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Bruscamente lo asaltó un pensamiento desagradable:

Cualquiera — cualquier cosa — podía detectar el radiofaro, esa señal inconfundible de la presencia de seres inteligentes que se difundía a todo el universo. Brant recordó que algunos años atrás alguien había propuesto su desconexión, con el argumento de que no servía a ningún fin útil y, por el contrario, podría resultar perjudicial. La propuesta había sido derrotada por escaso margen de votos y por razones más sentimentales que lógicas. Tal vez había llegado el momento de lamentar esa decisión, pero ya era tarde.

El concejal Simmons se inclinó sobre el respaldo del asiento para hablar con la alcaldesa.

— Helga — dijo (era la primera vez que llamaba a la alcaldesa por su nombre de pila en presencia de Brant) —, ¿crees que podremos comunicarnos? Los lenguajes robóticos cambian con mucha rapidez.

La alcaldesa Waldron era muy hábil en el arte de ocultar su ignorancia:

— Ese es el problema que menos me preocupa; esperemos a ver qué pasa. Brant, disminuye la velocidad si eres tan amable. Me gustaría llegar con vida.

Aunque conocía el camino y la velocidad no era excesiva, Brant se apresuró a complacerla y la redujo a cuarenta kilómetros por hora. Se preguntó si la alcaldesa no buscaba una excusa para postergar el gran momento. Sobre sus hombros recaía la abrumadora responsabilidad de recibir la segunda nave que llegaba al planeta proveniente de otro mundo. Los ojos de Thalassa estaban fijos en ella...

— ¡Krakan! — maldijo uno de los pasajeros —. ¿Alguien se acordó de traer una cámara?

— Demasiado tarde — respondió el concejal Simmons —. Pero no se preocupe, ya habrá tiempo para tomar fotos. Me parece difícil que hayan venido hasta aquí sólo para decir «Hola».

Habla un matiz histérico en su voz, que a Brant le resultó perfectamente comprensible. ¿Quién podía prever qué los aguardaba más allá de la cresta de la loma siguiente?

— Si, señor presidente, le informaré apenas tenga alguna novedad.

La alcaldesa Waldron hablaba por el transmisor del auto. Perdido en sus ensueños, Brant no había escuchado el comienzo de la conversación. Por primera vez en su vida lamentaba no haber estudiado un poco más de historia.

Conocía los hechos fundamentales, que formaban parte del programa escolar de Thalassa. Sabía que, con la marcha implacable de los siglos, los pronósticos de los astrónomos se volvían más y más precisos. En el año 3600 con un error de más o menos setenta y cinco años, el sol se convertiría en una nova. No sería de las más espectaculares, pero bastaría...

Un filósofo antiguo había dicho que nada serena más al hombre que el hecho de saber que será ejecutado al amanecer. Es lo que le ocurrió a la raza humana en los últimos años del cuarto milenio. Si hubo un momento en que la humanidad asumió la verdad, resignada y resueltamente, fue en esa medianoche de diciembre cuando se pasó del año 2999 al 3000. Quienes asistieron a la aparición del primer «tres» no podían olvidar que la Tierra jamás llegaría al «cuatro».

Con todo, faltaba más de medio milenio; treinta generaciones vivirían y morirían en la Tierra, igual que sus antepasados. A ellas les correspondería conservar la sabiduría de la raza, las grandes creaciones del arte humano.

En el alba de la era espacial las primeras sondas no tripuladas habían salido del sistema solar provistas de grabaciones musicales y mensajes orales y pictóricos, ante la eventualidad de que fueran halladas por otros exploradores del cosmos. Y aunque no se habían detectado señales de civilizaciones extrañas en la propia galaxia, todos, hasta los más incrédulos, estaban convencidos de la existencia de seres inteligentes en alguno de los miles de millones de universos que se extendían más allá del alcance del telescopio más potente.

