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He cotejado hasta el cansancio no sólo la correspondencia de Lázaro de Ribera (el gobernador que mandó quemar el único ejemplar del Contrato Social que existía en el Paraguay); también sus referencias genealógicas y biográficas. Estos documentos coinciden en afirmar que el incendiario gobernador tuvo dos hijas: una con su esposa legítima y otra con alguna de sus mancebas indias. Una de estas hijas murió de muy corta edad; la otra alcanzó la pubertad y, si el Preste Juan no miente, parece que incluso llegó a la vejez. No he podido precisar, sin embargo, cuál de ellas. Por otra parte, en la tradición oral existe el mito del jinete alado que se robó a la hija de un Karai-Ruvichá-Guasú, Gran-Jefe-Blanco. (N. del C.)

El día undécimo, alentado por las visibles muestras de confianza y apoyo del Príncipe de la Paz, Lázaro de Ribera firmó los decretos que mantenían la encomienda de indios y abolía la dispensa del servicio militar a los tabaqueros: Sus dos obsedentes aspiraciones. Al fin había podido concretarlas, eludiendo el cumplimiento de la real voluntad.

1840

Congresos. Paradas militares. Procesiones. Representaciones. Torneos caballerescos. Desfiles. Mojigangas de negros e indios. Funciones patronales. Exequias dobles. Triples funerales. Conspiraciones, muchas. Ejecuciones, muy pocas. Apoteosis. Resurrecciones. Lapidaciones. Júbilos multitudinarios. Congoja colectiva (sólo después de mi desaparición). Festividades de todo orden. Eso sí, con todo orden. ¡Y todavía hay pasquinarlos que se atreven a presentar la Dictadura Perpetua como una época tenebrosa, despótica, agobiante! Para ellos sí. Para el pueblo no. ¡ La Primera Re pública del Sur convertida en Reino del Terror! ¡Archifalsarios felones! ¿No les consta acaso que ha sido, por el contrario, la más justa, la más pacífica, la más noble, la de más completo bienestar y felicidad, la época de máximo esplendor disfrutada por el pueblo paraguayo en su conjunto y totalidad, a lo largo de su desdichada historia? ¿No lo merecía por ventura después de tantos sufrimientos, padecimientos e infortunios? ¿Esto es lo que entenebrece y entristece a mis antiguos enemigos y detractores? ¿Es esto lo que los colma de odio y perfidia? ¿De esto me acusan? ¿Esto es lo que no me perdonan ni me perdonarán nunca? ¡Bien frito estaría si necesitara de su absolución! Por de pronto, la memoria de la gente-muchedumbre, los cinco o seis sentidos más comunes abogan, testimonian a mi favor. ¿No tienen ustedes, consignatarios de calumnias y necedades, ojos para ver, oídos para oír?

Por de pronto, el primer testimonio. ¿No escuchan los sones marciales que aturden los tímpanos de los más sordos? Me enorgullezco de haber hecho de Asunción la capital con más bandas de músicos en el mundo entero. Son exactamente cien las que atruenan en la ciudad en este momento, casi al unísono. Sólo con una infinitesimal diferencia de tono, de ritmo, de afinación, regulados con matemática precisión. Infinitos ensayos. Paciencia infinita de maestros y ejecutantes hasta la producción de sonidos, síncopas y silencios en relieve. Volúmenes estereofónicos (no estercóreos como el zumbido pasquinario), hacen de la comba del cielo su caja de resonancia y de la tierra y del aire sus medios naturales de propagación. Tal si los elementos mismos fueran las bandas de músicos. Callan los instrumentos y las secciones cónicas del silencio continúan vibrando llenas de música marcial. Parábola del sonido que se sobrevive circularmente, al igual que la luz, en el punto en que el círculo se abre y se cierra al mismo tiempo. Escuchen. Aún está sonando la charanga del mismo, solo y único desfile que brindé a la turbamulta de enviados imperiales, directoriales, provinciales, urdemales. En desagravio del país. Años 1811, 1813, 1823.

