Cuando alguien tiene hambre, es buena señal. Al cabo de un tiempo, Jiazhen pudo hacer algunas labores de aguja sentada en la cama. Si seguía así, Jiazhen quizá podría levantarse algún día y andar. Por fin pude librarme de la preocupación. Pero en cuanto uno se queda tranquilo, viene la enfermedad. En realidad, la enfermedad me había encontrado hacía tiempo. Pero, al morir Youqing, Jiazhen también pareció estar a punto de irse, de modo que no pude ocuparme de mí, y no me di cuenta. Cuando Jiazhen, en contra de lo que había dicho el médico, empezó a mejorar poco a poco, yo fui teniendo cada vez más vértigos, hasta que un día estaba yo trasplantando brotes de arroz, me desmayé y me llevaron a casa. Sólo entonces me di cuenta de que estaba enfermo.
Al enfermar yo, Fengxia llevó una vida muy dura. Con dos personas en cama, tenía que atendernos y, al mismo tiempo, ir al campo a ganar puntos de trabajo. Al cabo de unos días, viendo que Fengxia estaba realmente demasiado cansada, le dije a Jiazhen que me encontraba mucho mejor y fui a trabajar sin poder con el alma. Los del pueblo, al verme, se quedaron asustados.
– Fugui -dijeron-, se te ha puesto todo el pelo blanco.
– Ya lo estaba -dije yo riendo.
– Antes sólo lo estaba a medias -dijeron ellos-, pero en unos días se te ha puesto blanco del todo.
En esos pocos días, había envejecido mucho, y ya no volví a tener la fuerza de antes. Al trabajar me dolían los riñones, la espalda, y apenas me esforzaba un poco, ya estaba cubierto de sudor de pura debilidad.
Al mes y pico de morir Youqing, vino Chunsheng. Ya no se llamaba Chunsheng, sino Liu Jiefang. [15] Los demás lo llamaban «jefe de distrito Liu», pero yo seguía llamándolo Chunsheng. Me contó que, cuando cayó prisionero, se enroló en el Ejército de Liberación, y estuvo luchando en sus filas hasta llegar a Fujian. Luego se fue a la guerra de Corea. Chunsheng tuvo suerte, fue de guerra en guerra y no lo mataron. Después de la guerra de Corea, cambió de oficio y fue destinado a un distrito cercano. El año en que murió Youqing, él acababa de llegar a nuestro distrito.
Cuando vino Chunsheng, estábamos todos en casa.
– ¡Fugui! -venía anunciando el jefe de equipo desde el camino-. ¡El jefe de distrito Liu viene a hacerte una visita!
– Es Chunsheng -le dije a Jiazhen en cuanto entraron en casa-. Chunsheng está aquí.
Cómo iba a saber que, al oírlo, se echaría a llorar.
– ¡Fuera de aquí! -gritó volviéndose bruscamente hacia él.
Al pronto me quedé helado.
– ¿Cómo puedes hablar así al jefe de distrito Liu? -preguntó el jefe de equipo, irritado.
Pero a Jiazhen le importó bien poco.
– ¡Devuélveme a mi Youqing! -le gritó entre lágrimas.
Chunsheng movió la cabeza disgustado.
– Acepta este pequeño detalle -dijo a Jiazhen, ofreciéndole un dinero.
Jiazhen ni lo miró siquiera.
– ¡Vete! ¡Fuera de aquí! -le gritó con todas sus fuerzas.
El jefe de equipo corrió a ponerse entre ella y Chunsheng.
– Jiazhen -le dijo a ella-, estás confundida. Youqing murió por accidente, el jefe de distrito Liu no le hizo nada.
Viendo que Jiazhen no quería aceptar el dinero, me lo dio a mí.
– Fugui, quédatelo, te lo suplico.
Viendo cómo se había puesto Jiazhen ¿cómo iba a coger el dinero? Entonces Chunsheng me lo metió en la mano, y la furia de Jiazhen se volvió inmediatamente contra mí.
– ¿Eso es lo que vale tu hijo? -me gritó-. ¿Doscientos yuanes?
Enseguida volví a poner el dinero en la mano de Chunsheng. Después de que Jiazhen lo echara esa vez, Chunsheng volvió dos veces más, pero Jiazhen no quiso saber nada de dejarlo entrar. Las mujeres son de ideas fijas, cuando se les mete en la cabeza que una cosa es así y no de otra manera, no hay forma de hacerlas cambiar de opinión. Acompañé a Chunsheng hasta la entrada del pueblo.
– Chunsheng -le dije-, no vuelvas más por aquí.
