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Faltaba una sensación, la del peso. Alzó su brazo derecho, que quedó flotando en el aire a la espera de la orden siguiente.

— Hola, señor Lorenson — dijo una voz autoritaria y alegre a la vez —. Por fin se digna reunirse con nosotros. ¿Cómo se siente?

Loren abrió los ojos y trató de fijarlos en la silueta borrosa que flotaba junto a su cama.

— Hola... doctora. Me siento bien, gracias. Y tengo hambre.

— Buena señal. Puede vestirse. Por ahora evite los movimientos bruscos. Más tarde podrá decidir si se dejará la barba o no.

Loren llevó su mano ingrávida hacia su mentón; comprobó con sorpresa cuánto había crecido su barba. Al igual que la mayoría de los hombres, había rechazado la opción de la depilación permanente (tema al que los psicólogos habían dedicado ríos de tinta). Tal vez sería conveniente hacerlo. Qué divertido, pensó, que la mente se concentrara en semejantes trivialidades en un momento como éste.

— ¿Llegamos bien?

— Por supuesto. Si no, no estaría despierto. Los planes se han cumplido al pie de la letra. La nave empezó a despertarnos hace un mes, nos encontramos en órbita alrededor de Thalassa. Los equipos de mantenimiento acaban de verificar los sistemas; ahora le toca a usted. Le aguarda una sorpresa.

— Agradable, espero.

— Eso esperamos todos. El capitán Bey presentará un informe dentro de dos horas en el salón de reuniones. Puede seguir las discusiones desde aquí, si lo prefiere.

— Iré a la asamblea, quiero conocer a los demás. Pero antes quisiera desayunar. Después de tanto tiempo...

El capitán Sirdar Bey parecía cansado pero feliz al dar la bienvenida a los quince hombres y mujeres que acababan de despertar y al presentarlos a los treinta integrantes de las tripulaciones A y B. De acuerdo al Reglamento de a Bordo la tripulación C debía estar durmiendo, pero algunas siluetas furtivas trataban de pasar inadvertidas en el fondo del salón.

— Encantado de verlos — les dijo a los recién llegados —. Es bueno ver caras nuevas. Y también es bueno ver un planeta, saber que nuestra nave ha cumplido los dos primeros siglos del plan sin problemas dignos de mención. Llegamos a Thalassa en el momento previsto.

Todos se volvieron hacia el tablero que cubría una de las paredes. Una buena parte estaba cubierta de datos numéricos e indicadores de la nave, pero el sector más grande parecía una ventana abierta al espacio. Era una imagen hermosa, sobrecogedora, de un globo azul pálido iluminado desde casi todos los ángulos. Nadie podía dejar de observar la desgarradora similitud con la Tierra, vista desde un avión sobre el Pacífico: agua hasta donde alcanzaba la vista, con algunos islotes de tierra firme.

También en este planeta había tierra firme: un archipiélago pequeño de tres islitas parcialmente oculto bajo una bruma. Loren pensó en Hawai, donde nunca había estado y que ya no existía. Pero había una diferencia fundamental entre los dos planetas. El otro hemisferio de la Tierra estaba cubierto por una gran masa continental; el otro hemisferio de Thalassa era puro océano.

— Ahí lo tienen — dijo el capitán con orgullo —, tal como lo previeron quienes planificaron esta misión. Pero surgió un detalle: imprevisto, que con toda seguridad afectará nuestras operaciones...

»Recordarán ustedes que Thalassa fue inseminada por un módulo Mark 3A de cincuenta mil unidades que partió de Tierra en 2751 y llegó en 3109. Ciento sesenta años después se recibieron las primeras trasmisiones, que indicaban que todo estaba bien. Las trasmisiones prosiguieron durante dos siglos, con breves interrupciones, hasta cesar bruscamente tras un breve informe de una gran erupción volcánica. Eso fue lo último que se supo. Se pensó que la colonia de Thalassa había sido destruida o, en el mejor de los casos, reducidas a la barbarie, como había sucedido con otras.

»Repetiré mi informe de lo que hemos hallado para que los recién venidos estén al tanto. Lógicamente, apenas penetramos en el sistema sintonizamos todas las frecuencias. Nada, ni siquiera una pérdida de energía.

