En nuestro paseo a caballo por el Camino Real y los barrios bajos de la ciudad, acuden en tropel los pobladores vitoreando. El general Belgrano sonríe y saluda desde la aureola que envuelve su imagen. Santo vivo con uniforme de general. Vamos por las calles de Asunción, no entre una multitud hostil de judeznos, sino de un pueblo de fervorosos adeptos; los hijos de esta roja Jerusalén sudamericana: nuestra Jerusalén Terrenal de Asunción. Echevarría, inquieto, picándole el alma leguleya en las varices de la lengua: Sin el eje de un centro ordenador como es Buenos Aires, y sin la órbita del derecho, esa constelación de Estados libres e independientes que usted propone, señor vocal decano, nacerá muerta e informe. Vea, ilustre doctor, ni usted ni yo debemos oponernos a lo que está inscripto en la naturaleza de las cosas. Vea usted, contemple a este pueblo sencillo que ansia como todos la libertad, la felicidad, ¡cómo rebulle en el horno de su fervor! Esos seres reales, esos seres posibles nos interrogan, nos aclaman, nos reclaman, nos imponen su mandato inocente a nosotros que somos seres probables ya sin padres ni madres, montados orgullosamente en nuestras ideas que son ideas muertas si no las llevamos a vías de hecho. Ellos están vivos. Nos aplauden pero nos juzgan. Esperan su turno. Cierran el círculo por la vuelta. ¡Vea usted, doctor, contemple esas manos callosas, negras! ¡Se agitan quemadas por el sol completamente blancas! Quieren hacer de nosotros sus candiles. Procuran encendernos con su fervor. En medio de la luz no echamos más que sombra, no echamos más que humo. No entiendo muy bien, señor vocal decano, qué quiere usted significar. No me entienda a mí, doctor Echevarría. Entiéndalos a ellos. El general Belgrano ya los ha entendido.
Hablamos a gritos en medio del tumulto sin escuchar nuestras palabras, sólo viéndolas formar su hueco en nuestras bocas. Ya estoy acostumbrado a que no me entiendan los doctores, doctor Echevarría. Vuestro Tácito dirá que esta doctrina de la Con federación será explotada siniestramente en los bosques del Paraguay por el más bárbaro de los tiranos. Me calumnia. Los calumnia a ustedes hablando de vuestra total ceguera, de vuestra sordera total. Esa palabra consignada en un tratado, dice vuestro Tácito, tomando una forma visible no debía tardar en poner en conmoción a todos los pueblos del Río de la Plata dando un punto de apoyo a la anarquía y una bandera a la disolución política y social que comprometerá el éxito de la revolución y aniquilará las fuerzas sociales aun cuando después se convierta en la forma constitucional sintetizando los elementos de vida orgánica de nuestros pueblos. Vuestro Tácito con defectuosa sintaxis lo reconoce y lo niega al mismo tiempo, amparado en la tutela colonial inglesa. No es ésa la tela que debemos cortar para hacer el sayo que a todos nos venga bien. Si tal ocurre, el tal sayo, pese a lo que dice el Tácito Brigante, pasará de mano en mano, convertido en una bolsa-engañabobos hasta no ser más que una piltrafa ensangrentada, pestilente. Su imagen del sayo, señor vocal decano, es muy gráfica. Pero como toda imagen, ilusoria, mendaz. Nosotros no manejamos imágenes ni sayos, sino realidades políticas. No somos sastres. Somos hombres de ideas. Hemos de gobernar y establecer las leyes, según ya lo sabían los sabios legisladores de la antigüedad. Discúlpeme, doctor, pero el congreso de Buenos Aires o de Tucumán no pensará reunirse en la antigüedad. No querrá usted que la Confederación envejezca dos mil años antes de haber nacido. Hoy día, señor jurisconsulto, en esta bolsa de gatos de nuestras provincias colonizadas, nosotros los intelectuales «alumbrados», según lo proclama usted, hemos de establecer primero las instituciones a fin de que a su vez ellas hagan las leyes, eduquen a los hombres a ser hombres, no chacales agarradores de lo ajeno. Aplique usted su carácter insinuante, su espíritu sagaz, su conocimiento de los hombres, de las cosas, no para malbaratar nuestros designios sino para desbaratar las intrigas en que quieren enredarnos los enemigos de nuestra independencia. No es tener honor de buena opinión de nuestros pueblos el considerarlos nacidos para el sometimiento y la esclavitud sin fin. Contemple a este pueblo que nos ovaciona, que todavía cree en nosotros. ¿Cree usted que nos están rogando clamorosamente que los convirtamos otra vez en esclavos de una minoría de privilegiados para explotarlos en su particular beneficio como hasta aquí lo vinieron haciendo los amos extranjeros?
