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De pronto estas furias cegadoras. Súbitas violencias. ¿Por qué estos arrebatos salvajes? Esta cólera, esta feroz exaltación levantándose de repente en mi interior con la saña de un viento devastador. Sin más causa y razón que su propia sinrazón. Estas terribles erupciones que han hecho de mi vida un infierno. Un tan largo morir para la fatiga de haber nacido dos veces. Una sola es ya demasiado. ¡Tan cansado a la larga!

En cierto sentido puede que haya sido una lástima. No haber encontrado, merecido una buena esposa que me ayudara a ser un hombre calmo. Un marido. Resignado a no ser más que eso. Tal vez estaría sentado al sol fumando mi cigarro, palmoteando el trasero de las terceras o cuartas generaciones. Dando vueltas en el caletre, en la punta de la lengua, el regusto de lo que habrá para cenar entre los olores que vienen de la cocina, los ruidos de los cubiertos. Considerado, respetado por todos. Chancletario placer, en lugar de arrastrar gastados zapatos sobre los mismos viejos o nuevos caminos. Estar. Quedarse. Permanecer. A un espíritu como el que siempre he tenido, nunca le han gustado los viajes, contratiempos trajinadores.

Ah si no fuera por esta horrible desazón que siempre he tenido, habría pasado mi vida encerrado en una gran habitación vacía, llena de ecos. No en este agujero de albañal. Sin nada más que hacer que escuchar el silencio mucho tiempo guardado. Un gran reloj de péndulo. Escuchar, amodorrarse. No los ruidos del espíritu traqueado, enfermo. Las flatulencias intestinales. Oír el tic tac del péndulo. Seguir con los ojos el vaivén que va de lo negro a lo blanco. Ver las pesas de plomo colgando cada vez más bajas, hasta que me levanto de mi silla. Subo las pesas una vez a la semana.

Según el proverbio latino Stercus cuique suum bene olet, a cada cual le gusta el olor de su estercolero, ¿habría aguantado mi buena esposa, por sufrida que hubiera sido, las miserias de una vida conyugal? Supongamos que le hubiese tocado en suerte aquel hombre, del que habla el obispo de Hipona, forzado por los gases de su vientre a peer incesantemente durante más de cuarenta años hasta que bajó al sepulcro, puede decirse en alas de esos vientos de sus interioridades.

Pongámosnos sin embargo en el mejor de los casos. Imaginemos la variante optimista propuesta por Vives, el glosador del santo, con otro ejemplo de su época; el del hombre que mantenía el poderío de su voluntad sobre el trasero, el más rebelde, el más tumultuario de nuestros órganos. A tal obediencia lo habría sometido, que lo obligaba a expeler esos gases en forma de aires musicales variando cada tanto la partitura; de tal suerte que muchos lo visitaban deseosos de deleitarse con esos odorantes conciertos. Vives afirma que el virtuoso se hallaba a veces tan inspirado en el solitario retiro de su cámara, que la calidad de sus ejecuciones rayaba a la altura de los mejores gaiteros, de los más renombrados dulzaineros del país. Son excepciones. Mas pensemos por un momento en la pobre mujer del hombre con trasero músico. ¿Habría soportado sin enloquecer oyendo por más de cuarenta años sin cesar un solo minuto, los solos de ese clarinete?

Mas no solamente los gases. También el reumatismo, el mal de piedra, los incontables trastornos de la edad, de la salud. No son estas inevitables goteras las únicas que enmohecen, deterioran, agrietan la unión conyugal. Hay que contar sobre todo con el peor de los achaques: la soledad de dos en compañía. El tener que verse, frotarse, soportarse de grado o por fuerza, un día, todos los días sin más término que la muerte misma. Estar el uno al acecho del otro. Soportar sus respectivos caprichos, manías, antojos. El grío tiránico de no poder aceptar un pensamiento diverso al propio. Entonces no hay más remedio que no dejarse ver nunca en las comidas. Huir del otro. No hablarle jamás. Sobre todo cuando el otro pertenece a la especie de gente fanática que cree rendir culto a su propia naturaleza desnaturalizándose; que se enamora de su menosprecio; que se enmienda empeorando. ¡Monstruoso animal el que de sí mismo se horroriza, para quien sus propios placeres son dura carga! La compañía de un perro es más humana en estas condiciones que la de un marido estrafalario, que la de una histérica mujer. Nostri nosmet poenitet. Nosotros mismos somos nuestra penitencia, decía Terencio con razón.

