El coche entró en Chinatown. Lauren le pidió al agente que le dejase bajar la ventanilla; no era muy reglamentario, pero él aceptó: ya había tenido bastantes reglamentos por esa noche.
– Ese tipo me caía muy antipático, pero no tenía elección, ¿lo comprende?
Lauren no contestó; con la cabeza asomada a la ventanilla, respiró el aire de mar que invadía los barrios del este de la ciudad.
– Este sitio me gusta más que ningún otro -dijo.
– En otras circunstancias, la habría llevado a comer el mejor pato lacado del mundo.
– ¿En lo de los hermanos Tang?
– ¿Conoce ese lugar?
– Era mi preferido; en fin, lo era. Desde hace dos años no tengo tiempo de poner los pies allí.
– ¿Está preocupada?
– Preferiría estar en el quirófano, pero Fernstein es el mejor neurocirujano de la ciudad, así que no debería inquietarme.
– ¿Alguna vez ha logrado responder una pregunta solamente con un sí o con un no?
Lauren sonrió.
– ¿De veras ha dado ese golpe usted sola? -continuó el inspector.
– ¡Sí!
El coche se detuvo en el aparcamiento del distrito séptimo. El inspector Brame ayudó a Lauren a bajar del vehículo.
Cuando entraron en la comisaría, confió a su pasajera al agente de servicio.
A Nathalia no le gustaba pasar la noche lejos de su compañero, pero las horas entre la medianoche y las seis de la mañana contaban el doble. Sólo tres meses más y también ella se retiraría. Su viejo poli cascarrabias le había prometido que la llevaría a hacer ese gran viaje con el que llevaba tantos años soñando. A finales de otoño volarían hacia Europa. Se besarían bajo la torre Eiffel, visitarían París y pondrían rumbo a Venecia para unirse por fin ante Dios. En el amor, la paciencia es una virtud. No habría ninguna ceremonia: simplemente, entrarían los dos en una pequeña iglesia; había docenas de ellas en la ciudad.
Nathalia entró en la sala de interrogatorios para acreditar la identidad de Lauren Kline, una interna de neurocirugía que había sustraído una ambulancia y se había llevado a un paciente de un hospital.
Capítulo 11
Nathalia dejó su bloc encima de la mesa.
– He visto cosas originales en este oficio, pero usted ha batido el récord -dijo, cogiendo la cafetera del hornillo.
Miró largamente a Lauren. En treinta años de carrera había asistido a un gran número de interrogatorios y podía juzgar la sinceridad de un sospechoso en menos tiempo del que éste había necesitado para cometer el delito. La joven interna decidió cooperar; excepto la complicidad de Paul no tenía nada que esconder. Asumía sus actos. Si volviera a presentarse una situación idéntica, adoptaría la misma actitud.
Transcurrió media hora mientras Lauren relataba y Nathalia escuchaba, sirviendo café de tanto en tanto.
– No ha apuntado ni una palabra de mi declaración – comentó Lauren.
– No he venido para eso; un inspector lo hará mañana por la mañana. Le recomiendo que espere a un abogado antes de contarle a otra persona lo que acaba de decirme a mí. ¿Su paciente tiene alguna posibilidad de salir con vida?
– No lo sabremos hasta el final de la intervención, ¿por qué?
Si la actuación de Lauren le había salvado la vida, Nathalia pensaba que seguramente disuadiría a los administradores del Mission San Pedro de presentarse como acusación civil.
– ¿No pueden dejarme salir mientras dure la operación? Juro que me presentaré aquí de nuevo mañana.
– Primero es necesario que un juez determine su fianza. En el mejor de los casos, la recibirá esta tarde, a no ser que su colega retire la denuncia.
– No cuente con ello; ya no me podía ver cuando estudiábamos en la facultad, creo que aquí ha encontrado su revancha.
– ¿Se conocían?
– Tuve que soportarle como compañero de banco en cuarto curso.
– ¿Y ocupaba un poco más de espacio del que le tocaba?
– El día que me puso las manos en los muslos, lo rechacé con bastante brusquedad.
– ¿Y luego?