Me acerqué al galope al general Belgrano que iba bordeando peligrosamente los taludes de la Chacarita donde antiguamente se encaramaban las rancherías de la parroquia de San Blas. ¡Apártese, General, de esas barrancas! ¡Son peligrosas por los desmoronamientos! ¡No tenga cuidado!, respondióme a los saltos sobre el precipicio. ¡Conozco bien las tierras que ceden y las que no ceden! Cierto. El general tiene razón. Cuando vino al Paraguay la primera vez tuvo que formar su ejército con efectivos sacados de la gente-muchedumbre. Seres vivos. Poderosos. Profunda sabiduría natural. Iguales en todas partes a iguales condiciones e iguales destinos. De entre esta gente se hizo la leva de hombres que fueron a Buenos Aires para ayudarles a combatir las invasiones inglesas, un poco antes de que usted viniera a invadirnos, general. Así es, señor vocal decano. Los paraguayos arrimaron sus hombres, sus hombros, sus brazos, su denuedo, sus vidas en aquella primera patriada contra los extranjeros. Luego mis tropas vinieron también al Paraguay en misión de auxilio. Cuando comprendieron que los paraguayos no comprendían que la cosa no era contra ellos sino contra el poder español que seguía rigiendo en estas alturas, mis soldados prefirieron ser derrotados con honor a la falsa gloria de seguir derramando sangre de hermanos.
La conversación se estaba volviendo espesa. Liberados de la pesantez, los jinetes deben ser parcos. Las sillas de montar no permiten disquisiciones de alto vuelo. Salvo en corceles como los míos, alimentados con el piensotrébol y la alfalfa aeromóvil que cultivo en mis chacras experimentales. Sobre todo, el moro y el cebruno, los más comilones, en que íbamos montados Belgrano y yo. Una noche de pastar este forraje los provee, durante la digestión, de gas volátil suficiente para un vuelo de varias horas. Aristóteles logró animales de aire. El Vinci fabricó artefactos voladores, robando a las aves el secreto de propulsión y planeamiento de sus alas. Julio César daba de comer a sus caballos algas marinas infundiéndoles neptúnico vigor. Yo, basado en el principio de que el calor no es otra cosa que una substancia levitante más sutil que el humo, fuente de energía de la materia, hice algo mejor que el estagirita y el florentino: En lugar de fabricar aparatos mecánicos y aerodinámicos, logré cultivar pasturas térmicas. Pienso mágicamente útil. Usinas de fuerzas naturales de incalculables posibilidades en el perfeccionamiento de los animales y el progreso de la genética humana. Construcción de la super raza por medio de la nutrición. Alfa y omega de los seres vivos. He aquí Eldorado de nuestra pobre condición real. ¿No cree usted, general, que el plankton almacenado en los océanos podría solucionarnos la cosa? ¡Viveros inagotables de energía! Yo no conozco el mar, pero sé que es posible. Ustedes se hallan a sus bordes y deberían iniciar los experimentos. En secreto, pues de no hacerlo así podrían desencadenar la guerra de los ganaderos y matarifes, la avisordidez todavía más inagotable de los mercaderes portuarios.
Íbamos ya cabalgando entre las nubes en nuestros caballos mongolfieros. El mapa bermellón de la ciudad parecía aún más bermejo desde lo alto. El verde de los bosques más verdes. Las palmeras más empenachadas y esbeltas, enanas, enanísimas. Las sombras de las hondonadas, más obscuras. Fuego líquido derramaba la caída del sol sobre la bahía, sobre el caserío apiñado en las lomadas. ¡Oh qué bello paisaje!, exclamó Belgrano aspirando aire a todo pulmón. Remontó un poco sobre su silla. ¿Dónde anda Echevarría? No pude disimular mi sonrisa de satisfacción. Veía al entrometido secretario cabalgando entre las zanjas excavadas por los raudales y las inundaciones. ¡Véalo allá, general! ¡En lo más bajo del Bajo! ¡Qué mala suerte la de don Vicente Anastasio!, se condolió. ¡Perderse este espectáculo! Mala suerte en verdad, general. Su secretario va montado en el rocín de Fulgencio Yegros, apto Únicamente para los juegos de sortija y las cuadreras.