Él asintió y se fue. Pasaron años antes de que volviera a verlo. No vino más hasta la época de la Revolución Cultural.
Cuando estalló la Revolución Cultural en la ciudad, las calles estaban abarrotadas de gente, cada día había peleas, incluso muertes. En el pueblo no nos atrevíamos a ir a la ciudad. En comparación con la ciudad, el pueblo era mucho más tranquilo. Todo seguía igual que antes. Lo único es que por las noches no había quien durmiera de un tirón. Las últimas directivas supremas del presidente Mao siempre llegaban a las tantas, y el jefe de equipo salía a la era a tocar el silbato. Nada más oírlo, todo el mundo se levantaba a toda prisa y acudía a la era a oír la radio.
– ¡Todo el mundo a la era! -ordenaba el jefe de equipo-. ¡El venerable presidente Mao va a darnos sus instrucciones!
Nosotros éramos gente del pueblo llano, los asuntos del Estado no es que no nos importaran, pero no los entendíamos. Nosotros obedecíamos al jefe de equipo, y el jefe de equipo obedecía a sus superiores. Lo que dijeran los superiores era lo que nosotros pensábamos y hacíamos. Lo que más nos preocupaba a Jiazhen y a mí era Fengxia. Ya no era una niña, había que buscarle marido. Fengxia se parecía mucho a Jiazhen de joven. De no ser por la enfermedad que había tenido de pequeña, hacía ya tiempo que la casamentera habría dejado la madera del umbral completamente desgastada. Yo tenía cada vez menos fuerza, y la enfermedad de Jiazhen no tenía pinta de ir a curarse nunca del todo. Habíamos vivido muchas cosas, y ya estábamos maduros, y algún día caeríamos, como cae del árbol la pera cuando llega el momento. Pero no dejábamos de inquietarnos por Fengxia. No era como las demás y, cuando envejeciera, ¿quién iba a cuidar de ella?
Fengxia era sorda y era muda, desde luego, pero era una mujer, y seguro que sabía que casarse es ley de vida. En el pueblo, cada año había casamientos, y todo el jaleo de gongs y tambores. En esos momentos, Fengxia se quedaba apoyada en la azada, mirando, embobada, y había mozos del pueblo que la señalaban y se reían de ella.
Cuando tomó esposa el tercer hijo de los Wang, todo el mundo decía que la novia era guapísima. El día de la boda, cuando la trajeron al pueblo, con su chaqueta acolchada escarlata, iba riéndose sin parar. Yo la estuve mirando desde el bancal, toda de rojo de pies a cabeza, con esas mejillas coloradas, estaba muy bonita.
Todos los que trabajábamos en los campos corrimos a verla llegar. El novio sacó un paquete de cigarrillos Caballo Volador para ofrecerlos a los mayores.
– ¡Nosotros también! -gritaron unos cuantos jóvenes que estaban a un lado-. ¡Nosotros también!
El novio, con su mejor sonrisa, volvió a guardarse los cigarrillos en el bolsillo, pero los jóvenes se abalanzaron sobre él para quitárselos.
– Te llevas a una mujer a la cama -le gritaron-, ¡y no nos das ni un pitillo!
El novio se agarró el bolsillo con todas sus fuerzas, pero ellos le abrieron los dedos a la fuerza. Cuando le sacaron el paquete, se fueron corriendo, el que lo llevaba levantándolo al aire, y los demás tras él, hasta uno de los senderos.
Los jóvenes que quedaban rodearon a la novia y, entre risas y bromas, seguro que le dijeron más de una burrada, porque ella no hacía más que reírse bajando la cabeza. A las mujeres, el día en que se casan, todo les parece bien, vean lo que vean, oigan lo que oigan.
Fengxia estaba en el campo. Al ver todo eso, se quedó embobada, mirando sin pestañear siquiera, con la azada cogida contra el pecho, sin mover ni un pelo. Yo estaba a un lado, y me daba pena verla. Pensaba: «Si quiere mirarlo, que mire y disfrute.» Llevaba una vida dura, y los pocos momentos de felicidad que tenía la pobre eran ésos, cuando veía una novia casarse. De repente, después de tanto mirar y mirar, acabó yendo hacia allá. Se acercó a la novia, le sonrió como una boba y se fue con ella. Entonces sí que esos jóvenes se murieron de risa: mi Fengxia, con la ropa toda llena de parches y remiendos, andando junto a la novia, que iba tan bien vestida y arreglada, y encima era guapa. Comparada con ella, mi Fengxia tenía una pinta tan miserable que daba lástima. A pesar de no ir maquillada, estaba tan colorada como la novia, y la iba mirando sin parar.