Superpuestos los enviados plenipotenciarios de Buenos Aires, Herrera y Coso, y del Imperio del Brasil, Correia. Transpuestos a la dimensión que les obligo mirar. Sentados unos encima de las rodillas de los otros. En el mismo lugar aunque no en el mismo tiempo. Miren, observen: Les ofrezco el despliegue de la parada que cubre dos primeras décadas de la República, incluida la última década de la Colonia. Distingan lo ilegítimo de lo legítimo. Lo puro de lo impuro. Feo es lo bello y lo bello feo. ¡Pásmense zonzos! Vean los límites. Las líneas divisorias de las aguas. El lado de aquí y el lado de allá de lo real. Realeza de la realidad emitiendo destellos en la neblina del papel entre los renglones de tinta. Pluma-espina, éntrales por los ojos y por los oídos. Y vosotros, distinguidos huéspedes, fijad en vuestras retinas, en vuestras almas, si es que las tenéis, estas visiones feas/bellas. La tierra tiene burbujas como las tiene el agua, murmura el jacarero Echevarría. Pero ellas se han esfumado. No, mi estimado doctor. Las burbujas continúan allí. Si no las ve, aspírelas. La respiración invisible también es corpórea. Si usted deja de respirar se muere, ¿no? ¡Nunca he visto una manhá mais hermosa!, exclama Correia. ¿Existen de veras esos seres que vemos?, pregunta el brasilero. Herrera, que ha dado alguna vez la mano a Napoleón, le replica humillado, rencoroso: ¿No ve que son fantasmas? Nos habrán dado de comer alguna raíz dañina, de esas que encarcelan la razón. Correia se estremece. No se preocupen, mis estimados huéspedes. Un temor real es menos temible que uno imaginario. Pensar en un crimen, cosa todavía fantástica es. Cometerlo ya es cosa muy natural. ¿No sabían, señores, que sólo existe lo que aún no existe? Los ojos bisojos de Echevarría parpadean en los présbites de Correia. Los bigotes de gato del Coso, en la cara de sapo de Herrera, que se ha comido su vieja piel. Perdonen, nobles señores. Sus actuaciones figuran en un registro cuyas páginas leeré todos los días hasta el fin de mi vida. Suceda lo que suceda, el tiempo y la ocasión ayudarán a sortear los escollos. Ahora no nos perdamos la parada.

Desfilan los dos mil quinientos jinetes de Takuaty. Mi ilustre primo Yegros, muy pálido al frente de los escuadrones de caballería. Ya está amarrado al tronco del naranjo. Ha confesado su traición. Le ha costado hacerlo, y únicamente lo ha hecho cuando la dosis de azotes ha llegado a la cuenta de ciento veinticinco. El Aposento de la Verdad hace milagros. Se ha mostrado muy arrepentido. No he tenido más remedio que mandarlo fusilar hace veinte años. Lo mejor de su vida fue la forma en que la dejó. Murió en la actitud de quien de repente se da cuenta que debe arrojar su más precioso tesoro cual insignificante chuchería. ¡Pensar que era alguien en cuya ingenuidad y estupidez yo tenía depositada alguna confianza! ¡Ah ah ah! No existe arte alguno para leer en un rostro la malignidad del alma oculta bajo esa máscara. Va cabalgando entre los mejores jinetes de la revista. En su pecho lucen las heridas de la ejecución tanto o más que las condecoraciones de Takuary. Éstas hablan de honor; aquéllas de deshonor. Lo mismo el Cavallero-bayardo. Los siete hermanos Montiel. Varios más. Casi todos los caballeros-conspiradores, entre los sesenta y ocho reos ejecutados al pie del naranjo el 17 de julio del año 21. 1 Se destacan gallardos y pálidos al frente de los pelotones en el simulacro de la carga. Livianos. Descarnados. Libres ya del pecado de ingratitud. Limpios del desamor a la Patria. Tan rápidos van en lo ligero del lente, tan halados por la fuerza centrífuga del tiempo, que la alígera acción de memorarlos resulta lenta para darles alcance.

Tengo a mis visitantes-plenipotenciarios-espías-negociadores, sentados en el atrio de la catedral. Ni una gota de agua que llevar a los labios resecos. Ni una gota de aire que llevar a los pulmones. El sol de fuego derrite los cerebros merodeadores-negociadores. El desfile de las tropas es incesante. Las piezas de artillería pasan arrastradas por muías. Tumulto infernal. Correia da Cámara se va hinchando cada vez más. Su lujoso atuendo ha estallado dejando ver, a través de los jirones, retazos de ampollada piel en que las moscas liban junto con el sudor el licor de las postemillas. Nicolás de Herrera no lo pasa mejor. 2 Lo veo luchando dentro de la piel contra el tormento del calor. Turbado el seso. Lengua estropajosa: El desfile me parece bien, señor vocal decano, pero lo que entiendo mal es su empecinada resistencia a la unión con Buenos Aires.

A Correia da Cámara han tenido que sujetarlo a su silla con los cordones de los estandartes y sus propios entorchados. Agorero el sol, echa por delante la sombra animalesca del enviado imperial.

El espejismo del desfile agranda, tensa su arco de reflejos. Visiones giratorias se aceleran en las reverberaciones. Cada vez más rápido el vértigo bordado a tambor. No dejo que Correia se desmaye ni se duerma. El negro Pilar lo apantalla con abanico de plumas. De tanto en tanto le rocía la cara con agua de azar y de rosa mosqueta. En lugar del emplumado bicornio, cubre su testa un inmenso sombrero de paja, humeando aromado vapor.

