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En todos aquellos trabajos Robinsón sufría mucho al no poseer una sierra. Aquel instrumento -que no podía elaborar con medios improvisados- le habría ahorrado meses de trabajo con el hacha y el cuchillo. Una mañana creyó ser víctima de su propia obsesión cuando, al despertarse, escuchó un ruido que sólo podía interpretar como el que haría un serrador en el trabajo. A ratos cesaba el ruido, como si el que utilizara la sierra hubiera cambiado de posición y luego volvía a reaparecer con una regularidad monótona. Robinsón salió despacio del agujero de la roca en que se había acostumbrado a dormir y avanzó con cautela hacia el lugar de donde procedía aquel ruido, esforzándose en prepararse para la emoción que iba a experimentar si se encontraba frente a frente con un ser humano. Terminó descubriendo, al pie de una palmera, un cangrejo gigante que serraba con sus pinzas una nuez de coco que tenía apretada entre sus patas. En las ramas del árbol, a unos veinte pies de altura, otro cangrejo atacaba a las nueces en su base para hacer que cayeran. Los dos crustáceos no parecieron incomodarse en modo alguno por la aparición del náufrago y prosiguieron tranquilamente su ruidosa tarea.

El espectáculo le produjo un profundo disgusto. Volvió al claro del Evasión, reafirmado en el sentimiento de que aquella tierra seguía siendo extraña para él, que se hallaba colmada de maleficios y que su barco -cuya maciza y simpática silueta podía vislumbrar entre la maleza- era todo lo que le unía con la vida.

Como carecía de barniz, o incluso de alquitrán, para endurecer los costados del casco, comenzó a fabricar una especie de cola siguiendo un procedimiento que había observado en los astilleros del Ouse. Para conseguirla tuvo que talar casi por entero un bosquecillo de acebo que había descubierto casi desde el comienzo de su trabajo. Durante cuarenta y cinco días estuvo dedicado a despojar a los arbustos de su primera corteza y luego recogió la corteza interior, cortándola en lajas. Luego hizo hervir durante mucho tiempo en un caldero aquella masa fibrosa y blanquecina que se descompuso poco a poco, produciendo un líquido espeso y viscoso. Lo volvió a poner al fuego y, cuando todavía estaba caliente, lo extendió sobre el casco del barco.

El Evasión estaba terminado, pero la larga historia de su construcción quedaba escrita para siempre sobre la carne de Robinsón. Cortes, quemaduras, cuchilladas, callos, marcas indelebles y cicatrices deformes narraban la obstinada lucha que había tenido que entablar para conseguir aquel barquito rechoncho y veloz. Como carecía de diario de a bordo, contemplaría su propio cuerpo cuando quisiera acordarse.

Comenzó entonces a reunir las provisiones que pensaba embarcar consigo. Pero abandonó en seguida la tarea al darse cuenta de que convenía meter primero en el agua su nueva embarcación, para probar su calado y comprobar su estabilidad. Pero una angustia sorda le impedía hacerlo: el miedo a un fracaso, a un golpe inesperado que redujera a la nada las oportunidades de éxito de aquella empresa con la que se jugaba la vida. Le parecía que tal vez el Evasión podía presentar en las primeras pruebas algún defecto imprevisto, un exceso de calado, por ejemplo -sería entonces poco manejable y las más pequeñas olas le cubrirían-, o, por el contrario un calado insuficiente, en cuyo caso zozobraría al primer desequilibrio. En sus peores pesadillas, la embarcación, nada más rozar la superficie del agua, se hundía como un lingote de plomo y él, con el rostro sumergido en el agua, la contemplaba hundirse anadeando en glaucas profundidades cada vez más sombrías.

Por último se decidió al fin a efectuar aquella botadura diferida desde hacía tanto tiempo por oscuros presentimientos. En realidad, no se sorprendió ante la imposibilidad de arrastrar sobre la arena, para llegar hasta el mar, aquel casco que debía pesar más de mil libras.

