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Miró a Sarah y la vio asentir.

—El mensaje de Arecibo, enviado en 1974, destinado a M13, un cúmulo globular.

—¿Y a qué distancia está MI3?

—A veinticinco mil años luz —respondió ella.

—Así que pasarán cincuenta mil años antes de que podamos recibir una respuesta. ¿Quién tiene paciencia para una cosa así? Demonios, hoy he recibido un correo electrónico con un PDF adjunto y lie pensado si merecía la pena leerlo, porque, ya sabes, iba a tardar, digamos, diez segundos enteros en que el adjunto se cargara y se abriera. Queremos una gratificación instantánea: cualquier retraso nos parece intolerable. ¿Cómo puede el SEI'I encajar en un mundo en el que impera esa forma de pensar? ¿Enviar un mensaje y esperar décadas o siglos para una respuesta? —Don negó con la cabeza—. ¿Quién demonios querría jugar a ese juego? ¿Quién tiene tiempo para eso?

5

Mientras el reactor de lujo aterrizaba, Don Halifax lo tachó mentalmente de la lista de cosas que todavía no había hecho. Las pocas restantes, como «acostarme con una top model» y «conocer al Dalai Lama», parecían imposibles en aquel momento, por no mencionar que ya no le interesaban.

Hacía un frío glacial cuando bajaron la escalerilla de metal hasta la pista. El asistente de vuelo ayudó a Don a bajar cada peldaño, mientras que el piloto auxiliaba a Sarah. La pega de los aviones privados es que no usan finger. Como tantas cosas de la lista de Don, ésa resultaba menos maravillosa de lo esperado.

Una limusina blanca los estaba esperando. El conductor robot llevaba una de esas gorras que se supone que han de llevar los conductores de limusina, pero nada más. Los condujo diestramente a Robótica McGavin, haciendo comentarios sobre el paisaje y la historia de la zona por el camino, en voz lo bastante alta para que lo oyeran con claridad.

El campus empresarial de Robótica McGavin consistía en siete amplios edificios separados por terrenos en aquel momento nevados; la compañía tenía montones de conexiones con el laboratorio de inteligencia artificial del cercano MIT. La limusina pudo ir directamente a un aparcamiento subterráneo, de modo que Don y Sarah no tuvieron que enfrentarse de nuevo al frío. El conductor robot los escoltó mientras se acercaban despacio a un ascensor inmaculado que los llevó al vestíbulo. Allí se hicieron cargo de ellos seres humanos que recogieron sus abrigos, les dieron la bienvenida y los llevaron en otro ascensor hasta la cuarta planta del edificio principal.

El despacho de Cody McGavin era largo y estrecho y ocupaba un ala entera del edificio, con ventanas que daban al resto del campus. A la izquierda de su escritorio, de granito pulido, había una mesa de conferencias a juego con lujosas sillas. Un bar bien surtido, atendido por un robot camarero, se extendía en la otra dirección.

—¡Sarah Halifax! —dijo McGavin, levantándose de su sillón de cuero.

—Hola, señor.

McGavin recorrió rápidamente la distancia que los separaba.

—Es un honor —dijo—. Un verdadero honor.

Llevaba lo que Don supuso que solían llevar los ejecutivos que iban a la última moda: una camisa deportiva verde oscuro sin solapas y una camisa verde más clara con una franja vertical de color en la parte delantera que hacía las veces de corbata. Nadie usaba ya corbata.

—Y él debe de ser su marido —dijo McGavin.

—Don Halifax —dijo éste. Le tendió la mano, algo que no le gustaba hacer ya. Muchos jóvenes apretaban demasiado fuerte, causándole auténtico dolor. Pero el apretón de McGavin fue suave y lo soltó después de apenas un momento.

—Es un placer conocerle, Don. Por favor, ¿no quieren sentarse?

