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En vano intenté desde la Junta poner candado a estos desmanes. Dos veces más me retiré de su seno desanimado de los esfuerzos inútiles que hacía por imponer a mis compañeros de Gobierno moderación en su comportamiento. Me mandé mudar vigilándolos a distancia. Los negocios del Estado quedaron enteramente paralizados. Los palafreneros se sentaban en las cundes en ausencia de sus amos borrachos. Tacha curules. Tacha palafreneros. Pon: Sentados en las sillas de la Junta, los caballerizos de los proto-próceres no manejaban peor que ellos los asuntos del Estado. Pero ya no podían estar. Los partes no partían. Las partes de los ladronicidios co-hechos se repartían honradamente. Igual que ahora ustedes. Tacha esta última frase. No quiero que claramente se sientan ya sentados en el banquillo.

Las veces que abandoné a los fatuos de la Junta, ellos mismos me rogaron que volviese. Mi primo, el Pompeyo-Fulgencio que fulgía como presidente, el vocal Cavallero-bayardo, el fariseo-escriba Fernando-en-Mora me escribieron. ¿Nota de qué fecha, Patiño? Del 6 de agosto de 1811, Señor: Bien satisfechos de la grandeza de su corazón, no tememos caer en la nota de temerarios con la presente súplica, y siendo nuestros conocimientos muy inferiores a nuestro celo, no hemos encontrado otro medio que implorar a S. Md. vuelva a echarle el timón al vagel, que la presente ignorante borrasca arrebató. De lo contrario se perdió la Patria y todo. Sus siempre afectuosísimos compañeros.

Apeándose por un momento de sus torneos fiesteros, el presidente de la Junta me propone con letra analfabeta y una palmadi-ta: Veamos querido compatriota y pariente de componernos para que usted conduzca de nuevo la nave del Estado en medio de estos malignos vientos que amenazan hacer zozobrar nuestros empeños.

Mi otro pariente Antonio Thomas Yegros, comandante de las fuerzas, como si yo fuera un prelado me trata de Venerado Señor: El capellán portador de ésta, se ha comprometido a llegarse a su casa para hacerle presente lo que se acordó hoy sobre su retorno entre todos los oficiales y la Junta. Rompa usted esa media dificultad que se opone a su posibilidad y deber de volver a la Junta para dirigirnos. Si realmente ama a su patria, ilustre pariente, ha de amanecer mañana en esta ciudad y todos nosotros lo recibiremos triunfalmente en aras de un general regocijo. Después tendrá tiempo de mandar componer el techo de su casa, causal de su ausencia, bajo el techo del Gobierno. Su más apasionado pariente q.s.m.b.

Ni siquiera les contesté.

El Cavallero-bayardo insiste en esquela del… Cuatro días después, Señor, fechada el 10 de agosto: Su retirada a esa chacra por el motivo de tener que componer su vivienda, me ha llenado de sentimiento así por el afecto particular que le profeso, como porque las grandes obras que se han empezado a establecer con su particular influjo y dirección, tal vez no se podran llevar a término y perfeccionamientos.

¡Vamos bribones! ¡Todo esto después de tan severas amenazas, conminaciones, fulminaciones!

Ruego del Cabildo: El Cuartel General y el Pueblo claman porque usted vuelva a incorporarse a la Junta Superior Gubernativa. Este cuerpo se lo suplica con las mayores veras del afecto, admiración y respeto a las altas varas de su talento de Conductor. Porque cree firmemente que en la presente angustia y tempestad que amenaza, apareciéndose usted aquí en el lugar que le toca, será el Iris que todo lo serene y aplaque.

Para esta gentuza que se debatía entre sus intereses, sus temores, sus ineptitudes y mutuos recelos, mi retorno a la Junta se había convertido en un problema de meteorología y navegación. Lo que se comprobó el lunes 16 de noviembre cuando me reincorporé a la Junta, en medio de un terrible temporal y una lluvia a cántaros. El Cabildo en pleno acudió a felicitarme aclamándome por unanimidad con el sobrenombre de Piloto-de-Tormentas, que la multitud coreó con júbilo inconsolable, pues también la mayor felicidad es a menudo desdicha.