Hagamos descender ya, dijo Belgrano, a nuestros bucéfalos aerostáticos. ¿Cómo se hace? ¿Se los pincha en alguna parte? ¿Tienen alguna válvula de escape? No, general. Todo sucede naturalmente. No se aterre usted. Son seres térmicos. Cuando se les acaba el gas, los caballos atierran. Todo sucede muy naturalmente. Las luces del ocaso son incomparables en esta estación del año. Contémplelas usted, general.
Libre por esta vez al menos de la presencia del rábula secretario, insistí en mi tema: Al virreinato le aconteció, por dos veces consecutivas, lo que al Paraguay hubo de ocurrirle una sola. Por lo menos mientras yo viva. Belgrano parpadeó sin entender. Los ingleses, mi estimado general, invadieron el Plata en una típica operación pirata para apoderarse de los caudales que la recaudación alcabalera de Chile y Perú había acumulado en el puerto de Buenos Aires. ¿No es así? Así fue, señor vocal decano. Unos cinco millones de patacones plata más o menos, ¿no? Más o menos, sí. El virrey mandó trasladar y ocultar el tesoro. Los piratas ingleses se apoderaron del dinero. Se repartieron equitativamente las porciones que correspondían a comodoros, generales, brigadieres. El resto fue enviado a su majestad británica. Anglofila pulcritud. Jefes y oficiales invasores son hospedados en casonas de las clases respetables. Se abre la libertad de culto y de comercio con el país pirata. El patriciado se entusiasma con los jabones de olor que vienen de Londres. Magra compensación para los porteños. Naturalmente la perfumada espuma no llega a la chusma de los arrabales. Pardos, mulatos y gauchos no huelen más que la creciente fermentación de su descontento.
La operación de pillaje se convirtió en una empresa política. Vista la facilidad con la que un puñado de hombres decididos, sin exagerados escrúpulos, se apoderó del rico botín, los ingleses debieron pensar que podían reemplazar a los españoles en el gobierno de la Colonia, aunque fuera bajo el signo de la «independencia protegida».
Mientras tanto los arcones con los patacones del situado desfilan por las calles de Londres. Pompa triunfal. Delirante multitud, muy distinta de la que lo vitorea a usted allá abajo. Los carros que transportan el producto de la rapiña son tirados por caballos pintorescamente adornados. Llevan banderas e inscripciones en letras doradas: ¡ ¡TREASURE!! ¡ ¡BUENOS AYRES!! ¡ ¡ ¡VICTORY!!! ¿Los ve usted? ¡Allá van entre una fanfarria de gaitas y tambores! 1
Si nos acercamos a los sudamericanos como comerciantes y no como enemigos, daremos energía a sus impulsos localistas; de este modo acabaremos por meterlos a todos en nuestra bolsa, pensaron/obraron los gobernantes del Imperio británico dando un brillante ejemplo a sus descendientes de la Nueva Inglaterra. Pese a todo esto, pese a la Revolución de Mayo, pese a todos los pesares, la Nueva Junta de Gobierno se comprometió no sólo a dar protección a los ingleses. Haría mucho más. De tal suerte la «dominación indirecta» del Río de la Plata o «independencia protegida» quedó florecientemente asegurada en manos de los nuevos amos. ¿No es verdad, general? A Belgrano se le metió en la boca un trozo de nube de grano grueso que le hizo toser. Ya sé, mi estimado general, que usted no apañó sino que resistió todos estos hechos. Sé incluso que pasó a la Banda Oriental en repudio de los invasores. Su pundonor rechazó este deshonor. Por un amigo que tengo allá, en la Capilla de Mercedes sobre el río Uruguay, sé lo que usted sufrió en esos días. Sé también que durante las salvajadas británicas usted no se mantuvo ocioso, como correspondía a su patriotismo. Después le obligaron a venir para acá.
1 Estos fragmentos sobre la primera invasión de Buenos Aires en 1806, por las tropas británicas al mando de Beresford y bajo la dirección de Popham y Baird, están entresacados de los apuntes que bosquejó E1 Supremo en los primeros años de su gobierno. Aunque no cita ni menciona a los hermanos Robertson -ni éstos tampoco lo hacen en sus escritos-, es evidente que el joven Juan Parish Robertson, «testigo presencial» de los hechos, tanto de la llegada de los caudales porteños a Londres como del comienzo de la dominación británica de Buenos Aires, fue el informante oficioso de El Supremo, durante su estada en Asunción. Hay en estos apuntes referencias muy precisas -verdaderas o no- sobre hechos significativos o nimios, hasta de las sumas que tocó a Baird, a Popham y a Beresford en la repartija del botín pirata capturado en Lujan, tras la huida del virrey español. El