Выбрать главу

– En los años setenta se les habría castigado con una larga condena en la cárcel -dijo Chen. Uno de sus profesores había sido encarcelado simplemente por el llamado delito de escuchar la Voz de América.

– Y uno de los factores, no lo creerá, es la política de ee.uu. Cuando allí cogen a la gente, deberían devolverla a China de inmediato, ¿verdad? No, les permiten quedarse largos períodos y se les anima a pedir asilo político. Con ello nos han perjudicado. Si esta vez los norteamericanos pueden atrapar a Jia, será un duro golpe para las redes de tráfico de personas.

– Está usted muy familiarizado con todos los aspectos del asunto, superintendente Hong. El inspector Yu y yo realmente contamos con su ayuda. No sé si Yu habrá llegado ya a Fujian.

– Creo que sí, pero no he tenido noticias suyas directamente.

– Estoy esperando a la norteamericana en el aeropuerto. Me estoy quedando sin monedas. Tengo que colgar. Volveré a llamarle esta noche, superintendente Hong.

– Llámeme en cualquier momento, inspector jefe Chen.

La conversación parecía haber ido mejor de lo que esperaba. En general, la policía local no se mostraba tan colaboradora con los forasteros.

Colgó el teléfono y se volvió de nuevo hacia el monitor de llegabas y salidas. La hora prevista había cambiado. El avión llegaría en veinte minutos.

CAPÍTULO 4

El inspector Yu Guangming había salido hacia Fujian en tren en lugar de tomar el avión. Apenas había diferencia en la duración del trayecto, pero su preferencia por el tren se debía a la frugalidad: el departamento de policía tenía sus normas respecto a los gastos de viaje. El viajero podía embolsarse la mitad de la diferencia entre el precio del avión y el precio del tren, una cantidad considerable cuando se iba en «asiento duro» en lugar de en cómodo coche cama. Más de ciento cincuenta yuanes, con los que tenía intención de comprarle una calculadora eléctrica a su esposa, Peiqin. Ella era contable de un restaurante, pero en casa aún utilizaba un ábaco de madera, haciendo sonar las piezas con sus delgados dedos hasta altas horas de la madrugada.

De manera que, sentado en un banco de madera, el inspector Yu se puso a leer material sobre Wen. No había gran cosa en la carpeta. Sin embargo, la parte que decía que Wen era una joven educada le Produjo la sensación de déjà vu. Tanto Peiqin como él habían sido jóvenes educados a principios de los setenta.

Cuando iba por la mitad del dossier, encendió un cigarrillo y se quedó mirando pensativo el humo que ascendía en espirales.

El presente siempre cambiaba el pasado, pero el pasado también cambiaba el presente.

Compañeros de la promoción del 70, Yu y Peiqin, que no tenían más de dieciséis años, tuvieron que dejar Shanghai para «recibir educación» en una granja del ejército escondida en la remota provincia de Yunan, en la frontera meridional de China y Birmania. La víspera de su partida, los padres de los dos jóvenes tuvieron una larga charla. A la mañana siguiente, Peiqin fue a casa de él, se metió en un camión y se sentó con Yu, tímidamente, incapaz de mirarle durante todo el trayecto hasta la estación de ferrocarril de Shanghai. Era una especie de compromiso concertado, comprendió Yu. Sus familias querían que cuidaran el uno del otro a miles de kilómetros de distancia. Lo hicieron, y más, aunque no se casaron. No porque no se hubieran cogido afecto, sino porque si seguían estando inscritos como solteros existía la posibilidad de regresar a Shanghai. Según la política del gobierno, una vez casados, los jóvenes educados tenían que establecerse para siempre en el campo.