Hay quien oculta su vida.

No; no amé a ninguna mujer que no fuera ese cometa-mujer.

No pude haber amado a Clara Petrona Zavala y Delgadillo. Si por un instante ocupó el lugar de mi Dulcinea celeste, lo fue sólo por un instante.

En todo caso formaba una sola persona con Clara Petrona su madre, doña Josefa Fabiana. La hija, sombra crepuscular de esa mujer, a quien yo di, no los porteños, el nombre de Estrella del Norte. Mas este nombre corresponde en verdad a un astro de mi cosmos secreto que yo mismo no conozco.

El corazón crece por todos lados cuando ama. Aquel que ama a una persona a causa de su belleza, ¿ama a la persona? No; porque la viruela que mata la belleza sin matar a la persona haría que él la dejara de amar. No se ama a las personas. Se aman sus cualidades. Las de Clara Petrona, con ser casi insuperables, eran inferiores a las de su madre; las de ésta no igualaban a la Estrella del Norte, mi deidad celeste.

De niño la llamaba Leontina. Acaso por los sonidos luminosos que sentía encenderse dentro de mí al pronunciar ese nombre hurtado a las confidencias del aya. En ese nombre se formó la historia de esa niña rubia. Su nombre. Ese nombre en que se combinaban las luces de una girándula. La fuerza. La fragilidad. El sonido sin sexo, sólo audible para mí en la femineidad suma.

¡Ah Estrella del Norte! El corazón desbordado te seguía por todas partes. Sobre todo por las noches. Aventura-perro. Aventura-león. ¿Esperaba encontrar en ella lo inesperado? Siguiendo el camino, me prevenía el aya, no te vayas a meter en un cántaro.

Yo cerraba los ojos en la obscuridad. Murmuraba el nombre. La veía brillar bajo los párpados. Por aquel tiempo ella era también una niña. Yo sentía ya entonces que sólo a ella podría amar. Sus rubios cabellos caían más abajo de su cintura, sobre la túnica de aó-poí, ceñida con un cíngulo de esparto. Su cabellera de cometa no alumbraba aún las manchas negras de la Cruz del Sur, entre las tres Canopes de que habla Américo Vespucio en la Relación de su Tercer Viaje. Mas la primera descripción de las manchas negras, de los Sacos-de-Carbón, la encontré mucho después en el De Rebus Oceanisis, de Pedro Mártir de Anglería.

Antes me acostaba de espaldas en el pasto, buscando a la Estre lla del Norte, entre las constelaciones de las Osas. A mis espaldas, mi nodriza cubierta de llagas traía a Heráclito de la mano. Se reían de mí. La encontrarás en el cántaro, se burlaba roncamente la una. La mujer sale de lo húmedo, decía el otro. Búscala en la ley de las estaciones; allí donde el número siete se junta con la luna.

El corazón mezcla amores. Todo cabe en ese redondo universo. Pequeño cerebro que late como si pensara.

Muchos otros amoríos tomaron en mi vida la forma de la Es trella del Norte. Mas sólo lo hicieron por un instante. Únicamente ella permaneció sin cambio en mi corazón, en mis pupilas de niño, en mis mudanzas de hombre, en esta segunda triste infancia de viejo.

Prueba a cerrar los ojos de nuevo. ¿La ves brillar bajo tus párpados? No; la obscuridad ahora está adentro, afuera, en todas partes. Las manchas de la Cruz del Sur cubren la región vacía del cielo. Luz muerta de constelaciones, convertida en carbón, llena las dos bolsas que se hinchan debajo de tus ojos. El brillo suave aunque desigual de las nubeculae convertido en lagaña.

¿No podrás nunca dejar de hablar de ti mismo? ¿Ante quién quieres montar la escena ahora? Estás tratando de no confundir las manchas negras de la Cruz del Sur con las nubes luminosas de Magallanes. Estás hablando de aquellos seres cuyo polo es la noche. Buscas el cielo boreal. Busco a mi Estrella del Norte entre los Sacos de Carbón de la Cruz.

