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El radiofaro de Pasadena envió la noticia del descenso inicial y se apagó, pero el desaliento provocado por este hecho fue pasajero. La experiencia podría repetirse una y otra vez, con crecientes probabilidades de éxito.

Alrededor del 2700 se descartó la técnica primitiva de los embriones congelados. El mensaje genético cifrado por la naturaleza en la estructura helicoidal de la molécula de DNA podía almacenarse con mayor facilidad y seguridad y en menor espacio en las memorias de las sofisticadísimas computadoras: así, una nave inseminadora no mayor que un avión de mil pasajeros podía trasportar un millón de genotipos. Una nación entera de seres humanos nonatos, además de todo el equipo necesario para crear una nueva civilización, viajaría a las estrellas en un receptáculo de algunos cientos de metros cúbicos.

Así se había colonizado a Thalassa setecientos años atrás, como Brant bien sabía. Al ascender a las primeras estribaciones de las colinas el camino pasaba junto a las antiguas señales que habían dejado los robots al excavar la tierra en busca de las materias primas con las cuales habían creado a sus antepasados. Estaban a punto de pasar frente a las plantas procesadoras abandonadas tiempo atrás, y...

— ¿Qué es eso? — susurró el concejal Simmons.

— ¡Alto! — ordeno la alcaldesa —. Apaga el motor, Brant.

Tomó el micrófono.

— Habla la alcaldesa Waldron. Nos encontramos frente al mojón del kilómetro siete. Vemos una luz entre los árboles... parece venir del punto exacto del Primer Descenso. No hay ruidos. Avanzamos hacia allá.

Brant acelero suavemente sin aguardar la orden. Nunca había vivido un momento tan emocionante. Salvo, claro el huracán del año 9. Eso había sido mas que emocionante, había estado a punto de perder la vida. Tal vez en este momento corrían peligro, pero se resistía a creerlo. No podía esperarse una actitud hostil de parte de un robot. Y un ser de otro mundo no podría sacar de Thalassa nada que no fuera conocimientos y amistad...

— Pude ver al aparato cuando descendía al otro lado de los árboles — dijo el concejal Simmons —. Estoy seguro de que es un avión. Las naves inseminadoras no tenían alas ni forma aerodinámica. Y además era muy pequeño.

— Sea lo que fuere, lo veremos en cinco minutos — dijo Brant —. Vean esa luz. Parece que aterrizó en el Parque de la Tierra. Claro, no podía ser de otra manera. Podríamos detener el auto aquí y seguir el resto del camino a pie.

El Parque de la Tierra, un prado de hierba bien cuidada al este del Primer Descenso, era invisible desde el auto, oculto por la columna negra y alta de la Nave Madre, el monumento más antiguo y venerado del planeta. Un haz de luz, que aparentemente provenía de una sola fuente, iluminaba los bordes del gran cilindro metálico, todavía reluciente a pesar de los años trascurridos.

— Para el auto antes de llegar a la Nave — ordenó la alcaldesa —. Bajaremos a echar una mirada desde allá. Y apaga los faros, quiero verlos antes de que nos vean ellos.

— ¿Ellos o ésos? — dijo uno de los pasajeros, al borde de la histeria.

Nadie le prestó atención.

Brant llevó el auto hasta ubicarlo a la sombra de la gran nave y antes de detenerlo efectuó un giro de ciento ochenta grados:

— Así podremos escapar si hace falta — dijo, medio en serio, medio en broma; aún no creía que hubiera peligro. Más aún, se preguntaba si de verdad estaba despierto o si todo el asunto no era más que un sueño vívido...

Bajaron del auto, se acercaron a la nave y la rodearon hasta llegar al brillante muro luminoso. Brant alzó una mano para proteger sus ojos del resplandor y se asomó.

