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La naturaleza es un contador sumamente estricto, sus libros están siempre balanceados. Por eso los físicos quedaron sumamente perplejos al comprobar que en ciertas reacciones nucleares siempre parecía faltar algo en uno de los términos de la ecuación.

Así como un tenedor de libros se apresura a reponer el dinero que ha sacado de la caja menor para salir bien parado de la auditoria, los físicos se vieron obligados a inventar una partícula nueva. A fin de justificar sus ecuaciones, tuvieron que dotarla de características muy especiales: era una partícula carente de masa y de carga, y tan extraordinariamente penetrante que podía atravesar un muro de plomo de varios miles de millones de kilómetros de espesor sin el menor inconveniente.

Dieron al fantasma el nombre de «neutrino», compuesto de neutrón y bambino. Parecía imposible detectar un ente tan esquivo, pero en 1956, gracias a las maravillas logradas en sus laboratorios, los físicos pudieron atrapar un par de especimenes. Fue asimismo un triunfo para los teóricos, quienes pudieron verificar sus insólitas ecuaciones.

Y aunque el mundo no se enteró, fue el inicio de la cuenta regresiva hacia el día del fin del mundo.

3 — Consejo de aldea

La red de comunicaciones de Tarna nunca era utilizable más que en un noventa y cinco por ciento, pero por otra parte jamás se le exigía en menos de un ochenta y cinco por ciento de su capacidad. Era, como la mayor parte de los equipos de Thalassa, obra de genios que habían muerto siglos atrás, y las fallas catastróficas eran casi imposibles. Por más que fallaran algunos componentes, el sistema seguía funcionando bastante bien hasta que alguien se sentía lo suficientemente exasperado como para efectuar algunas reparaciones.

Los ingenieros lo llamaban «decadencia elegante»; algunos cínicos decían que el término podía aplicarse al modo de vida de los thalassianos.

La computadora central indicaba que la red estaba funcionando en un noventa por ciento de su capacidad, para fastidio de la alcaldesa Waldron. Prácticamente toda la aldea la había llamado en la última media hora. Alrededor de cincuenta adultos y niños se arremolinaban en la sala del concejo, desbordando ampliamente la capacidad del recinto. El quórum para una sesión ordinaria era de doce concejales, y a veces se requerían medidas draconianas para reunir a tan poca gente en un lugar. El resto de los quinientos sesenta habitantes de Tarna preferían seguir los debates — y votar, si el asunto les interesaba lo suficiente — cómodamente instalados en sus hogares.

Había recibido dos llamadas del gobernador provincial, una de la oficina del presidente y una de la agencia noticiosa de la Isla Norte, todas para formular la misma pregunta inútil. La respuesta, lacónica, había sido la misma en todos los casos: sí, por supuesto que los tendremos al tanto... Gracias por su llamada.

A la alcaldesa Waldron le disgustaban las conmociones, y el moderado éxito de su carrera en la política local se debía a su habilidad para evitarías. Lo cual, desde luego, a veces resultaba imposible: su poder de veto no hubiera podido desviar el huracán del año 9, el acontecimiento más destacado en lo que iba del siglo... sin contar lo de ahora.

— ¡Silencio! — exclamó —. Reena, deja de jugar con esas conchas, costó mucho trabajo ordenarlas. Además es hora de ir a la cama. Billy, ¡bájate de la mesa inmediatamente!

El orden se restableció de inmediato: señal de que, por una vez en la vida, a los aldeanos les interesaba escuchar el informe de su alcaldesa. Esta apagó su teléfono portátil, que sonaba con insistencia, y derivó la llamada al centro de comunicaciones.

— La verdad es que sé tanto como ustedes, lo más probable es que no recibamos nuevos informes hasta dentro de algunas horas. Ahora, no cabe duda de que se trata de una nave espacial que reingresó, o mejor ingresó, en nuestra atmósfera en su primera pasada. Tarde o temprano deberá descender sobre una de la Tres Islas, ya que no hay otra tierra firme en Thalassa. Podría tardar varias horas si da una vuelta completa alrededor del planeta.