He usado el espejismo en otras ocasiones con idéntica eficacia. Al norte, con los brasileros. Al sur con los artigúenos, los correntinos, los bajadeños, los santafesinos. Mis jefes están perfectamente instruidos en el mecanismo de las refracciones. Cuando el enemigo ataca en los desiertos o en los esteros, ordenan retirada. Hacen huir adrede a sus tropas. El invasor se interna persiguiéndolas por los caldeados arenales o las planicies pantanosas. Escondidos entre las dunas o las cortaderas, los paraguayos dejan la imagen de su ejército reverberando en las arenas o en las ciénagas. Se vuelve así imaginario y real al mismo tiempo en la distancia. Las engañosas perspectivas falsean el milagro. Los invasores avanzan. Los paraguayos agazapados esperan. Los invasores disparan. Los paraguayos imitan la muerte en la pantalla lejana. Los invasores se arrojan sobre el «cobarde enemigo guaraní». Todo ha desaparecido. Durante muchos días, a lo largo de muchas leguas, el mismo engaño alucina a los invasores. Asombrados del incomprensible sortilegio y preguntándose cómo, por muy rápidos que sean los infantes paraguayos o sus caballos de humo y de fuego, pueden desaparecer instantáneamente llevándose a sus muertos. Esta lucha contra los fantasmas agota a los invasores que al fin son envueltos por los paraguayos que caen de todas partes en aulladora avalancha. Los enemigos son destruidos en un parpadeo. Mueren llevándose en los ojos el vago horror de un espanto que la ironía vuelve aún más diabólico.

La treta nunca falla. Basta un buen entrenamiento y el sentido preciso de los paralajes y ángulos de luz que estos hombres llevan en lo más oscuro de su instinto. Ni siquiera precisarían armas, pues el golpe de efecto de la sangrienta burla es más mortífero que el de los fusiles. Todo verbo en el círculo de su acción crea aquello que expresa, decía el francés, y se sentía milagroso empuñando su pluma en la actitud de un mago que revolea su varita. Yo no me siento tan seguro con mi cachiporrita de nácar, salida de prisión. Por las dudas proveo a mis soldados de fusiles y cartuchos. No muchos, aunque sean duchos. Sólo unos cuantos mosquetones de la infantería son auténticas armas; las que cargan los hombres de punta de escuadra que van desfilando más próximos al pabellón oficial. El resto, imitaciones, fusiles de palo. Al igual que los cañones tallados en troncos de timbó, el árbol de humo que tiene el color del hierro y pesa como el humo. ¡Mis armas secretas! En cuanto a los efectivos, no alcanzan a tres mil los que están desfilando desde hace treinta años. Avanzan a paso marcial frente al tinglado. Doblan la cuadra de la Merced. Rodean la manzana que engañó a Adán. Se pierden en los zanjones del Bajo. Pasan frente al palo borracho y pelado de Samu'ú-peré. Llegan hasta el cementerio y la iglesia de San Francisco en el barrio de Tikú-Tuyá. Luego pegan la vuelta por el Camino Real, enfilan de nuevo hacia la Merced y vuelven a pasar con la misma apostura ante el podio. Lo lejos está a la vuelta.

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1 «¡Día de terror, día de luto, día de llanto! ¡Tú serás siempre el aniversario de nuestras desgracias! ¡Oh día aciago! ¡Si pudiera borrarte del lugar que ocupas en el armonioso círculo de los meses!» (Nota del publicista argentino Carranza a Clamor de un Paraguayo, dirigido a Dorrego y atribuido a Mariano Antonio Molas en su Descripción Histórica de la Antigua Provincia del Paraguay.)

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2 «Como en una pesadilla yo veía pasar esas infinitas mesnadas de oscuros espectros, relumbrar sus armas, a los enceguecedores rayos. Se me iban apagando los ruidos, el fragor de los cascos. Cañones, extrañas catapultas, complicados aparatos de guerra pasaban sin hacer ruido. Parecían volar; deslizarse a un pie del suelo.

»Bajo un baldaquino amarillo, que fuera palio del Santísimo Sacramento en las procesiones de antaño, el Cónsul-César sentado en la curul de alto respaldo que hace aún más enclenque y ridicula su magra figura, sonreía enigmáticamente, complacido al extremo por los efectos de su triunfal representación. A ratos miraba a los costados. de reojo, y entonces sus facciones cobraban la expresión de una vesánica autosufi ciencia.

»Una altísima catapulta de por lo menos cien metros de altura avanzó sin hacer ruido, propulsada por su propia fuerza automotriz, probablemente una máquina a va por Potentes chorros proyectaban bajo esa inmensa mole de madera un verdadero colchón de exhalación gaseosa tornándola más liviana que una pluma. Fue lo último que vi. A mediodía me desmayé y me llevaron a mi hospedaje en la Aduana.» (Nota ignota de N. de Herrera.)