»Al acercarnos comprendimos que eso no significaba nada. La ionosfera de Thalassa es muy densa, las trasmisiones en onda corta y media no podrían atravesarla. Las microondas sí, desde luego, pero tal vez no las necesitan o bien no hemos podido interceptar ninguna.

»Bueno, sea como fuere, hay una civilización floreciente allá abajo. Cuando sobrevolamos el lado oscuro vimos luces de ciudades, no sabemos si grandes o pequeñas. Fábricas pequeñas, tráfico costero de naves menores e incluso un par de aviones que volaban a quinientos kilómetros por hora, suficiente para llegar de un extremo a otro de la tierra firme en quince minutos.

»Evidentemente, una comunidad de esas dimensiones no necesita mucho trasporte aéreo. La red caminera es buena. Lo que no hemos podido detectar son comunicaciones ni satélites. Ni siquiera un satélite meteorológico... claro que tal vez no lo necesitan, lo más probable es que los barcos no se alejen de tierra. Y hablando de tierra firme, no hay otra aparte de las tres islas.

»Pues bien, ésa es la situación. Muy interesante, y una sorpresa muy agradable. Al menos eso espero. ¿Preguntas? ¿Señor Lorenson?

— ¿Hemos tratado de contactarlos, señor?

— Todavía no, nos pareció mejor esperar a conocer su nivel de desarrollo. El golpe podría ser muy duro para ellos.

— ¿Saben de nuestra presencia?

— Probablemente no.

— Pero... el empuje de la nave... ¡no pueden dejar de verlo!.

La observación era muy justa, puesto que un estratorreactor cuántico funcionando a toda máquina presentaba una de las vistas más espectaculares jamás creadas por el hombre. El resplandor era tan fuerte como el de la bomba atómica, y no duraba unos cuantos milisegundos sino meses...

— Es posible... pero lo dudo. Nos encontrábamos al otro lado del sol cuando frenamos. El resplandor nos ocultó.

Fue entonces que alguien hizo la pregunta que rondaba por todas las mentes:

— Capitán... ¿habrá que modificar nuestros planes?

— A esta altura es imposible saberlo — dijo Sirdar Bey, con una mirada pensativa al que había formulado la pregunta —. La presencia de algunos cientos de miles de seres humanos, si ésa es la población — facilitaría las cosas. Nuestra estada podría resultar mucho mas agradable. Claro que también puede suceder que no nos quieran... — Se encogió de hombros -: Acabo de recordar un consejo que un viejo explorador dio a uno de sus colegas. Si uno supone que los nativos son amistosos, generalmente lo son. Y viceversa...

»Por consiguiente, supondremos que son amistosos hasta que se demuestre lo contrario. Y si eso ocurre...

La mirada del capitán se endureció, y añadió en el tono de un comandante que acaba de efectuar una travesía de cincuenta años luz en una gran nave

»Yo no soy de los que creen en el derecho que da la fuerza... pero siempre es bueno ser el más fuerte.

7 — Amos de los últimos días

Le costaba creer que estaba despierto, que la vida volvía a empezar.

El capitán de corbeta Loren Lorenson sabía que jamás podría olvidar la tragedia que había acechado a cuarenta generaciones y había alcanzado su culminación durante su propia vida. Lo obsesionaba un temor, que ni siquiera la vista de ese bello y misterioso mundo oceánico bajo el Magallanes podía disipar: ¿que imágenes vendrán a mi mente esta noche, la primera de sueño natural después de doscientos años?

Había presenciado escenas que nadie podría olvidar, que obsesionarían a la humanidad hasta el fin de los tiempos. Había contemplado, a través de los telescopios de la nave, la agonía del sistema solar. Sus ojos habían visto la primera erupción de los volcanes de Marte en mil millones de años; la efímera desnudez de Venus, cuando su atmósfera voló al espacio, antes de que el planeta mismo fuera consumido por el fuego; la trasformación de los gigantescos planetas gaseosos en bolas de fuego incandescentes. Pero la magnitud de estas escenas fue nada en comparación con la tragedia de la Tierra.