— ¿Se ha intentado tomar contacto por radio? — preguntó alguien.

— Sí, pero sin éxito hasta el momento.

— ¿No será una imprudencia? — preguntó una voz preocupada.

Se hizo silencio en la sala, interrumpido a los pocos segundos por un gruñido despectivo del concejal Simmons, quien cumplía el papel del tábano sobre el anca del noble caballo:

— Ridículo. Por más que tratáramos de ocultarnos, nos hallarían sin ningún problema. Seguro que ya nos han ubicado.

— Coincido plenamente con el concejal — dijo la alcaldesa, feliz de aprovechar esta inesperada oportunidad —. Cualquier nave colonizadora tendría un mapa de Thalassa, con la ubicación del Primer Descenso aunque tuviera más de mil años.

— ¿Y si fuera una forma de vida extraña? No podemos descartar esa posibilidad.

La alcaldesa suspiró con fastidio; creía que esa tesis se había agotado siglos atrás.

— No existen formas de vida extrañas con la suficiente inteligencia para navegar el espacio — replicó, tajante —. Desde luego que no estamos cien por ciento seguros, pero en la Tierra investigaron esa posibilidad durante miles de años, y contaban con todo tipo de instrumentos.

— Existe otra posibilidad — dijo Mirissa, de pie entre Brant y Kumar en el fondo de la sala. Todos se volvieron para mirarla, Brant con cierto fastidio. Aunque la amaba, a veces deseaba que no estuviera tan bien informada. Su familia dirigía el Archivo desde hacia ya cinco generaciones.

— ¿Sí, querida?

Ahora fue Mirissa quien sintió fastidio aunque lo ocultó. No le gustaba ese tono condescendiente de parte de una persona que no era demasiado inteligente aunque no podía negarle cierta perspicacia, o mejor cabria decir astucia. El hecho de que la alcaldesa Waldron coqueteara con Brant no la molestaba en absoluto; le resultaba divertido e incluso sentía un poco de lástima por la señora mayor.

— Podría ser una nave robot de inseminación como aquella que trajo las pautas genéticas de nuestros antepasados a Thalassa.

— Pero han pasado tantos años...

— Eso no importa. La velocidad de los primeros inseminadores era muy inferior a la de la luz. La Tierra perfeccionó los modelos hasta el momento de su destrucción. Si los últimos modelos fueron diez veces más veloces que los primeros, deben de haberlos alcanzado en un siglo, más o menos. Seguro que hay naves en camino. ¿No te parece, Brant?

Mirissa siempre solicitaba su opinión, en lo posible trataba de hacerle sentir que aportaba las ideas más brillantes. Sabía de sus sentimientos de inferioridad y trataba de no alentarlos.

El hecho de ser la persona más inteligente de Tarna la condenaba a cierta soledad; aunque se comunicaba con otros habitantes de las Tres Islas, no eran muchas las oportunidades que tenía de encontrarse con ellos. A pesar del alto desarrollo alcanzado por las comunicaciones, nada reemplazaba el contacto humano.

— Sí, es una posibilidad — dijo Brant —. Tal vez tengas razón.

Brant Falconer no había estudiado historia, pero como técnico conocía la compleja sucesión de acontecimientos que había desembocado en la colonización de Thalassa.

— ¿Y qué haremos si de verdad es una nave de inseminación que viene a colonizar el planeta por segunda vez? — preguntó —. Podríamos decirles, gracias, pero mejor vuelvan otro día.

Hubo algunas risas nerviosas, seguidas de la voz pensativa del concejal Simmons:

— No será difícil, llegado el caso, saber qué hacer si de verdad es una nave de inseminación. Además, los robots deberían ser lo suficientemente inteligentes como para suspender su programa al comprobar que el planeta ya ha sido colonizado.