– ¿Puedo contarle esto sin la presencia de mi abogado? -replicó Lauren en un tono divertido-. Lo abofeteé en plena clase de biología molecular. El guantazo retumbó en todo el anfiteatro.
– Recuerdo que, en la academia de policía, esposé a un joven inspector que había intentado besarme de forma poco caballeresca. Pasó una noche de perros, pegado a la puerta de su coche.
– ¿Y nunca ha vuelto a cruzarse con él?
– ¡Estamos a punto de casarnos!
Nathalia se disculpó ante Lauren, pero el reglamento le obligaba a encerrarla. Lauren miró los reducidos barrotes que había al fondo de la sala de interrogatorios.
– ¡Es una noche tranquila! -Continuó Nathalia-. Voy a dejar la celda abierta. Si oye pasos que se acercan, enciérrese usted misma; si no, la que tendrá problemas seré yo. Encontrará café en el cajón debajo del hornillo, y tazas en el armario pequeño. No haga tonterías.
Lauren le dio las gracias. Nathalia abandonó la estancia y regresó a su despacho. Cogió la hoja de registros para anotar la identidad de la joven acusada y conducida al distrito séptimo a las cuatro y treinta y cinco.
– ¿Qué hora es? -preguntó Fernstein.
– ¿Está cansado? -replicó Norma.
– No veo por qué tendría que estarlo: me han despertado en mitad de la noche y llevo más de una hora operando -refunfuñó el cirujano.
– De tal palo, tal astilla, ¿verdad, querida Norma? -contestó el anestesista.
– ¿Qué significa su comentario, estimado colega? -quiso saber Fernstein.
– Me preguntaba dónde habría adquirido su alumna un estilo tan particular.
– ¿Hay que deducir entonces que sus estudiantes practicarán la medicina con un ligero acento italiano?
Fernstein introdujo un drenaje por la incisión practicada en el cráneo de Arthur. La sangre empezó a circular por el tubo. El hematoma subdural comenzaba por fin a reabsorberse. Una vez cauterizadas las microdisecciones, todavía quedaba intervenir la pequeña malformación vascular. La sonda del neuronavegador avanzaba milímetro a milímetro. Los vasos sanguíneos aparecían en el monitor de control, semejantes a ríos subterráneos. El viaje al centro de la inteligencia humana se desarrollaba, de momento, sin obstáculos. Sin embargo, a un lado y otro de la proa del neuronavegador, se extendía la inmensidad gris de la materia cerebral cual amasijo nebuloso sembrado por millones de relámpagos. Minuto a minuto, la sonda se abría camino hacia su objetivo final, aunque aún necesitaría mucho tiempo antes de alcanzar las venas cerebrales internas.
Nathalia reconoció los pasos que subían por la escalera.
La cabeza del inspector Pilguez apareció en la puerta entreabierta. Con el pelo alborotado y el rostro grisáceo a causa de la barba incipiente, depositó un paquetito blanco cerrado con una cinta marrón.
– ¿Qué es esto? -preguntó Nathalia, con curiosidad.
– Un hombre que no logra dormir cuando tú no estás en su cama.
– ¿Hasta ese punto me echas de menos?
– A ti no, sino a tu respiración: me arrulla.
– Algún día lo conseguirás, estoy segura.
– ¿El qué?
– Decir simplemente que ya no puedes vivir sin mí.
El viejo inspector se sentó en el escritorio de Nathalia. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y se llevó uno a la boca.
– Puesto que aún te queda un mes de servicio activo, a título excepcional voy a compartir contigo el fruto de una experiencia arduamente adquirida sobre el terreno. En resumen, debes recopilar indicios. En el caso que te preocupa, estás ante un tipo de unos sesenta largos, que dejó Nueva York para vivir junto a ti; el mismo caballero sale de la cama, que es también la tuya, a las cuatro de la madrugada, atraviesa la ciudad en coche, aunque por la noche no ve nada, hace un alto para comprarte buñuelos, aunque su índice de colesterol le prohíbe pisar el suelo de una pastelería -son buñuelos con azúcar lo que hay en el paquete- y viene a depositarlos encima de tu escritorio. ¿Necesitas alguna otra prueba?