). Encontró en el camarote del capitán el famoso barrilete de Amsterdamer, herméticamente cerrado y, en su interior, la gran pipa de porcelana intacta a pesar de su fragilidad, al estar protegida en la chimenea formada por el tabaco. Cargó también en su balsa una gran cantidad de tablas arrancadas del puente y de los mamparos del navío. Por último encontró en el camarote del segundo una biblia en buen estado que se llevó envuelta en un trozo de vela para protegerla.

Al día siguiente emprendió la construcción de una embarcación, a la que de antemano bautizó con el nombre de Evasión.

Capítulo II

Al nordeste de la isla, los acantilados se convertían en una ensenada de arena fina, fácilmente accesible a través de unos detritos rocosos salpicados de delgados brezos. Aquella escotadura de la costa se hallaba dominada por un claro de un acre y medio de extensión poco más o menos, totalmente llano, y allí Robinsón descubrió bajo las hierbas un tronco de mirto que medía más de ciento cuarenta pies de largo; el tronco era seco, sano y bien desarrollado y a partir suyo decidió Robinsón realizar la pieza maestra del Evasión. Transportó hasta allí los materiales que había arrebatado al Virginia y estableció su taller en aquella planicie que tenía además la ventaja de dominar el horizonte marino desde donde podría venir la salvación. Además, el eucalipto hueco se hallaba cerca y podría llegar hasta él sin demora en caso de alerta.

Antes de ponerse al trabajo Robinsón leyó en alta voz algunas páginas de la Biblia. Educado en el espíritu de la secta de los cuáqueros -a la que pertenecía su madre-, jamás había sido un gran lector de los textos sagrados. Pero lo extraordinario de su situación y el azar -que se parecía tanto a un decreto de la Providencia-, al que debía que le hubiera sido entregado el Libro de los libros, le impulsaban a buscar en aquellas venerables páginas el socorro moral que necesitaba. Aquel día creyó descubrir en el capítulo IV del Génesis -el que relata el Diluvio y la construcción del arca por Noé- una evidente alusión al navío de salvación que iba a salir de sus manos.

Tras limpiar de hierbas y de matorrales un área de trabajo suficiente, hizo rodar hasta aquel lugar el tronco de mirto y comenzó a despojarle de sus ramas. Luego le atacó con el hacha para conferirle el perfil de una viga rectangular.

Trabajaba lentamente y como a saltos. Como única guía tenía el recuerdo de las expediciones que hacía cuando era niño a un astillero donde se construían barcas de pesca, que se encontraba a la orilla del Ouse en York; y también la canoa que sus hermanos y él habían intentado realizar y a la que tuvieron que renunciar. Pero disponía de un tiempo indefinido y se veía empujado a su tarea por una imperiosa necesidad. Cuando parecía que el desaliento iba a ganarle, se comparaba con un prisionero que limaba con una herramienta improvisada los barrotes de su ventana o excavaba con sus uñas un agujero en uno de los muros de su celda, y entonces se consideraba afortunado en su desdicha. Conviene añadir que, como se había olvidado de mantener un calendario desde el naufragio, tenía una idea vaga del tiempo que iba transcurriendo. Los días se superponían todos semejantes en su memoria y tenía la sensación de recomenzar cada mañana la jornada de la víspera.

Se acordaba, desde luego, de las hormas de vapor con las que los carpinteros del Ouse curvaban las piezas para el futuro barco. Pero no podía plantearse el construir un horno con su caldera de alimentación y no le quedaba más que la delicada y laboriosa solución de ensamblar piezas que iba recortando con el hacha. El perfil de la roda y el codaste resultó tan difícil de elaborar que tuvo incluso que abandonar su hacha y adelgazar la madera, extrayendo finas virutas con su cuchillo. Estaba obsesionado por el miedo a estropear el mirto que le había proporcionado providencialmente la pieza maestra para el Evasión.

Cuando veía rondar a los carroñeros sobre los restos del Virginia, le remordía la conciencia por haber abandonado sin sepultura los despojos del capitán y del marinero. Había ido dejando para más adelante la espantosa tarea que suponía para un hombre solo arrastrar y transportar a tierra aquellos cadáveres corpulentos y descompuestos. Y si los arrojaba por la borda corría el riesgo de atraer a la bahía a los tiburones, que se habrían quedado fijos allí a la espera de nuevas oportunidades. Ya era bastante con los buitres, a los que había engolosinado con una primera imprudencia y que desde aquel momento le vigilaban sin interrupción. Se dijo al fin que, cuando los pájaros y los ratones hubieran terminado de limpiar los cadáveres, tendría tiempo de recoger los esqueletos mondos y secos y darles decente sepultura. Se dirigió a las almas de los dos difuntos y les prometió incluso que elevaría una capillita a la que acudiría a diario para rezar. Sus únicos compañeros eran los muertos; era justo que les cediera un lugar especial en su vida.

Pese a todas sus búsquedas en el Virginia, no había podido encontrar ni un tornillo, ni un clavo. Como tampoco disponía de berbiquí, no podía ensamblar las piezas con cuñas. Se resignó a unirlas mediante un sistema de entalles y espigas, tallando estas últimas a cola de milano para que resultaran más sólidas. Se le ocurrió además endurecerlas a la llama antes de introducirlas en las muescas y después rociarlas con agua de mar para que se hincharan y, de este modo, se adhirieran a su emplazamiento. Cien veces se rompió la madera, o por la llama o por el agua, pero él volvía a comenzar, incansable, mientras vivía en una especie de atontamiento sonámbulo, más allá de la fatiga y de la impaciencia.