El movimiento fue interrumpido, si no censurado, hacia finales de los años setenta, y tuvieron que regresar a la ciudad. La Oficina de Jóvenes Educados asignó a Peiqin un trabajo en el Restaurante Sihai. Su padre, Viejo Cazador, se encargó de jubilarse pronto para que Yu pudiera ocupar su lugar en el Departamento de Policía de Shanghai. Se casaron. Un año después de nacer su hijo Qinqin sus vidas habían desembocado en una suave aunque corriente rutina, muy diferente de lo que habían soñado en Yunan. La única satisfacción de Peiqin, contable de un restaurante, que trabajaba en un horno de cubículo de tingzhijian sobre la cocina, era leer El sueño de la cámara roja, cosa que hacía una y otra vez durante la media hora de descanso que tenía para almorzar. Yu era policía de bajo rango y comprendió que probablemente seguiría siéndolo. Aun así, creía que no tenía muchos motivos para quejarse: Peiqin era una esposa maravillosa y Qinqin crecía y sería un hijo maravilloso.

Se preguntó por qué Wen no había vuelto a Shanghai como tantos otros. Muchos jóvenes educados que se habían casado se divorciaron para poder volver a casa. En aquellos años de cosas absurdas, había que hacer cosas aún más absurdas para sobrevivir. Sería difícil que hoy la gente lo comprendiera, incluso el inspector jefe Chen, quien, aunque sólo tenía unos años menos, no había ido al campo.

– Atención, es la hora de la cena. Los pasajeros que quieran tomar algo tengan la bondad de ir al compartimiento seis -anunció por el altavoz una mujer de voz ronca-. Esta noche hay pastelillos de arroz frito con cerdo, rollitos con relleno de qicai y fideos con setas. También servimos cerveza y vino.

Yu sacó un paquete de fideos instantáneos, se echó agua del termo del tren en una taza esmaltada y empapó en ella los fideos. El agua no estaba lo bastante caliente. Los fideos tardaron varios minutos en ablandarse. También tenía una cabeza de carpa ahumada en una bolsa de plástico que Peiqin le había preparado. Pero el humor del inspector Yu no mejoró. Esta misión era prácticamente una broma. Era como si la policía de Shanghai pretendiera cocinar en la cocina del departamento de policía de Fujian. ¿Cómo un policía de Shanghai, sin ayuda, podría hacer algo cuando la policía de Fujian había fracasado? No tenía sentido que le hubieran ordenado investigar a Wen a menos que se tratara de un simple espectáculo para los norteamericanos. Sacó los ojos de la cabeza de carpa ahumada.

Hacia las tres de la madrugada, Yu se quedó adormilado, erguido y tieso como una caña de bambú; la cabeza rebotaba en el duro respaldo del asiento.

Cuando el sol que le daba en la cara le despertó, el pasillo estaba lleno de gente que esperaba su turno para asearse en el baño. Según anunciaron por el altavoz, ya estaban cerca de Fujian.

Como consecuencia de haber estado sentado toda la noche le dolía el cuello y tenía los hombros tensos y las piernas entumecidas. Meneó la cabeza al ver su reflejo en la ventanilla del tren. Un hombre de edad madura, sin afeitar, el rostro marcado por la fatiga. Ya no era un incansable joven educado, sentado con Peiqin en el tren que les llevaba a Yunan.

Otra consecuencia de viajar en «asiento duro» fue que en la estación de ferrocarril de Fujian tardó cinco minutos en localizar a un hombre que llevaba un letrero de cartón con su nombre escrito en él. El sargento Zhao Youli, de la policía de Fujian, debía de estar buscando a su compañero de Shanghai entre los viajeros que se apeaban de los coches-cama. Zhao tenía el rostro mofletudo, los ojos pequeños y brillantes y el pelo peinado con espuma, y llevaba un caro traje blanco, corbata de seda roja y zapatos de vestir muy bien lustrados. Entrecerró los ojos al sonreír cuando vio a Yu.

– Bienvenido, inspector Yu. Me han asignado para trabajar con usted en el caso.

– Gracias, sargento Zhao.

– Le buscaba allí -dijo Zhao.

– No quedaban plazas en los coches-cama -mintió Yu, avergonzándose de su aspecto. Con su vieja chaqueta Renli, los pantalones arrugados tras viajar toda la noche, parecía un guardaespaldas y no el compañero del acicalado Zhao-. ¿Hay alguna novedad, sargento Zhao?

– No. Hemos buscado a Wen en todas partes, sin éxito alguno. El caso es de alta prioridad para nosotros. Me alegro mucho de que haya venido desde Shanghai para ayudarnos.