Por aquel tiempo me aparté sólo a medias de la naturaleza. En-cerréme con ella en un desván. Rechazado por los seres humanos y hasta por los animales, me metí en los libros de papel; en libros de piedra, de plantas, de insectos disecados. Sobre todo, las famosas piedras del Guayrá 1 Unas piedras muy cristalinas. Debo sacarlas ahora de mi memoria donde están enterradas a centenares de varas de profundidad. Las piedras cristalinas se forman dentro de unos cocos de pedernal. Muy apiñadas como los granos de una granada. Las hay de varios colores, de tanta diafanidad y lustre, que al principio fueron reputadas por piedras finísimas. Se equivocaron los primeros halladores. Son de mucho más valor que los rubíes, esmeraldas, amatistas, topacios y aun diamantes. Incalculable su valor. Las más bellas se encuentran en la serrezuela de Maldonado. Yo sé, soy el único que sabe cómo el jugo penetra la costra exterior de los cocos de piedra, formando adentro los cristales. Crecen adentro. Al faltarles cavidad y estar muy comprimidos, revienta el coco con estruendo igual al de una bomba o cañonazo. Los pedazos se esparcen por largo trecho o se incrustan dentro de otras formando piedras compuestas, unidas, únicas. En el fondo de la última, en el núcleo más íntimo, a veces se ven resplandecer las murallas y las torres de ciudades en miniatura, no más grandes que la punta de un alfiler. Visibles tal si estuvieran en la cumbre de una montaña. Algunos de estos pedazos se entierran muy hondo y vuelven a estallar, produciendo temblores y estruendos en los cerros y serranías. También en los lagos y ríos cuando el tiempo se descompone… Traje estas piedras al desván del altillo, convertido en secreto laboratorio de alquimia, en la quimera de fabricar con su esencia la piedra de las piedras: La Piedra.

De este ensueño que ellas no bastaron a proteger, ah bellas y traidoras piedras, me arrancó mi presunto padre para destinarme a la Gótica Pagoda. Antes de que se vuelva más loco que su hermano Pedro yogando todo el santo día con mulatas e indias, sentenció. ¡Andando, dotorsinho da merda!

Así vamos boyando aguas abajo. Aplastados por la fétida columna-pirámide del olor. Escribo en el cuaderno sobre las rodillas. Me dirijo al río en bajante; así tal vez me escuche: Bien sabes que voy contra mi voluntad. ¿Pueden llevar contra su voluntad a uno que no es todavía? Tú que nunca paras, tú que siempre pares; tú que no tienes antigüedad; tú que estás impregnado de la conciencia de la tierra; tú que has dado desde hace milenios tu humor a una raza, ¿puedes ayudarme a desahogar mis almas múltiples aún en embrión, a encontrar mi doble cuerpo ahogado en tus aguas? Si lo puedes hacer ¡sí lo puedes! hazme un signo, una señal, un hecho por pequeño e imperceptible que sea. No te portes como los avaros espíritus del Cerro del Centinela. Tiempo atrás les dejé un mensaje bajo una piedra preguntándoles sobre la Estrella del Norte. Encontré el papel hecho una pelotita, manchada de una substancia no precisamente muy espiritual. ¡Ah! ¡Ahá!, carraspeó el río en un playón: El Takumbú es un cerro muy viejo. Desvaría ya. Sabe poco. Sufre del mal de piedras y del flujo cavernario que dejó en sus entrañas el culto a la Serpiente. ¿Por qué crees que ponen allí a los prisioneros condenados a trabajos forzados por delitos políticos? El Gran Sapo Tutelar ha mandado extraer las piedras para pavimentar esta maldita ciudad. Asunción quedará empedrada de malos pensamientos… Lo interrumpió el ulular de los bogadores. La sumaca escoró un instante sobre el canto de un banco de arena. Varias takuaras estallaron al doblarse, empujando. La sumaca sorteó el escollo. Aproveché el batifondo. Metí la hoja en una botella. La dejé caer entre los camalotes.

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1 Este trozo está compuesto con fragmentos entresacados de Azara (Descripción, p 31), de Ruy Díaz de Guzmán (Argentina, LIII, c. XVI), y sobre todo de la Provisión del marqués de Montes Claros, gobernador y capitán general del Perú, Tierra Firme y Chile, «para que se enbíen a la Caja Real de Potosí con buen aviamiento las Piedras del Guayrá», a I ° de abril de 1613. Cif.Viriato Díaz-Pérez. (N. del C.)