Durante siglos se trasmitieron terabytes de sabiduría y cultura humana hacia la nebulosa de Andrómeda y sus vecinas más lejanas. Desde luego, no había manera de saber si alguna civilización recibiría las señales y si, en ese caso, sería capaz de interpretarlas. Pero la mayoría de los hombres compartían la motivación, el anhelo de dejar un mensaje póstumo, una señal que dijera: «¡Mirad, yo también he vívido!».

Para el año 3000 los astrónomos estaban convencidos de que los gigantescos telescopios orbitales habían detectado a todos los sistemas planetarios en un radio de quinientos años luz a la redonda del Sol. Habían descubierto decenas de planetas y trazado toscos mapas de los más cercanos. En algunas atmósferas se había detectado altos niveles de oxígeno, señal inconfundible de vida. Existía la razonable esperanza de que los hombres podrían sobrevivir en esos planetas... siempre y cuando llegaran a ellos.

Los hombres, no; el Hombre sí.

Las primeras naves de inseminación eran artefactos primitivos, aunque construidos con la tecnología más avanzada de la época. Los sistemas de propulsión existentes en el 2500 les permitirían alcanzar el sistema planetario más cercano en doscientos años, con su valiosa carga de embriones congelados.

Pero ésa era la menos problemática de sus tareas. También debían trasportar los equipos automáticos necesarios para revivir y criar a esos seres humanos en potencia y enseñarles a sobrevivir en un medio desconocido y probablemente hostil. Sería inútil — más aún, cruel — desembarcar niños ignorantes y desnudos en mundos tan inhóspitos como el Sahara o la Antártida. Había que educarlos, darles herramientas, enseñarles a buscar y utilizar las materias primas locales. Efectuado el descenso, la nave inseminadora se convertiría en una nave madre que criaría a su prole durante varias generaciones.

Ello requería el trasporte de un biosistema completo, con plantas (aunque no había manera de saber si habría tierra donde sembrarlas), animales de labranza y una enorme variedad de insectos y microorganismos esenciales, por si fallaban los sistemas de producción de alimentos y se hacía necesario recurrir a técnicas primitivas de agricultura.

El hecho de comenzar de nuevo presentaba una ventaja. Las enfermedades y los parásitos que aquejaban a la humanidad desde el comienzo de los tiempos quedarían atrás, morirían en el fuego purificador de Nova Solis.

Había que diseñar y construir bancos de datos, «sistemas expertos» capaces de enfrentar cualquier situación, robots y máquinas de reparación y mantenimiento. Estos aparatos deberían funcionar durante un lapso tan prolongado como el que trascurrió entre la Declaración de Independencia y el primer alunizaje.

Era una tarea gigantesca, pero la motivación era tan poderosa que la humanidad en su conjunto se unió para llevarla a cabo. Ese objetivo a largo plazo, el ultimo objetivo a largo plazo, daba un sentido a la vida aún después de la destrucción de la Tierra.

La primera nave inseminadora salió del sistema solar en el 2553, rumbo a la estrella cuasi gemela del Sol, Alfa del Centauro A. El planeta Pasadena, similar a la Tierra en tamaño, estaba sujeto a temperaturas extremas debido a la proximidad del Centauro B, pero el siguiente planeta que ofrecía condiciones similares se hallaba a más del doble de distancia. El viaje del Sirio X insumiría más de cuatrocientos años; la primera nave inseminadora llegaría a destino después de la destrucción de la Tierra.

Pero si la colonización de Pasadena se cumplía con éxito, la noticia llegaría a la Tierra con tiempo de sobra. Doscientos años de viaje, más cincuenta años para establecerse y construir un trasmisor, más los cuatro años que tardaría la señal en volver a la Tierra: con suerte, los humanos saldrían a las calles a festejar el acontecimiento para el año 2800...

Sucedió en el 2786: Pasadena había superado las expectativas. La noticia dio nuevos bríos al programa de inseminación. Para entonces, más de veinte naves surcaban el espacio y la tecnología mejoraba sin cesar. Los últimos modelos alcanzaban al vigésimo de la velocidad de la luz y estaban en condiciones de llegar a más de cincuenta planetas.