Capítulo 10
Las ruedas de la camilla giraban tan deprisa que los cubos temblaban sobre su eje. Lauren y Betty se abrían paso por los pasillos abarrotados de Urgencias. Esquivaron un botiquín por los pelos, y el encuentro en una curva con un grupo de camilleros que venía de frente se reveló de lo más peligroso. En el techo, los neones se extendían en un trazo continuo de color lechoso. A lo lejos, el timbre del ascensor tintineó. Lauren gritó que la esperasen. Aceleró aún más el paso, mientras Betty la ayudaba lo mejor que podía a mantener la camilla en línea recta. Un interno de otorrinolaringología que estaba aguantando las puertas de la cabina las ayudó a colarse entre otras dos camas que subían a los quirófanos.
– ¡Escáner! -jadeó Lauren.
Una enfermera pulsó el botón de la quinta planta. La carrera retomó su velocidad de locura de pasillo en pasillo, donde las puertas batientes volteaban a su paso. La unidad de imagen médica por fin estaba a la vista. Casi sin aliento, Lauren y Betty hicieron acopio de sus últimas fuerzas.
– Soy la doctora Kline, he avisado de nuestra llegada al técnico de radiología, necesito una tomografía craneal ahora mismo.
– La estábamos esperando -contestó Lucie-, ¿tiene el historial del paciente?
El papeleo podía esperar; Lauren colocó la camilla en la sala de exploración y, desde su cabina de control aislada, el doctor Bern se inclinó sobre el micro.
– ¿Qué estamos buscando?
– Una posible hemorragia en el lóbulo occipital. Necesito una serie de imágenes para una punción intracraneal.
– ¿Piensa intervenir esta noche? -preguntó Bern, sorprendido.
– En menos de una hora, si logro reunir un equipo.
– ¿Está avisado Fernstein?
– Todavía no -murmuró Lauren.
– Pero supongo que tendrá su aprobación para estas tomografías de urgencia…
– Evidentemente -mintió Lauren.
Ayudada por Betty, instaló a Arthur sobre la mesa de exploración y le ajustó el soporte de la cabeza. Betty inyectó la solución yodada mientras el operador iniciaba los protocolos de captación desde su Terminal. Con un susurro apenas audible, la mesa avanzó hasta el centro del anillo. El estativo efectuó sus primeras rotaciones mientras la corona de detectores giraba alrededor de la cabeza de Arthur. Los rayos X que se captaban eran transmitidos a una cadena informática que recomponía la imagen de su cerebro en diferentes capas.
Las primeras imágenes aparecían ya en las dos pantallas del operador. Confirmaban el diagnóstico de Lauren y desmentían el de Brisson: Arthur debía ser operado inmediatamente. Había que suturar lo antes posible la disección de la vena dañada y reducir el hematoma en el interior de la cavidad craneal.
– En tu opinión, ¿qué posibilidades hay de recuperación? -le preguntó Lauren a su colega, hablando a través del micro de la sala del escáner.
– ¡Tú eres la interna de neurocirugía! Pero si quieres mi pronóstico, yo diría que, si intervenís en una hora, no hay nada perdido. No veo ninguna lesión importante, respira bien, los centros neurofuncionales parecen intactos… Puede salir indemne.
El radiólogo le hizo una seña a Lauren para que se reuniera con él en la cabina. Señaló con el dedo una zona del cerebro que aparecía en la pantalla.
– Me gustaría que mirases esta capa más de cerca -dijo-: me parece que aquí tenemos una pequeña y rara malformación, voy a completar los exámenes con una resonancia magnética. Enviaré las imágenes por el Dicom y las podrás recuperar directamente en el neuronavegador. Casi podrías dejar que el robot operase por ti.
– Gracias por todo.
– Era una noche tranquila, y tus visitas siempre me complacen.
Un cuarto de hora después, Lauren abandonaba el departamento de radiología, conduciendo a Arthur a la última planta del hospital. Betty la dejó delante de los ascensores: tenía que volver a Urgencias. Desde allí haría todo lo posible por reunir un equipo quirúrgico en el más breve plazo.
El quirófano estaba sumido en la oscuridad; en la pared, el reloj fluorescente marcaba las tres y cuarenta minutos.