El concejal Simmons tenía razón: era una nave aérea, o aeroespacial, muy pequeña. Tal vez los norteños... no, imposible. No tendría objeto construir semejante vehículo, dadas las pequeñas dimensiones de las Tres Islas, y además no habría manera de mantenerlo en secreto. Tenía la forma de una flecha trunca y había descendido verticalmente puesto que no había señales de carreteo sobre la hierba. La luz provenía de una estructura aerodinámica dorsal, que también tenia un faro rojo intermitente. Y todos advirtieron con alivio y algo de desilusión que se trataba de un aparato común y corriente. Era inconcebible que semejante máquina hubiera efectuado la travesía desde la colonia mas cercana a doce años luz de distancia.

Bruscamente se apagó la luz. sumiendo al pequeño grupo de observadores en la oscuridad. Cuando sus ojos se acostumbraron a la falta de luz, Brant vio una hilera de ventanas cerca de la trompa de la maquina iluminadas desde adentro. Pero... ¡parecía una nave tripulada, no una sonda robot como habían pensado!

La alcaldesa Waldron acababa de llegar a la misma, asombrosa conclusión.

— Eso no es un robot ¡hay gente allí adentro! Ilumíname con tu linterna, Brant, para que nos vean.

— Pero Helga — protestó el concejal Simmons.

— No seas tonto, Charlie. Vamos, Brant, ilumíname.

¿Qué era lo que había dicho el primer hombre que descendió sobre la Luna, casi dos milenios atrás? «Un pequeño paso...». Habían avanzado unos veinte cuando se abrió una puerta en el costado del vehículo, una rampa se desplegó hacia afuera y dos humanoides bajaron a su encuentro.

Eso fue lo que pensó Brant a primera vista. Bruscamente se dio cuenta de que lo había engañado el color de su piel, vista a través de la película flexible — trasparente que los cubría de pies a cabeza.

No eran humanoides sino... ¡seres humanos!. Bastaría protegerse del sol para quedar tan pálido como ellos.

La alcaldesa alzó las manos en el tradicional gesto, tan antiguo como el hombre, que decía «estamos desarmados».

— No sé si pueden entenderme — dijo —. Bienvenidos a Thalassa.

Los forasteros sonrieron y el mayor — un hombre apuesto y canoso de sesenta y tantos años — alzó las manos a su vez.

— Al contrario — dijo, y Brant pensó que jamás había escuchado una voz tan grave y hermosa —. Los entendemos perfectamente. Encantados de conocerlos.

Por un instante el comité de recepción los miró en silencio estupefacto. Pero no hay de qué sorprenderse, pensó Brant, si comprendemos el habla de dos mil años atrás sin la menor dificultad. A partir del invento de los aparatos de grabación del sonido, las pautas fonémicas de los idiomas quedaron fijas para siempre. Se ampliaban los vocabularios, cambiaban la gramática y la sintaxis, pero la pronunciación no sufría modificaciones.

La alcaldesa Waldron fue la primera en recuperar el habla:

— Bien, eso facilita las cosas — dijo sin mucha convicción — ¿De dónde vienen? Perdimos contacto con nuestros... digamos, vecinos cuando se destruyó nuestra antena espacial.

El hombre mayor miró a su compañero, hombre más alto que él, y ambos intercambiaron mensajes con la mirada. Luego se volvió hacia la alcaldesa.

Y cuando formuló su inconcebible afirmación, su hermosa voz estaba embargada por la tristeza:

— Tal vez les cueste creerlo — dijo —, pero no venimos de una colonia sino directamente desde la Tierra.

II — MAGALLANES

6 — Descenso

Antes de abrir los ojos, Loren ya sabía perfectamente dónde se hallaba. Cosa que no dejó de sorprenderle, teniendo en cuenta que acababa de despertar de un sueño de doscientos años. Lo más lógico hubiera sido sentir alguna confusión, pero recordaba su última anotación en el libro de bitácora como si hubiera sido ayer. Y aparentemente no había soñado una sola vez, cosa que agradecía profundamente.

Con los ojos cerrados se concentró en los demás canales sensoriales, uno por uno: un reconfortante murmullo de voces suaves; el permanente siseo del sistema de filtración de aire; una corriente de aire casi imperceptible que llevaba un agradable olor a antiséptico a su nariz.