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Tenían solamente dos enemigos naturales. Uno era un pez de aguas profundas, enorme pero muy raro: apenas un par de voraces mandíbulas unido a un estómago que jamás se hartaba. El otro era una jalea venenosa, la parte móvil de los pólipos gigantes, que a veces cubría el fondo del mar con una alfombra mortal y al partir sólo dejaba un desierto.

Aparte de alguna que otra excursión a la zona intermedia aire-agua, los escorpios hubieran podido permanecer para siempre en el mar, medio al que se habían adaptado con todo éxito. Pero a diferencia del comején y la hormiga no habían quedado atrapados en un callejón sin salida de la evolución. Sabían reaccionar ante los cambios.

Y en verdad, el cambio había llegado al mundo oceánico, aunque por el momento en muy pequeña escala. Objetos maravillosos caían del cielo. Seguramente valdría la pena ir a buscarlos a su fuente. Lo harían cuando llegara el momento.

No había motivos de prisa en el mundo intemporal del mar de Thalassa. Pasarían varios años antes de que se aventuraran a ese medio hostil del cual sus exploradores traían informes tan extraños.

Lo que no sabían era que a su vez otros exploradores los estudiaban; y que el momento elegido para salir sería el menos oportuno.

Tendrían la desgracia de aventurarse a la tierra firme durante el segundo gobierno, tan inconstitucional como eficiente, del presidente Owen Fletcher.

IX — SAGAN

56 — Voces del tiempo

Kumar Lorenson nació cuando la nave estelar Magallanes se hallaba a pocos años luz de Thalassa pero su padre dormía y no se enteró del hecho hasta trescientos años después.

Lloró al pensar que su hibernación sin sueños había abarcado toda la vida de su primer hijo. Superada la angustia inicial, buscaría en los bancos de datos de la nave. Vería a su hijo, ya hombre, escucharía su voz, trasmitiéndole saludos que no podría contestar.

También vería (no había manera de evitarlo) el lento envejecimiento de la muchacha, muerta siglos atrás, que apenas la semana anterior se había acostado en sus brazos. El último adiós sería pronunciado por labios ancianos, que entonces serían polvo.

Superaría el lacerante dolor. Lo aguardaba la luz de un nuevo sol, y un nuevo hijo en ese mundo que ya atraía al Magallanes hacia su última órbita.

Algún día se desvanecería el dolor; el recuerdo, jamás.