Indicó su escritorio y, para sorpresa de Don, dos lujosos sillones tapizados en cuero salieron de unas trampillas del suelo alfombrado. McGavin ayudó a Sarah a cruzar la habitación, ofreciéndole el brazo, y la ayudó a sentarse. Don los siguió y ocupó el sillón restante, que parecía sólidamente anclado.

—¿Café? —preguntó McGavin—. ¿Una copa?

—Sólo agua, gracias —respondió Sarah.

—Lo mismo —dijo Don.

El millonario le hizo un gesto con la cabeza al robot que había detrás de la barra y la máquina se puso a llenar vasos. McGavin se sentó en el borde del escritorio de granito y miró a Don y Sarah. No era un hombre particularmente atractivo, pensó Don. Tenía las facciones regordetas y una barbilla pequeña y hundida que hacía que su frente ya grande de por sí lo pareciera aún más. Desde luego se había hecho algún tratamiento estético. Don sabía que tenía sesenta y tantos años, y no aparentaba más de veinticinco.

El robot apareció de pronto y le tendió a Don un precioso vaso de cristal lleno de agua, con dos cubitos de hielo flotando. La máquina le entregó a Sarah un vaso similar y otro a McGavin, y luego se retiró en silencio detrás de la barra.

—Bueno, vayamos al grano —dijo McGavin—. Dije que tengo una… —Hizo una pausa y le dio a la palabra un especial énfasis, recordando la broma del día anterior—: Una proposición para usted. —Sólo miraba a Sarah, según advirtió Don—. Y la tengo.

Sarah sonrió.

—Como solíamos decir sobre el Very Large Array[1], soy toda oídos.

McGavin asintió.

—El primer mensaje que recibimos de Sig Drac era un verdadero galimatías, hasta que usted le encontró sentido. Y éste parece que es aún más complicado. ¡Cifrado! ¿Quién lo hubiera imaginado?

—Es desconcertante —reconoció ella.

—Sí que lo es. Sí que lo es —dijo McGavin—. Pero estoy seguro de que usted podrá ayudarnos a descifrarlo.

—No soy ninguna experta en descifrar códigos ni cosas por el estilo —respondió ella—. Mi experiencia, si tengo alguna, es en precisamente lo contrario: en comprender cosas ideadas para que las lea cualquiera.

—Cierto, cierto. Pero usted tuvo la capacidad de entender lo que enviaron los draconianos la última vez. Y queremos saber cómo descifrar el mensaje actual. Me han dicho que los alienígenas han dejado muy claro el sistema. Todo lo que tenemos que hacer es descubrir la clave de cifrado, y sospecho que su capacidad nos resultará muy útil.

—Es usted muy amable, pero…

—No, en serio —dijo McGavin—. Fue usted una pieza crucial entonces y estoy seguro de que lo será ahora, y que continuará siéndolo en el futuro.

Ella parpadeó.

—¿El futuro?

—Sí, sí, el futuro. Tenemos un diálogo en marcha, y necesitamos continuidad. Estoy seguro de que abriremos el mensaje actual y, aunque no lo hagamos, enviaremos una respuesta. Y quiero que usted esté presente cuando llegue la respuesta a nuestra respuesta.

Don notó que entornaba los ojos, pero Sarah simplemente se echó a reír.

—No sea tonto. Para entonces llevaré muerta mucho tiempo.

—No necesariamente —dijo McGavin.

—Pasarán como mínimo treinta y ocho años antes de que recibamos una respuesta a cualquier mensaje que enviemos hoy.

—Así es —respondió McGavin, tranquilo.

—Y yo tendría… bueno, unos…

—Ciento veintisiete años —informó McGavin.

Don ya tenía suficiente.

—Señor McGavin, no sea cruel. A mi esposa y a mí sólo nos quedan unos pocos años, como mucho. Ambos lo sabemos.

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1

Observatorio radioastronomía), formado por 27 radioantenas independientes, emplazado en Nuevo México. (N. del T.)