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Una mostraba a Wen en la estación de ferrocarril de Shanghai, asomada a una ventanilla del tren y saludando con la mano a los que estaban en el andén, que sin duda alguna cantaban y gritaban eslóganes revolucionarios. Era una escena familiar para Yu, que había visto a Peiqin asomarse para saludar con la mano a su familia en el mismo andén. Metió varias fotografías en su bloc de notas.

– ¿Wen tenía alguna foto reciente?

– La única reciente es la de su pasaporte.

– ¿Ni siquiera una foto de boda?

– No.

Qué extraño, pensó Yu. En Yunan, aunque no habían solicitado su certificado de matrimonio por miedo a poner en peligro sus posibilidades de que les permitieran regresar a Shanghai, Peiqin se había empeñado en que les tomaran una típica fotografía de novios. Ahora, años más tarde, Peiqin aún se refería a ella como su foto de boda.

El cajón inferior de la cómoda contenía algunos libros infantiles, un diccionario, un viejo recorte de periódico de varios meses atrás, un ejemplar de El sueño de la cámara roja reimpreso antes de la Revolución Cultural, una antología de los mejores poemas de 1988…

– Una antología de poesía de 1988 -dijo Yu, volviéndose a Zhao-. ¿No está fuera de lugar?

– Ah, yo también lo pensé -Zhao lo cogió-. Pero ¿ve los diseños de bordados en papel guardados entre las páginas? Los de la aldea utilizan los libros con ese fin.

– Sí, mi madre solía hacerlo también, para que los diseños no se arrugaran -Yu hojeó el volumen. No había ninguna firma. Tampoco se mencionaba el nombre de Wen en el índice.

– ¿Quiere enviárselo a su poético inspector jefe?

– No, no creo que ahora tenga tiempo para la poesía -no obstante, Yu tomó nota de ello-. Ah, ha mencionado usted que trabajaba en una fábrica de la comuna. El sistema de comunas fue abolido hace varios años.

– Es cierto. Sólo que la gente está acostumbrada a llamarla la fábrica de la comuna.

– ¿Podemos ir hoy allí?

– El director está en Guangzhou. Concertaré una entrevista para usted en cuanto regrese.

Cuando terminaron de examinar la casa de Wen fueron a la oficina del comité de la aldea. El jefe de la aldea no estaba. Una anciana de más de ochenta años reconoció a Zhao y les preparó té. Yu telefoneó al Departamento de Policía de Shanghai, pero el inspector jefe Chen tampoco estaba.

Casi era la hora de comer. Zhao no volvió a aludir a su plan de recepción. Se dirigieron a un puesto de fideos: una cocina de carbón y varias ollas frente a una desvencijada casa. Mientras esperaban sus fideos con albóndigas de pescado, Yu se volvió para contemplar el arrozal que había detrás de ellos.

La mayoría de granjeros que trabajaban en el arrozal eran mujeres jóvenes o de edad madura, con el cabello envuelto en toallas blancas y los pantalones remangados.

– Esa es otra señal -dijo Zhao, como si leyera los pensamientos de Yu-. Esta aldea es típica de la zona. Unas dos terceras partes de las familias tienen a sus hombres en el extranjero. No tenerlos es como un estigma para esa familia. Así que prácticamente no hay hombres jóvenes o de edad madura, y sólo quedan sus esposas para trabajar en los campos.

– Pero ¿cuánto tiempo estarán aquí estas esposas?

– Al menos siete u ocho años, hasta que sus maridos consigan legalizar su situación en el extranjero.

Después de almorzar, Zhao sugirió algunas familias para empezar a entrevistarlas. Sin embargo, tres horas más tarde Yu se dio cuenta de que probablemente no obtendría nada nuevo o útil. Cada vez que tocaban el tema del tráfico de personas o las actividades de las bandas, inevitablemente sus preguntas tropezaban con el silencio.