Pero su primer fracaso le reveló la gravedad de un problema que nunca se había planteado en serio. Fue una ocasión para descubrir un importante aspecto de la metamorfosis que sufría su espíritu por influencia de su vida solitaria. Era como si el campo de su atención se hiciera más profundo, pero al mismo tiempo más estrecho. Se le hacía cada vez más difícil pensar en varias cosas al mismo tiempo, e incluso tenía dificultades para pasar de un asunto que le preocupara a otro diferente. De este modo se dio cuenta de que el prójimo es para nosotros un poderoso factor de distracción no sólo porque nos perturba sin cesar y nos arranca de nuestros pensamientos, sino además porque la sola posibilidad de su aparición proyecta una imprecisa claridad sobre un universo de objetos que se hallan situados al margen de nuestra atención, pero que, en cualquier momento, podrían pasar a convertirse en su centro. Esta presencia marginal y como fantasmagórica de las cosas de las que no se ocupaba de inmediato se había ido borrando poco a poco del espíritu de Robinsón. A partir de ese momento se encontraba rodeado de objetos sometidos a la somera ley del todo o nada, y por eso, absorbido en la construcción del Evasión, se había desentendido del problema de su flotación. Conviene añadir que había estado además trastornado por el ejemplo del arca de Noé, que se había convertido para él en el arquetipo del Evasión: construida en medio de la tierra, lejos de cualquier playa, el arca había aguardado a que el agua llegara hasta ella, cayendo del cielo o deslizándose desde la cumbre de las montañas.

Un pánico, al principio dominado y luego vertiginoso, se apoderó de él cuando fracasó también al deslizar unos troncos bajo la quilla para conseguir que rodara, como había visto hacer con los fustes de las columnas cuando fue construida la catedral de York. El casco era inamovible y Robinsón sólo consiguió hundir una de sus cuadernas al apoyarse sobre ella con una estaca que hacía palanca sobre un madero. Al cabo de tres días de esfuerzo, la fatiga y la cólera nublaron su vista. Ideó entonces un último procedimiento para lograr ponerlo a flote: ya que no podía deslizar el Evasión hasta el mar, podría hacer tal vez que el mar subiera hasta el barco. Bastaba con realizar una especie de canal que, partiendo de la orilla, se iría haciendo cada vez más profundo hasta alcanzar el lugar en que había sido construido el barco. Éste se deslizaría al fin por el canal en el que penetraría diariamente el agua cuando subiera la marea. Se puso al trabajo en seguida. Luego, ya con el ánimo más sereno, calculó la distancia entre la orilla y el barco y, sobre todo, la altura a la que se encontraba éste por encima del nivel del mar. El canal debería tener ciento veinte yardas de longitud, y tendría que hundirse en el acantilado hasta más de cien pies de profundidad. Empresa gigantesca para la que, en el mejor de los casos, no serían bastantes todos los años que podrían quedarle de vida. Renunció.

El légamo líquido sobre el que danzaban nubes de mosquitos era recorrido por remolinos viscosos cuando un jabato del que sólo emergía el manchado hocico se prendió del costado materno. Varias manadas de jabalíes habían establecido su pocilga en las zonas pantanosas de la costa oriental de la isla, y allí permanecían sumergidos durante las horas más calurosas del día. Pero mientras que la hembra adormecida se confundía con el fango en su inmovilidad vegetal, su carnada se agitaba y disputaba sin cesar con agudos gruñidos. Como los rayos del sol comenzaban a hacerse oblicuos, la jabalina salió de pronto de su somnolencia y con un gran esfuerzo alzó su cuerpo chorreante sobre una lengua de tierra seca, mientras que los pequeños huían furiosos con gritos estridentes para escapar a la succión del fango. Después, toda la piara marchó en fila india con un gran ruido de matorrales pisoteados y de madera quebrada.