Mi primer retiro de la Junta, un mes y diez días después de su constitución, tuvo su causa en el incidente que me promovieron los militares; mejor dicho, en el amago de extorsión de unos prevalidos de las armas que se creían con derecho conforme no a la causa que debían defender sino a su arbitrio y voluntad. Sentados los milicastros, como hasta ahora se dice, sobre sus bayonetas; y no solamente los milicastros sino también sus paniaguados síviles. En los trajines palaciegos, las patas de las sotas mostraban cínicamente sus medias escarlatas.

Me acusaron de reo de la sociedad. Promotor subversivo de novedades, de divisiones, de enfrentamientos. A ver, señores militares y aristócratas, no basta dar cualquier nombre a las cosas. La autoridad, la fuerza no deben emplearse en calumniosas imputaciones, enrostré a los mandarines-comodines de la junta por intermedio del Cabildo, que se metió a terciar en el pleito.

¿Por qué se han de avanzar en llamar autor de divisiones, de novedades, al que propone que esa Junta provisoria e inservible sea reemplazada por un verdadero Gobierno surgido de un Congreso General en el que estén representados todos los ciudadanos? ¿Por qué han de tachar de subversivo a quien propone que las autoridades sean elegidas por asambleas ampliamente populares?

Por el contrario, señores cabildantes, como ustedes mismos lo han proclamado, es constante y bien notorio que el peso del despacho únicamente lo han soportado mis hombros como vocal-de-cano y asesor-secretario, no sólo desde la institución de la Junta sino desde la misma Revolución. Yo siempre miraré con indiferencia semejante nombramiento, pues mi solo propósito fue el de cooperar en lo que pudiese al servicio de la Patria consintiendo en cargar yo solo con estos cargos y cargas. Bien les consta que los otros miembros de la Junta no han cargado siquiera con el peso de una pluma.

No es preciso traer a la memoria los medios violentos, reprobados y artificiosos que pusieron en obra para ocasionar mi retiro, removiendo luego de su empleo al otro vocal, el presbítero Xavier Bogarín. La Junta sólo con tres miembros ya no era legítima ni competente. Ni juzgando sanamente, nadie que conozca a las personas y circunstancias, podrá imaginarse que la mente del Congreso hubiese sido autorizar aun para tal caso a tres individuos absolutamente inexpertos, destituidos de todo conocimiento; en una palabra totalmente ignorantes e ineptos. Si acaso obtuvieron aquella colocación fue por la mediación de este vocal-decano, cuyo retiro provocaron, puesto que sus miras e intereses no eran precisamente los de la Revolución e Independencia del país.

Únicamente las autoridades dudosas e inciertas pueden causar división y no terminar con las que ocurran. Sólo los que temen ser juzgados temen los Congresos. Las novedades por tales nada tienen que no puedan ser canalizadas por los ciudadanos honrados en bien del país. Pues si de ellas hay malas, también las hay buenas y hasta muy buenas. ¿Acaso nuestra Revolución misma no fue una grande y aun la mayor de las novedades? También la más brillante. La más justa. La más necesaria de todas las novedades.

La libertad ni cosa alguna puede subsistir sin orden, sin reglas, sin una unidad, concertados en el núcleo del supremo interés del Estado, de la Nación, de la República, pues aun las criaturas inanimadas nos predican la exactitud. De otra suerte, la libertad por la cual hemos hecho, estamos haciendo y seguiremos haciendo los mayores sacrificios, vendrá a parar en una desenfrenada licencia, que todo lo reduciría a confusión en un campo de discordias, de alborotos. Teatro de estragos, de llantos, de los más horrendos crímenes, como hasta ahora están ocurriendo, de modo tal que pareciera ser la violencia de los de arriba contra los de abajo el único norte de los poderosos. No podemos obligar a nuestros conciudadanos a dormir sobre un río. Ustedes solos, como oficiales del Cuartel, nombrados por la Junta de Gobierno, a sueldo de ella con dineros del país, no son el pueblo. Son más vale el contrapueblo al obrar así. Por su misma profesión de militares deben ser los primeros en dar ejemplo de fidelidad al cumplimiento de sus deberes; de respeto a la dignidad de la Junta; de decoro a los ciudadanos; a la protección de aquellos más inermes, ignorantes y humildes, a quienes se les ha enseñado a recibir los atropellos como una bendición de Dios.