Lauren trató de instalar a Arthur en la mesa de operaciones pero, sin ayuda, se reveló una maniobra compleja. Ya estaba harta de aquella vida, de aquellos horarios, de estar siempre a disposición de todo el mundo, mientras que nunca nadie estaba ahí para ella. El busca la llamó de nuevo y se precipitó hacia el auricular del teléfono de pared. Betty descolgó de inmediato.
– He conseguido a Norma, aunque le ha costado creerme. Ella se encarga de traer a Fernstein.
– ¿Crees que le llevará tiempo encontrarlo?
– El que hace falta para ir de la cocina al dormitorio; ¡si el apartamento de Fernstein es tan grande como dicen, tardará cinco minutos de nada!
– ¿Quieres decir que Norma y Fernstein…?
– ¡Tú me has pedido que lo encontrase en plena noche y está hecho! Y he pedido que te llame a ti directamente: tengo los tímpanos delicados. Te dejo, estoy buscando un anestesista.
– ¿Crees que vendrá?
– Yo diría que ya está en camino. ¡Eres su protegida, se diría que eres la única que no quiere darse cuenta!
Betty cortó la comunicación y buscó en su agenda personal a un médico anestesista que vivía no muy lejos del hospital y cuya noche se disponía a sacrificar. Lauren colgó lentamente el auricular. Miró a Arthur, que dormía un sueño engañoso encima de la camilla.
Oyó unos pasos detrás de ella. Paul se aproximó a la cama y cogió la mano de su amigo.
– ¿Cree que saldrá de ésta? -preguntó con voz angustiada.
– Hago cuanto está en mis manos, pero yo sola no puedo hacer gran cosa. Estoy esperando a la caballería y me siento muy cansada.
– No sé cómo darle las gracias -murmuró Paul-. El es la única cosa por encima de mis posibilidades que me he permitido jamás.
Ante el silencio de Lauren, Paul añadió que no podía permitirse perderlo.
Lauren lo miró fijamente.
– Venga a ayudarme: ¡cada minuto cuenta!
Arrastró a Paul hacia la sala de preparación, abrió el armario central y sacó dos batas verdes.
– Extienda los brazos -le dijo.
Le anudó los cordones a la espalda y le puso un casquete en la cabeza. Mientras lo arrastraba hacia la pila, le mostró cómo lavarse las manos y lo ayudó a ponerse los guantes esterilizados. Mientras Lauren se vestía, Paul se contempló en el espejo. Se veía muy elegante con aquel atuendo de cirujano. Si no le hubiera tenido un horror tremendo a la sangre, la medicina le habría sentado de maravilla.
– Cuando haya terminado de mirarse al espejo, ¿vendrá a echarme una manita? -preguntó Lauren, con los brazos extendidos.
Paul la ayudó a prepararse y, cuando estuvieron los dos vestidos con sus trajes, la siguió al interior del quirófano. Él, que se enorgullecía de la alta tecnología de los equipos de su estudio de arquitectura, quedó maravillado ante la multitud de aparatos electrónicos. Se aproximó al neuronavegador para acariciar el teclado.
– ¡No toque eso! -gritó Lauren.
– Sólo estaba mirando…
– ¡Mire con los ojos, y no con los dedos! No tiene derecho a estar aquí, y si Fernstein me ve en esta sala con usted me gano…
– … dos horas de rapapolvo -prosiguió la voz del viejo profesor, surgida de un altavoz-. ¿Ha decidido sabotear su carrera para fastidiarme la jubilación, o bien actúa por pura inconsciencia?
Lauren se dio la vuelta. Fersntein la estaba mirando desde la sala de preoperatorio, al otro lado del cristal.
– ¡Fue usted quien me hizo prestar el juramento hipocrático! ¡Yo sólo respeto mis compromisos, eso es todo! -contestó Lauren. En el intercomunicador Fernstein se inclinó sobre la consola y pulsó el botón del micro para dirigirse a ese «médico» al que no conocía.
– Le hice jurar que donaría su cuerpo a la medicina; pienso que, cuando las futuras generaciones estudien su cerebro, la ciencia hará grandes progresos en la comprensión del fenómeno de la cabezonería.