En cuanto a Wen, sus vecinos compartían una inexplicable antipatía. Según ellos, Wen se había mantenido apartada todos aquellos años. Aún se referían a ella como la mujer de la ciudad o la joven educada, aunque trabajaba más duramente que la mayoría de las esposas del lugar. Normalmente Wen iba a la fábrica de la comuna por la mañana, se ocupaba del solar familiar por la tarde y luego, por la noche, pulía con los dedos las piezas que se había llevado a casa. Siempre con prisas, la cabeza baja, Wen tenía poco tiempo o ganas de hablar con los demás. Según la interpretación de Lou, su vecino de al lado, Wen debía de avergonzarse de Feng, la perversa personificación de la Revolución Cultural. Debido a su falta de contacto con los demás, nadie parecía haber observado nada inusual en ella el cinco de abril.

– Esa es también mi impresión -dijo Zhao-. Parece que todos estos años ha sido una extraña.

Podía ser que Wen se hubiera encerrado en sí misma después de casarse, pensó Yu, pero veinte años era mucho tiempo. La cuarta persona entrevistada de su lista era una mujer apodada Dong, que vivía en la casa de enfrente a la de Wen.

– Su único hijo se marchó con Feng en el mismo barco, La esperanza dorada, pero desde entonces el joven no se ha puesto en contacto con su familia -dijo Zhao antes de llamar a la puerta.

La persona que les abrió era una mujer menuda, con el pelo blanco y el rostro ajado por el tiempo y surcado de profundas arrugas. Se quedó en el umbral sin invitarles a entrar.

– Camarada Dong, estamos investigando la desaparición de Wen -dijo Yu-. ¿Podría decirme alguna cosa sobre ella, concretamente con respecto a la noche del cinco de abril?

– ¿Información sobre esa mujer? Déjeme decirle algo. El es un lobo de ojos blancos, y ella es una zorra de rostro de jade. Ahora los dos tienen problemas, ¿no? Les está bien empleado -Dong apretó los labios formando una fina línea que demostraba enojo y les cerró la puerta en las narices.

Yu se volvió a Zhao con asombro.

– Sigamos -dijo Zhao-. Dong cree que Feng influyó en su hijo para que se marchara de casa. Sólo tiene dieciocho años. Por eso le llama lobo con ojos blancos, el más cruel.

– ¿Por qué Dong ha llamado a Wen zorra de rostro de jade?

– Feng se divorció de su primera esposa para casarse con Wen. Cuando llegó era una chica impresionante. Los lugareños cuentan toda clase de historias sobre el matrimonio.

– Otra pregunta. ¿Cómo puede haberse enterado Dong de que Feng tiene problemas?

– No lo sé -Zhao no miró a Yu a los ojos-. La gente de aquí tiene parientes o amigos en Nueva York. O pueden haber oído algo después de la desaparición de Wen.

– Entiendo -en realidad Yu no entendía, pero no le pareció apropiado insistir sobre el tema de momento.

Yu intentó quitarse de encima la sensación de que podía haber algo más tras la vaguedad del sargento Zhao. La policía de Fujian podía tomarse como una reprimenda el que les enviaran a un policía de Shanghai. Aunque no le sorprendía encontrarse trabajando con un compañero poco entusiasta y poco amistoso. La mayoría de sus misiones con el inspector jefe Chen habían sido todo menos agradables.

Dudaba que el trabajo de Chen en Shanghai fuera más fácil. A los demás podía parecérselo: el Peace Hotel, presupuesto ilimitado y una atractiva compañera norteamericana, pero Yu le conocía. Encendió otro cigarrillo y pensó qué habría sucedido de haberle dicho un no rotundo al Secretario del Partido Li. Porque aquel trabajo no era para un policía. Y tal vez ese era el motivo por el que él nunca llegaría a inspector jefe.

Cuando terminaron las entrevistas del día, la oficina del comité de la aldea estaba cerrada. No había servicio de teléfono público. A sugerencia de Zhao, se encaminaron hacia el hotel, un paseo de veinte minutos. Cuando llegaron a las afueras de la aldea, Yu se acercó a un anciano que reparaba un neumático de bicicleta bajo un cartel estropeado.