A los estantiguos del Cabildo respondí muy claramente: No se puede pasar por alto el tono amenazante, decretorio, de los oficiales, que se constituyen arbitrariamente en el contrapoder de la Junta. ¿Pueden ustedes asegurarme que en adelante no levantarán la mano, ni cometerán sus fechorías? ¿Que sólo tendrán de adorno las armas en la mano, las cabezas sobre el hombro?

Yo estoy enteramente en disposición de servir al Gobierno, al país, a la causa de su soberanía y de su independencia, siempre que las fuerzas armadas se reduzcan a una exacta disciplina cual lo exigen la tranquilidad, la unidad, el buen régimen y la defensa de nuestra Nación.

Soy partidario de proceder sin contemplaciones ni dilaciones. Sostener el principio de autoridad imponiendo a los militares una exacta obediencia a la voluntad expresada en los Congresos. Cualquier debilidad del Gobierno pone en peligro la Independencia de la Patria no bien cimentada aún.

La Revolución no puede esperar ningún apoyo de un ejército contrarrevolucionario. No hay entendimiento ni pacto posible con este ejército de ganaderos-granaderos, de mercenarios uniformados, siempre dispuestos a imponer sus solos intereses. No podemos exigir ni mendigar a tales milicias que se pongan al servicio de la Revolución. Tarde o temprano acabarán por destruirla. Toda verdadera Revolución crea su ejército, puesto que ella misma es el pueblo en armas. Sin sus propios espolones los mejores gallos acaban capones. Y ya se sabe, del gallo más pintado podemos sacar un capón, pero de un capón no podemos sacar ningún gallo, salvo un falsete.

Fue lo último que dije, no lo último que hice.

Los cartones pintados de la Junta se deshelaban cada vez más. En casa de los parientes Yegros, noche tras noche, banda, orquesta, sarao a todo lujo, parrandas, festejos. 1

Ciudadanos honrados de la ciudad y del campo se llegan hasta mi casa a traerme sus quejas. Vean y aprendan, les digo. ¿Quién es don Fulgencio Yegros? Un gaucho ignorante. ¿Qué tiene de mejor don Pedro Juan Cavallero? Nada. Y con todo, los dos son jefes investidos de autoridad suprema, que al igual que los otros militostes les insultan con el despliegue de una vana ostentación, que sería risible si no fuese despreciable. ¿Qué hemos de hacer, Señor, en semejante situación? Yo les diré en el momento oportuno lo que se haya de hacer para conjurar estos males. Se iban confiados.

Anoche, luego de la reunión de la Junta, nos visitaron algunos extranjeros. Juan Robertson contó que había recibido cartas de su hermano desde Inglaterra. Según sus noticias, el emperador Alejandro de Rusia ha entrado en alianza contra Napoleón. El imperio británico ha enviado muchos barcos de armas y municiones a su aliado el imperio moscovita. ¡Amalaya!, clamó Fulgencio Yegros con el mismo entusiasmo de Arquímedes cuando salió desnudo del baño gritando ¡Eureka!, tras haber descubierto el modo de determinar el peso específico de los cuerpos. ¡Amalaya!, barbotó el archidiota presidente de la Junta, ¡sople un viento sur largo y recio y traiga todos estos buques aguas arriba por el río Paraguay hasta el puerto de Asunción! ¿Puede semejante animal gobernar la Repú blica?

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1 «Sigue la pantomima ya con disgusto del pueblo que murmura», escribe el coronel Zavala y Delgadillo en su Diario de Sucesos Memorables. (Gt por Julio César.)